martes, 8 de febrero de 2011

domingo, 6 de febrero de 2011

Mujeres de nada.

La veis sentada a la puerta de la casa en su silla de enea, colgada del brazo izquierdo una pequeña bolsa de tela, de donde, a ratos, estira un fino hilo entretejiéndose en bonitas filigranas, un pañito de croché. Apenas distinguía lo que hacía, pero la diestra mano encontraba a tientas el hueco donde metía y sacaba la aguja, contando los puntos con sus arrugados dedos.
En ocasiones la encontraban dormida con las manos ocupadas en la tarea y nadie se atrevía a despertarla. Pobre vieja, déjala descansar, comentaba la vecina. Pero ella no estaba dormida, tan sólo cerraba los ojos, porque, como decía cuando alguien la saludaba y ella no reconocía, ay, hija es que no veo ni los recuerdos con esta maraña que tapan mis ojos, y luego añadía, aunque esos se ven con éste, poniéndose su mano en el pecho. Así entendía la gente de poco saber y mucho vivir, antes de que vinieran a decir que no es ahí de donde salen los sentimientos, sino del cerebro donde se encuentran también razones y deseos. Por eso sabía que cerrando los ojos aparecían los recuerdos, guardados en ese cajón donde sin fecha ni orden venían a retazos, trémulos. Él cogiendo aquella fiambrera de aluminio donde antes ella metió un pedacito de tocino y pan, o papas con chorizo, que se llevaba para trabajar en el campo. A veces, lo observaba desde la puerta de la choza encaminarse y a lo lejos reunirse con la cuadrilla, que, como una nube negra, se distinguía en el horizonte.
La vida tiene esas pequeñas gratificaciones, cuando ya no tiene más que dar. Aunque duda si es realidad o sueño, duda si lo espera o ya se marchó, incluso a veces duda si esos recuerdos le fueron prestados en ese juego con que se divierte la imaginación.
Cuánto vivido y, ya ves, sólo esos pocos pensamientos, tanta lucha y ya ves, tanto gozo en tan poco recreo.

miércoles, 2 de febrero de 2011

El aula

El aula aún estaba abierta. Los alumnos más rezagados van entrando y ocupan los asientos vacíos. El profesor acaba de llegar. Se dirige a la mesa colocando el maletín. Saca los apuntes y al fin mira hacia los alumnos. Buenos días. Hoy estudiaremos un caso peculiar. En primer lugar recrearé un relato ficticio que no debe ser analizado como hecho objetivo. Recordad que nosotros no estábamos allí. Sólo tendremos una información objetiva de la policía y el médico forense, además de las versiones del médico y el marido. No olvidéis tener en cuenta los hilos sueltos. Tendréis que hacer interpretaciones. Recordad, no sois jueces, estáis para elaborar distintas alternativas por increíbles que éstas sean. Los estudiantes de psicología criminal prepararon sus folios para tomar las notas necesarias de las que después tendrían que extraer las concluisones. El profesor carraspeó un par de veces y, retirándose las gafas comenzó a leer.
Abrió la puerta del dormitorio. En la cama había un sobre de color verde. Ella dio los cuatro pasos que la separaban del umbral de la puerta hasta la cama. La habitación estaba en penumbra, con algún reflejo de luz que entraba a través de las finas frajas laterales que la gruesa cortina permitía a los rayos del sol. La lámpara de la mesita de noche estaba encendida, enfocando, como si de un actor en escena se trataba al inquietane y tentador sobre. Dentro encontró una nota. La incógnita, suspendida en el aire oscuro, quedó dibujada en el encuadre de una cámara imaginaria. Unos segundos de confusión, de no entender aquellas palabras que sus ojos leían y volvió a releer. No puedo soportarlo más. Debo dejarte para siempre. No te culpes. Perdóname. Te quiero. “¿Qué no soporta? ¿Que se va?... No entiendo nada”. Sintió que se mareaba. Se dejó caer en el sillón, colocando en su falda el sobre. Tomó un vaso de agua que se hallaba en la mesa. Unos instantes después comenzó a sentir náuseas y un sudor frío. Nublando su mente.
Llegados a este punto, dijo el profesor, os daré ahora el resumen del informe policial.
Un hombre llama nervioso y angustiado al médico de la familia. Al parecer se había encontrado a su mujer inconsciente sentada en el sillón de su dormitorio. Cuando el médico llega a casa sólo puede confirmar la muerte. Tiene un sobre en la falda, que su marido no ha querido tocar. Se llama a la policía, que comprobó que se trataba de una nota en la que se despedía. Después de realizar la autopsia, todo apuntó a la hipótesis del suicidio. Las pruebas fueran claras y contundentes. Argumentada con la valoración que el médico presentó a la suicida como una persona de carácter algo depresivo e introvertido.
- Siento lo de su señora.
- Ha sido horriblo, cabeceó con desesperación llevándose las manos a la cara.
- Tenga fortaleza, amigo mío.
La desgracia lo había sumido en un enclaustramiento y tristeza abandonando cualquier contacto social. Por eso todo el mundo comprendió que a los dos meses se marchara con destino desconocido. Vendió la casa y se despidió del trabajo.
En esta ocasión os daré una versión subjetiva que trataréis de determinar como verdadera o falsa. Una mujer descubre en una nota que su marido la abandona. La noticia le impacta tanto que queda sumida en un estado de desesperación. Coge un vaso de agua que se encuentra en la pequeña mesa de noche. A los pocos segundos comienza a sentirse mal y se sienta en el sillón dejando la nota en su regazo. En este estado de inquietud física y mental comienza a recapitular recreando como una película toda la escena desde que abrió aquella puerta. Los detalles que pasaron inadvertidos recobran ahora especial relevancia. El sobre, verde, su color preferido. La puesta en escena intensificando los elementos, creando una atmósfera confusa y claustrofóbica. La nota mecanografiada con su Olympia. Las frases equívocas, y el vaso de agua, ¿qué hacía allí? Cuando llega a este punto, toda adquiere una clara evidencia y la terrible comprensión que había firmado su propia sentencia de muerte.
Las maletas se facturaron y el avión estaba a punto de despegar. Abróchense los cinturones, recordaba la amable azafata dando las explicaciones en ese baile de brazos. Una mano tomó otra mano. Unos ojos se miraron. Los amantes se besaron. Al fin libres para vivir nuestro amor. Después sonrieron.
Tosió el profesor para aclarar la voz diciendo. Bien, partimos de tres posibles hipótesis. Una, que la nota la escribiera ella sumida en una depresión y aún amando a su marido, se viera arrastrada a suicidarse. Con esta hipótesis, los hechos relatados al principio no serían reales. Otra podría ser que, realmente el marido le dejara la nota y, desesperada, por sentirse abandonada, se suicidara. Y, por último, quizás la más rocambolesca, pero no por ello menos posible, sería que la nota, efectivamente la preparó el marido de forma tan ambigua para que ella la entendiera como un abandono. El sabía que en esa situación ella necesitaría beber agua, tomando el veneno que provocaría su muerte. Aquella nota sería la prueba irrefutable de su suicidio y de este modo el marido estaría libre de toda culpa.
La hora de clase se había agotado y los alumnos tendrían que elaborar para la próxima las defensas de sus hipótesis y conclusiones. El viejo profesor recogió y guardó en la maleta los folios desperdigados por la mesa. Volvió con paso cansado al despacho y se sentó agotado en el sillón giratorio. Abrió el primer cajón de la mesa del escritorio. Allí guardó los apuntes sobre una foto antigua, sin marco, de una mujer joven y hermosa, de cabellos largos y negros, y de bella sonrisa de posado. Hace tantos años que no volvió a saber de ella ni de su amigo que marchó, no sabe dónde tras la dramática muerte de su esposa. El fantasea con historias inventadas para sus alumnos. O tal vez no.

Mamá Regla

Ayer murió Mamá Regla. La vistieron las mujeres de la casa, las mayores. Le pusieron un bonito vestido blanco con grandes encajes. La metieron en la caja asomando sólo su carita redonda y su melena negra y rizada, marcando, a cada lado del rostro, como una cortina de pequeñas ondas de un hermoso mar negro de brea. La perfumaron con jazmines y le pintaron dos parchones rojos en sus mejillas. Mamá Regla era ya anciana pero tenía la piel de una niña regordeta. De talla pequeña, apenas un metro y medio medía la caja. Sobre una mesa de madera vieja del patio la colocaron, vineron las gentes, vecinos y lejanos. Iban llegando y, como a un balcón, se asomaban, comentando todos cómo estaba de bonita, que más parecía dormida que muerta. Buen trabajo hicieron estas mujeres que aprendieron de mortajas. Llegó la noche, se encendieron velas rodeando al féretro, si ese nombre merecen esas cuatro tablas mal apuntilladas. Algunos candiles colgaron de los pocos árboles allí crecidos en libertad o por orden ya lejana. Se sacaron chorizos, mortadelas, carne seca y garbanzos, sopa caliente y algún vino, que, aunque frío también calentaba. En la noche se vela a la muerta y se enciende un fuego que rodean en círculo. Todos comen y beben llenándo estómagos y despertando memorias, pasadas historias del allí presente, que muchas hubo en vida tan larga. Mujer pequeña y fuerte, de piel fina y manos callosas, que se endurecieron entre trajines de tierra y cocinas, doce hijos que alimentar y el marido siempre borracho de aguardiente, que, en noches heladas también ella probó para quitar frío y aliviar penas. Y así, entre tabiques de tela, fueron llegando a este mundo, a falta de otro mejor, aquellos hijos. Bien nacidos fueron, que pocos años tenían cuando ya arrimaron el hombro y mientras unos se hacían fuertes, otros se fueron venciendo. Quedó Mamá Regla en su santuario matriarcal y si se le alivió en trabajos duros, nunca abandonó ollas y costuras, que así bien comidos y limpitos iban los hijos y después los nietos. Orgullo que le dejan al pobre sentirse honrado y aseado, lavar entre incomodidades, a trozos, el cuerpo en palanganas viejas. Son cosas que se hablan en esos velorios, mientras se intenta dar vida a la ya muerta y entre recuerdos reales y también inventados fueron venciéndoles el sueño. Entre el sopor que dio la comida y el vino y el calor del fuego y del espíritu.
Fue subiendo la luna hacia el norte y con ella le crecía a Mamá Regla su hermosa cabellera. Iba cubriendo frente y ojos, mejillas y nariz, barbilla y boca, que fueron muros y puertas de sus sentidos. Tapaba su negro pelo rizado todo su rostro, como si de espaldas se hubiera vuelto creciéndole como hojas de árbol, como ramas salían de la madera tosca de la caja, caían sobre la tierra, avanzando entre las piernas de los durmientes, entremezclándose entre cuerpos, cubriéndolos como mullida manta. En ese dulce cobijo de cabellos entretejidos, donde no llegaron brazos que abrazaran, llegaron éstos. Buscó la tierra, cubrió esta manta silvestre no de hierba, quedando sepultada la muerta. Cuando todos despertaron amaneciendo el día no hubo entierro que celebrar. Y donde había caja y muerta aparecía sembrado un manto oscuro donde apenas germinaba, buscando la luz sobre un frágil tallo, una pequeña flor.

Diferencias

Cada mañana parecía la misma rutina, pero es error de la percepción humana. No hay dos días iguales, como no hay iguales dos personas, dos animales, dos plantas, pero sí dos mesas, dos muñecas o un par de frigoríficos, pero hasta éstos no salvarían la igualdad si con lupa y ojo clínicos observáramos sus líneas y poros. Ya llevó los niños al cole y se sentó frente al calentador a tomar su desayuno, tres cafés aguados y una tostada con mantequilla. En uno de los extremos ponía a partes iguales mermelada de fresa y melocotón, alternada en otras ocasiones con la de ciruela y sobre la mayoría de la extensión de ese crujiente pan una dorada miel. La televisión hablaba, como de costumbre, de política, con argumentos y mensajes vacíos, ellos tienen el poder, pensó, qué puede hacer un individuo frente a este entramado de intereses particulares. Ahora toca una vez más someterse a las resoluciones que grupos expertos estudian para sacar al país de una cruenta crisis. Ella oía como ruido de fondo desengañada de esta vida, donde hay que luchar cada día por no se sabe bien qué. Y todo esto, para acabar vieja, enferma, sola. Si la genética o la suerte te mantuvo más tiempo. Es duro el pronóstico y es absurda la ilusión mantenida de voluntades que esperan la probabilidad ínfima de la felicidad. No todo es negativo, y son esas pequeñas diferencias del panorama cotidiano, de elementos alegres y esperanzadores, las que administran pequeñas dosis de felicidad. Se hace necesaria la capacidad de observar con cierta crítica, sin análisis exahustivos, impregnando con detalles insignificantes, pero decisivos de pequeñas libertades personales. Ausentarse por momentos de la fuerza centrífuga que te arrastra de manera inconsciente en esta vida robótica, instaurada en programas impuestos o aceptados sin más. Alto, te gritas, y rompes con ese absurdo, pero ella juega con ciertas ventajas y no muchos inconvenientes, y a aquella se agarra su individualidad salvada, del desmesurado apetito social siempre exigiendo entrar en la órbita, obediente, impotente. Alto, te he visto las orejas bajo ese atuendo de bondadosa ancianita.
Inmersión, comunica el capitán del submarino. Las burbujas del aire compensando la salida del agua que absorbe a la gran mole, sumergiéndose en esa aparente ingenuidad, en ese mundo onírico, a veces, la maraña de anuncios, siempre maravillosa de la felicidad, fingida, adornada, inventada, soñada, a la que a la carrera todos nos lanzamos pero pocos llegan. Salió a la calle, la mañana era fría en el exterior, el viento de poniente se agarra al rostro y revolotean los mechones de pelo que quedan libres de la goma que los sujeta. Apenas acierta a meter la llave en la cerradura del coche sale el vecino de enfrente cargado también con el maletín de su cotidianeidad, responde con un felices fiestas a su saludo y lo adorna con una alegre y sincera sonrisa. Los gestos se imitan, los anhelos se imitan, la vida se imita, hasta la imaginación es imitada. Pobres imitadores de destinos creados. Cómo te sientas cada día depende de muchas cosas, si preguntáramos en un estudio sociológico que si somos felices o qué es la felicidad, la variabilidad de las respuestas sería tan inmensamente diferente no sólo por las particularidades individuales, sino que cada respuesta personal dependería del momento del día, de las expectativas de ese día, de lo vivido el día anterior, del programa que ve en la tele, de las personas con las que ha tropezado, con la variabilidad climática y no precisamente por la climatología, pues a mal tiempo buena cara, de las perturbaciones de un buen dormir, y hasta de un buen rato en el baño, que pequeñas trivialidades en este devenir sensible suponen estar satisfecho como sinónimo de felicidad. Curioso adjetivo, que identifica entrada, inmersión, deglución, pero también deshacerse, desprenderse, liberarse, equilibrio no siempre hallado.
Y qué oculta una detrás de los demás. Todos imitándose unos a otros, con lo aprendido lo personalizado apenas auténtico. De dónde vienen estos pensamientos, esta conducta que creo que domino, torpe animal que se cree diferente porque habla. Si comenzara a hablar incongruente, con palabras extrañas, sonidos inconexos, borbotones fonéticos, me mirarían pensando que había perdido la cabeza, y sin embargo, no es más que eso el producto de nuestras estúpidas e incomprensibles existencias.

Te voy a contar un cuento

T
e voy a contar un cuento. Érase una vez una niña que vivía en un pueblecito dentro de un valle donde corría un pequeño arroyo cristalino. Allí todos los días la gente del pueblo iba a recoger agua o a bañarse cuando llegaba el buen tiempo. Además era el centro de encuentros y romerías. Bueno, tan literal que vertebraba sus vidas, dejando pueblo y huertas a ambos lados.
Pero dejémonos de geografías, que nuestra historia se centra en esa pequeña niña. Cada día, como una más, recogía con su cántaro agua del río y feliz y coqueta se miraba en ese espejo, primero entre juegos y, después, a medida que se hacía mayor, como simple reconocimiento de su identidad, que se iba definiendo. Poco a poco comprobó que sus facciones aniñadas fueron haciéndose de mujer. Le gustaba lo que veía y, sin vanidad, se aceptaba. Esta niña, después adolescente, se hizo joven y crecía con un carácter generoso y alegre. Un día de verano, mientras se bañaba en el río, otras jóvenes empezaron a reírse y cuchichear entre ellas. Entonces, ella les preguntó, ¿por qué os reís de mí? Es que tienes un lunar en la espalda. Y sin más comenzaron a burlarse de ella. ¡Tienes un lunar en la espalda, eres fea, eres fea! Salió precipitadamente del río y, entre unos matorrales, se ocultó llorando tristemente. Cuando pasó un rato, y se secaron las ropas, marchó para casa triste, encogida, preocupada, y, lo peor, odiándose por ser así. Al día siguiente volvió al río. Y, al recoger con el cántaro el agua, se miró y, ella que siempre se había visto hermosa, se vio fea como una bruja. Tenían razón aquellas chicas, y su feliz sonrisa mutó en una mueca de desprecio, el que sentía por ella, por los demás, por el mundo, por el río que le había estado engañando todo ese tiempo. Y entonces comenzó a ser como las otras jóvenes, para acercarse a ellas, dejándose llevar por sus opiniones, pues pensó, que si ella había estado todo este tiempo equivocada, aquellas debían tener la razón.
Un día pasó un chico por el río, que no era del pueblo, y se acercó a ella. Ella bajó la mirada, pues no quería que la viera bañándose y al descubierto su fealdad. Entonces el joven que se había prendado de ella, de su belleza y dulzura, quiso piropearla con algo que destacara de su belleza, pues todo el conjunto le gustaba. Y viendo su lunar, la cogió de la mano y le dijo este verso:
Hermosa como el día tú eres
Y llenas de luz el mundo
Pues no vi jamás tan bella estrella en el cielo
Que ese lunar en el universo de tu espalda
Ella se echó a llorar. Perdona mi torpeza, le dijo, pues buen poeta no soy, que tal vez escogí palabras de difícil rima, pero lo importante no era decirlo bello, sino lo bello que en ti veía. Nunca antes había visto más hermosa mujer. No te burles de mí, le dijo ella, ¿por qué me dices eso? ¿No ves lo fea que soy? ¿No ves este feo lunar? ¿Cómo puedes decir tan cruel mentira si, para que el mundo fuera perfecto necesitaría ese lunar, y en ti está?
Ella se atrevió a levantar la vista, y le miró a los ojos y, en el brillo de su mirada se vio de nuevo hermosa, como nunca había dejado de ser. Fue la envidia de su belleza que despertó la maldad de las otras jóvenes, que ahora volvían a cuchichear, llenas de rabia y celos porque ese apuesto joven, era nada menos que el príncipe y se había enamorado de ella, la mejor entre todas, la más dulce y perfecta, la que, en el fondo de su corazón guardaba la esencia de su belleza, el amor.
Se casaron y fueron muy felices, y no creo que comieran perdices pues no se acostumbraba por aquel lugar, aunque sí otros ricos manjares. Colorín colorado este cuento se ha acabado.

Muerte natural

Sacudió la manta que cubrió al muerto y debajo se hallaba el arma homicida, una revista pornográfica. La chica de la portada, una rubia que lucía unos pechos exuberantes en una pose que aún los resaltaban más. Como tiene que ser, claro, no podríamos decir aquí, con términos inapropiados, por ejemplo, pechos graciosos o simpáticos, tal vez, senos firmes y generosos, mamas traviesas y juguetonas, aunque, posible combinación, impropia entre cualidad y objeto.
En fin, teníamos un muerto y una prueba del delito. No era la edad la causa de la muerte, aunque también se ha dicho que ésta es una causa de poca probabilidad, pues no se mata, o al menos no se ha visto, con los años. A nadie le caen encima setenta años de golpe, dejándole en el sitio, aunque sí, setenta kilos que caigan desde lo alto de un balcón o cornisa mal pegada.
Todo apuntaba a un corazón frágil para ciertos excesos. La verdad es que tienen alguna gracia estos asuntos, aunque poca tuvieron para el pobre viejo. Al final sí que tendríamos que concluir en la columna de noticias necrológicas los atributos, entre ellos los graciosos causantes del delito, que éstos, sí que tienen peso y qué pesshoss.
De qué diferencia hablaríamos, con qué jocosidad, ofensa, escándalo, o incredulidad comentaríamos, si en lugar de viejo fuera vieja, si de pechos hubiera sido verga, aunque viéndolo bien, causa y efecto más o menos tendrían idénticos adjetivos, que bien es cierto, que para besar al santo, hubo multitud de caminos. Y este santo es el mismo.

Libro interminable

Lo eligió por su presencia, pequeño, coqueto, aunque no son atributos por los que se valore un libro, pensó, tengo poco tiempo y debo leer. Se insiste en programas culturales, se alardea en reuniones y comidas de trabajo. Entre los compañeros se intercambian títulos y autores. Oye, leíste tal o cual libro. Me ha tenido embebido toda una semana. Seiscientas páginas de intriga y aventura. Lo típico, los ránkings de los más leído influyen entre el personal y todos se dejan sugestionar por la publicidad latente y visible. Libros que adornan los escaparates de todas las librerías, pequeñas y de tipo supermercado. ¿Tiene usted este libro? Basta nombrar la primera palabra del título o el nombre de pila del autor para que atentamente el librero te indique su lugar en la estantería. Él compró ese pequeño libro, era de estas colecciones que se venden en los quioscos, de bonita encuadernación pero de baja calidad para poder abaratar su precio.
Su portada era roja y además, como detalle encantador, tenía la cinta clásica para marcar la página. Buscaba lo práctico, lectura fácil y corta, cosa que, por otro lado no prometía precisamente su título. El libro interminable. Vaya chorrada de márketing, pensó. Cuando llegó a casa cogió las tijeras del cajón para quitar el plástico protector. Lo pequeño del volumen le hizo sonreir, pero un libro es un libro y éste le serviría precisamente para comentar con los compañeros de trabajo o con los amigos, al menos para tener conversación unos pocos de días. Nadie tenía que conocer si era de edición tan minúscula. Así que, con poco esfuerzo y tiempo contaría su historia y divagaría con su argumento. No encontró más tiempo que en el baño, después de la cena para comenzarlo mientras liberaba su vientre de cierto peso. Comenzó como le gustaba a él comenzar, desde el principio, leyendo un breve, como no iba a ser, prólogo de la editorial y pasó directamente a la historia.
La letra parecía grande, que no comprendía como tan pequeño espacio permitía esa medida de letra. John Stuart, campesino de una colonia británica trabajaba en el campo por un jornal mísero que, sin embargo le ocupaba todo su tiempo. Apenas llegaba a casa para asomarse a la cama de los hijos que ya andaban en el mundo de los sueños. La mujer, de piernas gruesas y robustas, le esperaba cada noche cuando llegaba normalmente borracho, pues sin un alto en el camino en la taberna, no creía que tuviera fuerzas suficientes para terminar el trayecto a casa. Engaño de nuestro espíritu que hace al cuerpo creer lo increíble con tal de darnos un segundo de placer. Ella ya lo sabía, y había aprendido a callar para no despertar a la fiera en la que el alcohol transformaba al esposo. Ponía el plato de comida, poca cosa caliente, y dejaba que los efluvios que intoxicaban su carácter se fueran diluyendo entre el calor del hogar y el humo de la sopa. La historia prometía, pero su desahogo había sido culminado y no era persona de perder el tiempo y menos si el lugar tenía apenas poco más de un metro cuadrado de su húmedo cuarto de baño.
Después de la ducha, y ya sentado en el sofá, como el recorrido por las distintas cadenas no atrajo su atención, decidió, con el volumen bajo, a la espera del programa de humor que se anunciaba para dentro de media hora, retomar la lectura. No advirtió el comienzo del programa. La pantalla seguía emitiendo imágenes en ese juego de luces en los espacios publicitarios que, aunque estén sin sonido, no dejan de atraer al espectador. Pero él seguía así, ensimismado en su lectura, que no advirtió que la programación ya había pasado a los programas de concurso de madrugada presentados por chicas llamativas y los publirreportajes que anuncian desde zapatillas hasta cremas rejuvenecedoras pasando por extraños artilugios que prometen atributos para el orgullo y vanidad masculinas, y ollas fantásticas que liberen a la mujer de las esclavitudes culinarias. El reloj siguió avanzando hasta amanecer el día, no se inmutó por la insistente y compulsiva llamada del despertador. No notó tan siquiera que las letras fueron disminuyendo de tamaño hasta ser casi imposible su lectura. Por el contrario, alentó más su interés.
Por la tarde sonó el teléfono que, desde el trabajo querían saber a qué era debida su asusencia. No comió, no bebió, no hizo ninguna visita al aseo. No se sabe cuánto tardaron sus fuerzas en agotarse, en qué momento ya no tuvieron imagen sus ojos, ni sentido su cerebro. Para cuando derribaron la puerta, ya estaba muerto, la tele encendida, muda ante aquel espectáculo que se le ofrecía, ocupando ahora ella el lugar del espectador. El hombre yacía sentado, la cabeza baja en dirección a un pequeño libro que aún sostenía en sus manos rígidas por el rigor mortis. Pobre hombre, dijeron y, alguno disimuladamente se rió por lo ridículo del libro. Ironías de la vida, hay lecturas que matan. Y otro rió también sin querer. Él, tan preocupado por el tiempo, fue tragado por todo el tiempo del mundo.