lunes, 19 de abril de 2010











Una historia en blanco y negro

Recién inaugurado el parque que apenas divisaba desde la ventana de la cocina de su nuevo piso, una tercera planta, este sí, con ascensor, en una recién estrenada urbanización, como un traje nuevo que se cuida de estropear y manchar. Calles, farolas, árboles, aceras y papeleras con aún etiquetas de compra. Pero a cambio, ausencias de tiendas y bares, de conocidos vecinos, de encuentros cotidianos en los lugares de costumbres: la carnicería, la panadería, el quiosco de prensa o el pequeño supermercado que abastecía sus despensas.

Manuel abandonó la casa vieja donde vivió los mejores años de su vida. Allí entraron una chica morena de pelo rizado, con la mirada inocente de sus veinte años. El se dejó bigote para parece mayor. La vida entonces también tenía color aunque todo parecía sepia; que envejecía en aquella fotografía, uno de los días más hermosos de su historia de amor. Allí fueron padres, allí se agotaron calendarios y se estropearon relojes. Allí se reconocían en el espejo aunque si se miraran ahora, se extrañarían como desconocidos. La vida necesita de esa continuidad, pero hay cosas que no soportan el paso del tiempo y delatan dejando en evidencia como niños descarados o impertinentes, arrugas de dentro y fuera. Los hijos que crecen, los achaques y deterioros del cuerpo, los muchos que marcharon, los pocos que iban siendo amigos. Las emociones despintadas y el desengaño continuo, eso sí nunca renegó de lo vivido y aunque apenas perdieron pelo, estos blanquearon. La niña se casó y el pequeño marchó al extranjero. De nuevo como novios, se dijeron pero poco les duró aquella nueva luna de miel, y la vida le entregó a ella la última carta. El tiempo aquel día lo acompañó en su dolor que continuó en una larga temporada de intensas lluvias pero como siempre tras la tormenta vino la calma.

El día a día estableciendo una nueva rutina. La habitación a oscuras cada mañana aireada, aquella ventana que dejó abierta cuando salió de aquella casa. Ventana por la que cada mañana tomaba la temperatura al día con el termómetro de la palma de su mano. Hoy cogeré chaqueta que aún refresca este mayo. Bajó las viejas escaleras con mucho cuidado y encontró en el portal a un funcionario que echaba papeles blancos con tinta negra, doblados y grapados por el centro. Qué son estos impresos, tuvo la osadía de preguntar, él que siempre fue hombre discreto. Ya lo verá usted cuando lo lea. Son del Ayuntamiento. Déme el mío, por favor, es el 4º C. Cómo se llama. Manuel Blanco. Y qué más, pero hombre, que soy el único. Tenga. La orden de desahucio. No le extrañó, meses antes ya vinieron aquellos señores, arquitectos y peritos que entraron en su casa invadiendo sus adentros. Miraron en dormitorios y baños, tocaron paredes y techos, tomaron fotos y para ver una grieta retiraron el retrato que con tanto cuidado veneraba cada día. Un mes para recoger tantos recuerdos, fotografías de tantas cosas vividas. Qué sería de su memoria frágil sin éstas. Los libros compartidos, regalados, dedicados con frases de intenciones ocultas y significados secretos; algunos encontrados, la gente todo lo tira. Discos que acompañaron sus viajes y tantos otros momentos. Tantas horas y días, como en una cacharrería, se acumulaban los objetos cargados de recuerdos.

No le importó demasiado, había tenido que decir adiós a tantas cosas que una más qué importaba. Era perro viejo y sabía que la vida tiene mal pronóstico y al final siempre hace su despedida a la francesa.

Su hija hizo todo lo posible para que se fuera con ella. Estaba lo bastante lejos para quedar a comer, pero lo suficientemente cerca para encontrarse de fiesta en fiesta. Quedó en llamarlo cada día. Y el extranjero, es una aventura demasiado joven para el que se ha hecho ya a las viejas costumbres y rutinas.

Al final todo tiene una solución fácil y aunque nunca encontraría un alquiler como el de su vieja casa, ahora tenía pocos gastos y podía pagar aquella subida.

La urbanización, no era el típico barrio, que suena a añejo y a historias de vidas de Berlanga. Estas viviendas de extrarradio no desean mimetismos, más bien buscan diferencias, unas piedras aquí, una valla transformada, un elemento de color, unas ventanas de madera o un balcón hecho cierro. Su casa quedaba cerca de unas unifamiliares, uniformadas inútilmente intentando lucir su personalidad.

La soledad no era allí mayor pero sí que se encontraba con menos gente. Aún no conocía a sus vecinos, por lo general parejas jóvenes con niños pequeños, llorosos, mocosos y gritones y sin embargo su corazón agradecía esa calidez. Procuraba dar una vuelta por la zona, donde se cruzaba con los que iban paseando sus perros, entregados a sus necesidades con el pretexto de sentirse sus dueños; otros haciendo footing o con bicicletas y mujeres de cierta edad que acostumbran a andar para mantener a raya su colesterol. El parque era perfecto para sus paseos, allí entre sus plantas recién sembrada, sus árboles, que aún no conseguían dar sombras, pero con bancos generosos para el descanso y el deleite de observar; observar a los otros, los que viven. Él rebajó el ritmo, ya nada era igual. Sí, respiraba, dormía, comía pero este ser vivo abandonó hace tiempo el tren del que se bajó, o más bien, lo tiraron. Así se sentía como un viejo, sentado en banco de estación, viendo a los pasajeros en su trajín vital, sus idas y venidas. Para él, la distancia era corta y para ella le bastan los pies.

Esa mañana lucía un día de esos que te entran ganas de vivir, donde todo es hermoso, la gente amable, el aire, su olor perfumado que alimenta los bonitos recuerdos y los pensamientos tiernos, todo tiene una tonalidad blanca como la luz descomponiéndose en un arco iris de emociones coloridas y positivas. Estaba bien entrada la primavera pero el sol aún se hacía soportable, así que entró en el parque, jugaba unos niños con una pelota, otros andaban por los columpios, las madres charlaban y reían. De vez en cuando gritaban un nombre seguido de alguna advertencia: ¡Rubén, cuidado que te vas a dar! ¡Carlos, Javier, no juguéis así que os vais a hacer daño! ¡María no le des tan fuerte a tu hermano, que lo vas a caer! Un continuo juego de control y habilidad para escapar de él. Un hombre paseaba con un perro pequeño y peludo a pesar de los carteles que prohibían su entrada. Las mujeres lo miraron desafiantes, sin atreverse a decirles nada, esperando que interpretra sus miradas asesinas –lástima no viniera ahora la policía y le pusiera una buena multa- decía una a la otra bajito, como se dicen los secretos.

Al rato, se levantaron llamando a voces a sus hijos, el infractor y su perro también marcharon y él quedó feliz, solitario, respirando la mañana como si esnifara una droga que le aportaba vitalidad.

De pronto la vio, reconoció su figura inconfundible, conocía tan bien cada línea de su cuerpo, esos límites, esas carreteras secundarias y autopistas sin peajes, que tantas veces había delimitado con sus manos. Se acercó, ¿qué haces aquí? ¿Por dónde viniste? dijo con extrañeza fingida ¿Dónde iba a estar si no? me dejaste en aquella casa sola. Por eso te dejé la ventana abierta. Sí, pero tuve que presenciar aquel destrozo, nuestros humores salieron huyendo, nuestras palabras dichas, sepultadas; entre los escombros nuestros besos y abrazos, nuestros lloros y rezos; y aquellos monstruos de hierro ahogando las risas de nuestros hijos. Vente conmigo, te enseñaré nuestro nuevo hogar. Allí de nuevo lo llenaremos de amor. Ella le miró, se te ve cansado, no, sólo estoy viejo.

Aquella noche hicieron el amor como sólo se hace en los sueños. Por la mañana el teléfono sonaba insistentemente. Nadie lo cogió.

lunes, 12 de abril de 2010