jueves, 31 de mayo de 2012

miércoles, 30 de mayo de 2012

Oscuridad

Al fin trajo la noche la oscuridad en la habitación. Hacía un año que vivía con la hija y tenía la delicadeza de irse a la cama temprano, como le decía con esa voz cansada y esa pose aún más cansada, regalándole la ilusión de esta necesidad, cuando en realidad lo hacía para dejarla tranquila con su marido con esa intimidad tan natural que tienen las parejas cuando llega la noche y los cuerpos se relajan frente al televisor en ese juego tácito de un deambular entre las cadenas con la simple intención de sumergirse en ese atontamiento previo al sueño.

Le habían dejado la habitación del piso de abajo que estaba al fondo en la cocina y que fue antes de que él la invadiera el comedor familiar. Sintió profundamente los cambios que sin querer tuvo que provocar en las rutinas y en las mudanzas de la casa, él que de tan prudente a veces pecó de desagradecido, pero tanto le insistió la hija y vio en ella la sinceridad necesaria y suficiente para que a su pesar abandonara la triste soledad de su hogar. Su hogar, aquella ruina de casa donde quedaron tantos recuerdos cuando el destrozo cruel pero inevitable provocó en su vida la muerte de su amada esposa.

Ahora se quedaba en el dormitorio con las luces apagadas para que su hija no viera la luz encendida y, aunque quizás entendiéndola, se enfadara con su mentira. Descorría las cortinas para que la claridad de la noche entrara en esa aún más enorme oscuridad de la habitación, como en una metáfora, los rayos de la luna o el fulgor de alguna estrella más intensa, iluminara ese pozo profundo y oscuro de su tristeza. Así en esa penumbra agradable, íntima y secreta se quedaba sentado al filo de la cama inmóvil tanto por convencimiento como por rigidez muscular, observando en las sombras del patio que se dibujaban en el suelo el ritmo sosegado y onírico de las ramas de un árbol. En ese mecer de ramas y el sutil movimiento de sus pequeñas hojas, imaginaba duendes o pajarillos que probablemente permanecían ya dormidos entre los recodos de la copa. Parecían saltar como una pequeña población viva y alegre de seres que se mostraba como en un descubrimiento frente a sus ojos. Era quizá como se sentía ya en este mundo, como un observador del continuo bullir de la vida donde él sólo miraba para poder reinventar aquellas sensaciones, aquellas imágenes que él intuía también haber vivido o tal vez no fuera más que una mezcla entre lo que fue y creyó ser, una alquimia entre realidades interpretadas, sueños imaginarios, fidelidad a los hechos reales y oníricos, confundido en esa contradicción y paradoja que tiene la vida donde el hombre pasa sin tener claro cuál es la verdadera existencia, qué es cierto y qué no lo es, dónde radica y persiste el enigma que intuimos de la verdad.

Permaneció un tiempo, no sabía bien si largo o corto, en este recreo hasta que tuvo la necesidad de cubrirse con una pequeña manta que se hallaba sobre los pies de la cama, la misma que también le servia para echarse sobre las piernas, cuando sentado en el sillón del salón se quedaba de día entonces dormido.

Siguió mirando a través de la ventana cómo avanzaba la noche, cómo describía aquella oscuridad con otra forma de luz el avance de los astros en el cielo. Los calambres en las piernas le obligaron a tenderse pero reposó la cabeza hacia los pies de la cama para poder seguir mirando en un sin ver, porque aquel contexto no era más que un escenario que soportaba como un bello encuadre toda la escena que se desarrollaba en su cerebro. Entonces, poco a poco, como la excitación entra en nuestros cuerpos ,comenzando en un leve escalofrió, recorriendo en sutil roce nuestra piel, iba sumergiéndose en ese mundo tan intenso y real donde se encontraba con ella y, como cada noche vivían su pasión con la misma intensidad de los primeros encuentros, cuando los cuerpos aún no presentados comienzan ese íntimo conocimiento o reconocimiento, pues es un revivir de las emociones primigenias, tanteando recorridos que se continúan o abandonan, amplificando y haciéndonos conscientes, como la luz de un foco sobre un objeto, en esos momentos del sonido que hace el aire al entrar y salir de nuestros pulmones y se descoloca el corazón de su sitio y siente su pálpito ahora en el pecho, ahora en aquellos espacios que sólo recorremos cuando buscamos el placer.

Cuando llegaba la mañana, la luz de nuevo describía los objetos del espacio y el armario volvía a ser el mismo armario, con sus oscuras vestimentas; la silla, el mismo soporte para sus reposadas ropas que cuidadosamente dejó preparadas la noche anterior. La cama apenas deshecha, los dos pequeños cuadros con esas imágenes cursis y bucólicas de unos niños sentados en un prado y una bonita casa allá en lo alto del pequeño montículo, más bien apenas una mínima elevación del terreno. Las ramas eran lo único que aún permanecían en esa especie de irrealidad pero tremendamente por el contrario, real para él. También el sol las incorporaba en el suelo con otro tipo de sombras a la luz intensa y amarilla distinta a la luz blanca que acompañó a la noche.

Se cambió de ropas y cogió la limpia, se calzó los zapatos, se acercó a la ventana y saludó al día. La mañana, aunque fresca, prometía la bonanza primaveral, que él pasaría sentado en su sillón, viendo entre despertares y sobresaltos el bullicio, generado por las rutinas cotidianas, sintiendo esa atención siempre tierna pero a la vez tan ausente de aquellos que deambulaban de aquí para allá, cuando el mínimo espacio que dejaban sus párpados diluía esa realidad ficticia para él, sin embargo al parecer tan intensa e imprescindible para los otros. A ese mundo alguna vez también perteneció. Ellos hablan a veces bajito para no molestarle o para hacer pequeñas quejas, es que quiero ver la tele y el abuelo está siempre durmiendo. Entonces él cree que un impulso generado tal vez por algún sueño, le hace levantar y va a darse una vuelta por el barrio. Es un andar lento, un cargarse de pequeñas dosis de experiencias distantes con el desprendimiento que se tiene hacia lo que se siente ajeno. Un saludo a alguien conocido, un girar de aquí para allá, recomponiendo itinerarios de colores, gente, coches, ruidos... Hay que cargar las pilas, le dicen, y lo que él hace es incorporar esos olores, esa canción que sale y viene de algún lugar, ese rostro, ese reconocido piar de los gorriones, esa explosión de los tamarindos, que tanto ensucian las aceras, y sin embargo desprenden esa agradable esencia. Sensaciones que guarda en su caja torácica donde siente que guarda sus recuerdos que incorpora cada noche al escenario de su habitación.

Algún día dirán, se ha muerto el abuelo, acaso ignorantes de su abandono. Hace tiempo que ya dejó este mundo, primero se fueron los sentidos; apenas veía, poca utilidad ya tenían las gafas. Dejó de oír algunas palabras o entendiendo otras, hasta que a veces se le veía ausente pero ocurría que las conversaciones eran tan sólo un hilo continuo de sonidos inconexos e incongruentes. Del gusto y el olfato, pareja indisoluble, recuerda que fueron los últimos que le abandonaron; galletas o leche, garbanzos o fideos, pollo o croquetas, todo se convertía en jugo impreciso. Vino después la falta del sentido común, al menos así creía cuando los demás no comprendían sus cosas. Hasta llegar al fin a este maravilloso estado, tan verdadero, tan especial, tan real. Y utiliza ese calificativo para hablar con el lenguaje de los vivos, que algo es menos fiable si hablando no se le concede; así quedaría desterrado a ese inframundo de lo inservible, como aquellas noches para él tan intensas.

Volvía después sobre sus pasos en ese caminar desprovisto de intenciones, con el único objetivo de regresar. A veces miraba distraído la imagen paciente de los pasajeros a la espera del autobús, que contrastaba con la urgencia de los que iban de un lado para otro como en una búsqueda sin sentido, que tal vez sólo encuentran en la oscuridad de sus habitaciones.

De lo que queda


Hace un mes que el abuelo falleció, las pocas pertenencias y algunos ahorros se iban a repartir entre los familiares más cercanos. Él solicitó el maletín de cartón duro que el abuelo guardaba arriba del armario y que de vez en cuando, bajaba y ponía sobre la cama, para echar un rato de nostalgia. Ratos que, más de una vez, había compartido con él, contándole historias que le parecían tan extrañas y como de otro mundo, muchas veces dudaba de las anécdotas que le relataba y no sabía bien si efectivamente eran parte de su historia o sólo producto de su senil mente.

Siempre la visión de aquellos recuerdos, acumulados en aquel pequeño maletín, tan avejentado, como el abuelo, compañero de sus trayectorias y símbolo aún vivo de su memoria, le transmitían una mezcla de curiosidad y ternura. Resultaban como un espejo de la imagen que tenía de este viejo hombre, venido de tan lejos que, con voluntad, trabajo y dignidad le habían colocado en estas frías tierras, con un bagaje, del que se negaba a prescindir, pero sin olvidar lo que también debía agradecer a aquellas gentes tan distintas a veces y sin embargo tan cercanas. Aunque, cuando, a veces, le escuchaba, mostrándole fotos, billetes de tren, alguna correa de un ya inexistente reloj, le parecía todo tan alejado de su abuelo, tan ajeno a su actual vida, que más pareciera pertenecer a otro hombre, quizás a una invención del abuelo para darse importancia con un pasado aventurero.

Él era el último nieto, sabía de su origen español, pero, a parte de esos momentos de confidencia, compartiendo con él su memoria, no tenía más referencias que hechas en las comidas de domingos y fiestas, así como alguna que otras salidas y viajes con la familia; que atrás fueron quedando, a medida que fue haciéndose mayor y comenzó su independencia.

Cuando, de vez en cuando, en algún que otro encuentro, iba observando que el abuelo se estaba haciendo más viejo, temió que desapareciera habiendo desperdiciado más momentos con él, presintió perder parte de su memoria, que parte de ese hombre también le pertenecía, también se hallaba en él y tuvo la necesidad de acercarse más a su vida.

Vivía dos calles más abajo, así que algunas tardes, con o sin pretexto, se presentaba en casa de sus abuelos. Cada vez, irremediablemente, tenía que soportar la retahíla de preguntas propia de las personas de cierta edad, y sobre todo, y especialmente, la de sus abuelos que, aunque, bien adaptados al progreso, conservaban en ciertos aspectos detalles muy característicos de su cultura: “qué, Yuri, ¿cómo andamos de novias? Que te estás haciendo mayor, y la mamá no va a durar siempre”. “Abuela, que todavía soy muy joven, ya habrá hora para formar familia”. “Adela, deja al chico, lo que tiene que procurar es asegurar su futuro, y, entonces, buscar una buena chica y a darme biznietos, a los que pueda seguir contando mis historias”. No sé si por costumbre, o por falta de memoria, este interrogatorio lo repetían una y otra vez en cada encuentro; era cansino tener que contestarle siempre lo mismo, así que a veces deseaba poder darles por fin una respuesta afirmativa y poder pasar a otras, porque vendrían otras seguro.

Recordó lo que le contó su madre cuando, mirando una foto, donde estaba mamá con los abuelos, siendo un bebé. La fotografía de un crudo invierno de Rusia. El nunca fue el típico andaluz, siempre decía que se sentía muy ajeno a aquellos tópicos, cuando en ciertas ocasiones, se reunía con la comunidad de andaluces que había por allí, a veces le molestaba el alarde de identidad cultural de sus compatriotas. Él, que era un hombre que, aunque sociable, era más dado a los paseos solitarios, huía de los bullicios y, aunque opinaba que era andaluz porque simplemente nació allí, sí que reconocía que, inevitablemente, habría heredado toda una genética cultural, además de un acento que los años y la mezcla de un idioma distinto, no eliminó totalmente.

Su madre le explicó lo duro que fueron sus comienzos en este país que acabó sintiendo tan suyo. No sólo fue el idioma, que el apoyo de otros que se encontraba en la misma situación suavizaron las dificultades. Aquellos primeros años fueron especialmente duros con una niña pequeña, buscar un trabajo, una casa, hacerse un hueco en aquella sociedad. Él, que nunca había salido más allá de Sevilla, algunos viajes a las playas de la costa gaditana y el viaje de novios a Granada.

Allí se veía en un país tan lejos, tan desconocido, la única historia era la que la enciclopedia le dio tiempo a aprender, y la que la vida le enseñó, que lo convirtió en el hombre que era, un hombre que amaba la libertad y que respetaba tanto al que tenía al lado, que, por no molestar, pecó más de una vez de no tener interés.

Echaba de menos aquellos días en los que se sentía melancólico, la luz de su tierra, el olor de azahares cuando llegaba la primavera, el sabor de los guisos, de la brisa con olor a salitre de aquellos días de verano. El contraste de luz entre Sevilla y Cádiz, esta última que el reflejo del mar le hacía más estridente; recordaba las aceras manchadas de tamarindos, la vida en la calle, la sensación tan agradable cuando venía el buen tiempo, de desprenderse de camisetas y calcetines. Salir por la noche aquellos días de calor y sentir la bocanada de aire caliente, eso, inimaginable por aquellos lugares de dios. Hablando con su madre, que creció en aquel hogar ya totalmente adaptado, mantuvo el idioma de sus padres, con grandes errores ortográficos y de dicción. Cuando tenía aquellas charlas, siempre le hablaba en español, y en casa, aunque iba siendo cada vez más difícil preservar ese idioma, se hacía necesario, para poder entender a los abuelos en sus discusiones y conversaciones de las reuniones familiares.

Había heredado el aspecto de su padre, pero por carácter se sentía identificado más con su madre y sus antecedentes españoles.

Aquella tarde de abril estaban los recuerdos aún frescos del funeral del abuelo y el cielo soleado, los árboles en el apogeo de floración concentraron los elementos suficientes para que su ánimo se sintiera preparado para ver, en esta ocasión, ya solo, aquellas pertenencias del abuelo. Cerró la ventana pues la tarde refrescaba y con cierto pudor por entrar así, sin su presencia, en su vida, le intimidaba y le hacía sentir como si entrara en lo más profundo de sus secretos.

De todo el material que allí se encontraba, sólo reconocía algunas cosas y alguna que otra foto de mamá cuando era pequeña. Sin embargo, ahora estaba con la maleta abierta y, frente a él, la memoria del abuelo en sus manos. Leía con atención una carta de su bisabuela, con el ritual de presentación tan poco usual de aquellos tiempos “…espero que al recibo de ésta, estéis bien, nosotros bien, a  Dios gracias…”. A pesar de la mala ortografía y ese lenguaje retorcido, su conocimiento del idioma fue suficiente para entender el sufrimiento que aquellas palabras llevaron a mi abuelo. Aquella carta, cuyas líneas pasaban de algo tan dramático como el anuncio que a su hermano lo habían llevado al campo de concentración de La Almadraba, como le comunicaba la boda de su hermana que consistió en pasar por la iglesia y con algunos familiares tomar algún queso, chorizo, aceitunas y vino blanco, sin mucha fiesta, que los ánimos no daban para más. Aquella otra carta, que le agradecía al abuelo el envío del dinero para poder pagar la deuda con el colono; la foto de Antoñito, el hijo del tío Antonio. Estuvo leyendo cartas y cartas, el anuncio de la muerte de la tía Concha, por cáncer, que tanto afectó al abuelo, alegrías y tristezas del avance de la vida.

Sus estudios en la facultad estaban en ese punto donde es necesario obtener más formación con alguna beca en el extranjero, y tuvo claro dónde iría. Llegado el momento preparó la maleta, estuvo los meses anteriores mejorando su español, y aquella mañana de mayo, cogió el avión rumbo a España. Llegaría a Madrid, desde donde seguiría el vuelo hacia el lugar que vio nacer a sus queridos abuelos; aquel lugar que sólo vio en fotos, que sólo sintió con las emociones ajenas, que sólo imaginó con las cosas que ellos le contaban. Al salir del aeropuerto, le impactaron dos cosas, el color del cielo y su luz, y el olor fresco a flores del campo.

Cogió el taxi, dándole la dirección de la residencia donde ubicaría su estancia esos seis próximos meses. Tenía todo un verano para conocer y experimentar por él mismo aquellos lugares que en la memoria del abuelo aparecían tan lejanos, pero estaba seguro de poder sentir aún más vivamente aspectos tan íntimos de aquel ser, tan distinto a él que, con sus historias, alimentó una identificación con todo su mundo, de un modo tan intenso que más de una vez sintió ya ser parte de él.

Cogió la foto del Prado de San Sebastián, el blanco y negro, la ausencia de edificios, que ahora aparecían ante sus ojos, la gente, los coches, era ver un paisaje que sólo en algunos elementos le decía que seguía siendo el mismo, pero aquel lugar era ya otro, era ver, con la mirada de otro, un mundo tan distinto, otro mundo.

Las calles estaban llenas de gente, un tráfico intenso, los autobuses turísticos hacían su recorrido por los lugares más típicos, y los tranvías, en un intento de volver a otra época, falsificaban con su imagen de progreso la estampa.

Su abuelo, tan atípico andaluz, sí que le hablaba de la alegría cuando llegaba la primavera, la vida en la calle, la gente sacaban las sillas y se sentaban en a las puertas de sus casas. Aquello le parecía una idea motivada por la añoranza, más que por la realidad, pero ahora podría comprobarlo, seguramente con enormes cambios, persistía esta sensación de bulliciosa alegría.

Pronto hizo de amigos y buscó, como es natural, relacionarse con los autóctonos, por aquello del idioma, pero esto, que parecía lo normal, equívocamente solía pasar lo contrario, cada oveja con su pareja, y, al final, teníamos franceses por un lado, alemanes por otro, y bueno, rusos, la verdad es que no había muchos. A él, sin embargo, le motivaban otras razones y quiso acercarse a la cultura de su abuelo, de su esencia.

En una de aquellas tascas, con sus terrazas en plena calle, con cerveza fresca, la gente hablando alto y rápido, a las que costaba entender, las chicas, con ese aspecto tan racial y fue allí, en la Plaza del Salvador, donde quedó con amigos y apareció ella. Hizo lo posible por acercarse, hasta que lo consiguió. Era una chica morena, de grandes ojos oscuros, alegres y simpática, que hacía cómoda la presentación. Sin miedo a los silencios. Era gaditana y, en un intento de crear complicidad hizo comentarios de las playas, robando los recuerdos del abuelo, provocando en ella la risa por lo desfasado de sus conocimientos. No fue la única ocasión que tuvieron para hablar, porque, a partir de aquel día, compartieron viaje en ese intento de recorrer aquellos lugares de su memoria heredada.

Los seis meses se iban acabando y se contaban por un par de semanas el escaso tiempo que le quedaba allí. Habló con profesores y tomó la decisión de hacer la tesis, con ello alargaría su estancia allí. Su llegada, tan diferente a la de su abuelo, sus viajes, tan distintos, y sin embargo, el círculo se cerraba así. Un ruso libre que libremente viaja, que no deja atrás nada, que irremediablemente no pueda retomar con menos miedos y limitaciones, y con las circunstancias tan diferentes. Pretendía unir aquellos recuerdos de la maleta vieja, con la vida que él ahora vivía para entrar en comunión con aquella parte de sus ancestros, que corría por sus genes, ¿qué es el hombre sin memoria? Menos aún que un animal. Sacó de su bolsillo la foto descolorida, aunque bien cuidada, de la torre y el río al fondo y, en primera línea, ellos, los abuelos, con sus tímidas sonrisas solícitas, sus ropas alegres, sus rostros frescos, juveniles, felices y atrapados para siempre por el clic de la cámara.

No se sentía integrado


No se sentía integrado en la sociedad, a veces preferiría haber sido una pulga, una cucaracha o una rata, pero tuvo que conformarse con ser sólo un bicho raro.

Másha


Llegó hasta aquí desde las frías tierras de Eslovaquia. Vino con su pareja hace ahora dos años. Él encontró trabajo en una empresa de mantenimiento, ella, limpiando en una casa. Entre los dos reunían el sueldo suficiente para vivir colmando las expectativas con las que emprendieron aquel arriesgado viaje. De este nuevo lugar desconocía todo, sus costumbres, su clima, su gente, y sobre todo, su idioma. A medida que fue aprendiéndolo, también iba comprendiendo todo mejor, porque una lengua siempre es mucho más que reconocer palabras.

Las cosas fueron empeorando, el trabajo se volvió más precario y el jefe de su marido amenazaba con el despido si las cosas no mejoraban. Aquellas amenazas se cumplieron y de nuevo cada mañana éste buscaba chapuzas pateándose la ciudad. La situación se había complicado precisamente ahora que Másha había quedado embarazada. Al menos los señores de la casa no le habían puesto pegas para seguir trabajando. Por seiscientos euros llegaba a siete y media de la mañana daba el desayuno a los hijos del matrimonio y los acercaba al colegio. De vuelta seguía con su tarea hasta después de bien entrada la tarde, cuando los bañaba y les preparaba la cena. Para entonces sus padres ya habían llegado y jugaban un rato con ellos antes de acostarlos. Así todos los días. De lunes a viernes, excepto los sábados que los tenía libres y el domingo que sólo iba por la tarde para prepararles la cena a todos. Acostaba a los niños y mientras sus padres les contaban un cuento, ella aprovechaba para recoger la cocina, quitarse la bata, meterla en una bolsa y, al fin, la jornada había terminado. Siempre rechazaba la amable invitación a cenar con ellos. Prefería llevarse la comida preparada para hacerlo en casa con su marido.

Bajó cansada y distraída los tres pisos del edificio. Le dolían las piernas y la espalda pero, al salir del portal prefirió hacer el camino andando en lugar de tomar el autobús que, seguramente, iba abarrotado a estas horas. Además la noche lucía hermosa y había una brisa fresca cargada de aromas primaverales. Al pasar por un kiosco de prensa quedó mirando las portadas de las revistas, los coleccionables… Llamó su atención el titular de un periódico que se repetía en casi todos los demás. Una ministra atendía sus funciones sin descanso tras su reciente maternidad. Recordó también aquella otra política francesa que volvió al trabajo a los pocos días, totalmente recuperada de una cesárea. ¿Cómo lo hacían estas mujeres? ¿Qué mensaje sutil transmitía aquella noticia? La opinión pública en general valoraba a aquellas mujeres liberadas de viejas servidumbres maternales y era esto lo que se esperaba de todas las demás.

- Si ellas pueden, ¿por qué no tú?

Es fácil dejarse engañar, pero no todas cuentan con las mismas facilidades.

Continuó caminando despacio, casi paseando, con más peso sobre sus piernas como si sus pensamientos se hubieran echado sobre su espalda como un saco de piedras. Miraba los escaparates y las gentes con las que se cruzaba y, sin saber bien por qué, sintió ganas de llorar aunque a pesar de todo era feliz. El ambiente y la noche animaban a un estado placentero pero le dolía todo el cuerpo y le quemaba en lo más profundo de su ser ese futuro incierto. Habían llegado hasta aquí para mejorar sus vidas y ahora no sabían cómo iba a poder afrontar esta bella aventura. ¿Cómo lo cuidaría? ¿Cómo disfrutaría de verlo crecer? No deseaba para su hijo lo que veía en la casa donde trabajaba, unos padres siempre ocupados.

Sus piernas protestaron y el cansancio la obligó a continuar el camino en autobús. En la marquesina la foto de un bello cuadro anunciaba una exposición. Desconocía su autor, y la escena, de otros tiempos, representaba a unas mujeres trabajando en una fábrica de tabacos. Sorprendía ver, mezcladas en esa actividad, a dos trabajadoras con sus bebés en los brazos. Reflejaba una situación cotidiana. Quedó largo tiempo admirándolo. Fue consciente de su abstracción cuando vio que se marchaba su autobús. Ahora quedó sola en la parada y ahora ya no pudo evitar romper a llorar. Veía los coches correr por la avenida a intervalos frenados por los semáforos. La gente en las terrazas charlaban en voz alta, comían y bebían. El mundo le parecía, sin embargo, más hostil. Cuánto había mejorado éste desde aquellos tiempos, aunque quizás… no para todos

miércoles, 23 de mayo de 2012

jueves, 17 de mayo de 2012

Metió la mano en el bolsillo


Metió la mano en el bolsillo izquierdo buscando unas monedas para comprar un paquete de chicles. Hacía un par de meses que se había separado, y aún las paredes de la casa le oprimían con tanta soledad. Giró calle abajo, paseando tranquilamente, se acercaba el invierno y la noche era fría y húmeda. El relente caído impregnaba en el asfalto un brillo especial, creando con las luces de farolas y letreros fluorescentes una combinación verdaderamente llena de gran belleza. Siguió masticando los pensamientos al mismo ritmo que machacaba el chicle, cada vez con menor sabor y mayor dureza, “igual que la vida”, pensó. Torció a la derecha, y en la esquina de Menéndez Pelayo y la calle Júpiter se encontraba una cafetería donde más de una vez tomó café. Miró hacia dentro y el ambiente reflejaba calidez frente al frío externo. De pronto, en una mesa lateral, al lado de los grandes ventanales, estaba ella con un grupo de amigos, se la veía feliz, sonriendo con aquella bonita sonrisa que seguramente enamoraría a otro del mismo modo que le enamoró a él. Esquivó rápidamente la vista, no fuera a verle y pensara que andaba observándola, aunque la hora le protegía, era más fácil ver de fuera a dentro que al revés, él estaba en penumbra y ella, a plena luz. Cuando sus pasos le fueron retirando de aquella imagen nostálgica intentó cambiar de pensamiento planeando algún proyecto para el fin de semana, pero unas ganas enormes de llorar estrangulaban su garganta y decidió, antes que llorar en público, volver a casa rápidamente. Subió la cuesta de Higuereta, aunque, le alejaba más, la tranquilidad de la zona le protegía de las miradas ajenas. Estos razonamientos fríos y calculadores fueron consiguiendo salvarle del humillante desahogo, antes de llegar a la intimidad protectora del hogar. El ascensor estaba otra vez estropeado, y aún le quedaban cuatro tramos de escalera con sus siete escalones cada uno, en los que el peligro aún acechaba si algún vecino se le ocurría, en ese momento, salir y verle lacrimoso inspirando terriblemente su compasión. No era eso lo que quería precisamente, pues hacía ostentación, por lo general, con el vecindario de haberse adaptado perfectamente a la nueva situación, hasta un tanto liberadora que pretendía representar. Para cuando llegó a la puerta, que aún tuvo que esperar a abrir, pues no encontraba las llaves hasta que las localizó en el bolsillo trasero del pantalón, cosa extraña, pues siempre las metía en el derecho de delante. El silencio de la casa y su espacio vacío le abofeteó así que encendió inmediatamente la tele, zapeó un rato hasta dejarlo en un programa de humor. Fueron todas estas cosas las que al final le alejaron totalmente el sentimiento depresivo que lo trajo urgentemente aquí. Decidió prepararse algo de cenar y sentarse a ver el animado programa. Puso la bandeja en la mesa del salón, cogió la mantita y se tendió cómodamente, con una agradable sensación de bienestar. Las lágrimas asesinas se fueron diluyendo con los pasos cotidianos de la vida, hoy había conseguido vencerlas, puede que otro día lo sorprendiera desprevenido. Hoy no.

domingo, 13 de mayo de 2012

La crisis


Acababa de sonar el despertador, por eso aún se removía entre las sábanas cuando escuchó un fuerte golpe en el cristal de la ventana. Se levantó sobresaltada. A tientas buscó con los pies desnudos las zapatillas, y el frío suelo la sacó definitivamente de la somnolencia entrando directamente y sin preámbulos en el mundo real.

Lo que fuera que había chocado en su ventana había dibujado en finas líneas un sol quebrando la lámina transparente. Aquella noche había dormido sola, él estaba de viaje, de vez en cuando hacía esas escapadas como maliciosamente ella llamaba a sus viajes de trabajo. La habitación estaba fría esa mañana, o tal vez era su mal despertar, o quizás su mal dormir. Cada vez le resultaba más difícil aquella situación de soledad, aquella distancia continua que poco a poco iba instaurándose en su relación.

Abrió la ventana, el sol de la mañana le dio directamente a la cara, como una bofetada sintiendo el ardiente picor en sus mejillas. Se inclinó mirando hacia abajo, buscando en la acera el arma homicida. Y allí yacía gris y blanco sucio aquel pequeño bulto de plumas. Una paloma, pensó, le pareció que aún estaba viva, pero fue una fugaz ilusión, provocada por el aire, que, además de los papeles del suelo, removía aquel sucio plumaje. Por si no estuviera su ánimo lo bastante decaído, la visión de aquella paloma muerta la sumió irremediablemente en un estado de pesadumbre y tristeza. Como punto a punto iban tejiéndose en su mente uno a uno los pensamientos negativos.

Él, tan lejos, la casa tan fría, su corazón tan solitario, la muerte del pobre pájaro, la vida tan vacía, las noticias de la crisis. ¿Qué llevó a la paloma hacia ese horizonte plano? ¿Qué reflejo le atrajo, estampando sus deseos por alcanzarlo? ¿Fue un suicidio tal vez, o acaso todo lo contrario? ¿Un intento de conseguir la liberación, la culminación de un deseo, la más auténtica manifestación de vida? Pensaba estas idioteces asomada a la ventana, sin mirar a nada en concreto, por eso, cuando fue al baño, y vio su reflejo en el espejo, sus mejillas estaban sonrojadas, pensó, por qué ella había ofrecido la otra mejilla. Se sintió derrumbada. Volvió al dormitorio, cerró la ventana. La imagen radiada del cristal roto parecía el dibujo de la viñeta de un cómic con la voz de crack. Así se sentía, su mundo roto. Enfrentarse al día con la que se venía encima. Desayunar con las mismas noticias del desastre económico, engullir apenas sin saborear la dulce mermelada de la tostada que se amargaba en su garganta, porque todo se rompía bajo sus pies, porque todo lo aprendido, lo acostumbrado, lo habituado, aquellos proyectos que un día planeó, que incluso llegó a alcanzar, aquellas ventajas hacia la felicidad, se iban cayendo como los trozos cortados de un folio, como aquel que soporta la desesperada manifestación de nuestros sentimientos y ahora sucumbía frágil a la fuerza de nuestros dedos descuartizándolos.

Crack, esa caída de ave sin vida, de los planes de nuestra edificación emocional, de los principios y derechos, de los progresos arrancados a la decadencia humana. Pero la utilización de estos elementos maliciosamente manejados nos destruye y sin embargo, si ves claro, si la transparencia es nítida, si deja pasar los colores, sin dibujar una imagen falsa, imaginaria, creada por nuestra mente o por otras mentes, la realidad se presenta clara y distinta, y un verdadero impulso surge para crecer y mejorar.

Las crisis son innatas en el ser humano, innatas y necesarias, innatas, necesarias e inevitables. El único modo de progresar.

Observó el espacio que la rodeaba con la conciencia plena distanciada de su ser. Vio los objetos, el espacio entre ellos, los vacíos falsamente interpretados, vacíos pues llenos de aire, de otras vidas, unidos unos a otros, dejando otros pequeños espacios habitables, los elementos que configuraban su mundo. Y sintió su cuerpo, escuchando su corazón, sentía la sangre correr por sus venas, saboreó el aire entrando por su boca, mezclado aún con los restos del amargo café aún agarrados a sus papilas gustativas. Se descalzó para sentir el frío suelo. En un impulso del aire saliendo de sus pulmones brotó de su garganta un rotundo y enérgico “sí”. Era dueña de su crisis, era la protagonista de su existencia. Tras la muerte hay una nueva forma de vida. No iba a permitir vivirla sin dignidad, se sentía con fuerzas para seguir luchando, poseía la verdad y no seguiría mintiéndose, ni dejarse engañar.

Descolgó el teléfono, tras seis largos tonos, escuchó su voz:

- Alfonso, debemos hablar.

Una mañana cualquiera


La mañana exhalaba ese aire exultante, efervescente de la adolescencia del tiempo atmosférico. Antecedentes estivales, mezcla de calidez y brisa fresca de los últimos días primaverales. Días que dejan intuir el juvenil ardor, el clímax metereológico de la próxima estación.

Aún el cristal frontal del coche, allí donde no habían llegado los rayos hirientes de un voluptuoso sol, se hallaba cubierto de una fina agüilla y el rocío marcaba de purpurina un mar de flores en el campo, con ese espectacular goce para todos los sentidos y también el común, el más alterado de todos, lanzándote a una piscina de ilusión y esperanza que solía secarse con la triste melancolía de los primeros días que ya advierten que se acabó lo que se daba. Pasó el verano entre sofocos, viento de levante y absurdo fluir vital, engañándote una vez más, porque la vida es lo que es, una sucesión continua de días y noches, de días buenos y malos, de buenos y malos momentos, un ir y venir de haceres y deshaceres.

El coche reaccionó con un ronco hablar al chispazo que provocó la llave en el contacto. Dejó los niños en el cole como quien deja la ropa en la lavandería, con la certeza de que te la devolverán limpia y planchada. Metáfora que sólo nos sirve para el plano pedagógico, porque de este espacio de formación de seres humanos suelen salir más bien guarretes y desarreglados.

De vuelta a casa, se encontraba ante el desastre que se extendía en el plano rectangular de la mesa, donde entre restos del desayuno pululaban los botes de cereales, café y cacao, tazas y servilletas sucias; las ropas abandonadas, esparcidas por las sillas y ese café maravilloso que ayuda a disfrutar aún más la crujiente tostada. La televisión, con su dosis diaria de temas políticos y sucesos. Sucesos a los que nunca llegaba hastiada ya de tanto morbo, de tanto presentador frotándose las manos ante la perspectiva de horribles asesinatos, corruptos e indeseables personajes. Noticias que ayudaban a rellenar estas mañanas monótonas y tristes de la gente. De ella no. Ella aunque triste no quería dejarse contaminar por tanta basura.

Cuando entró en el salón aquello parecía la entropía del universo, donde distintas galaxias funcionaban dentro de un perfecto mecanismo. Entre cojines y mantas revueltas se percibían tres mundos distintos, donde simultáneamente la noche anterior habían quedado los restos de una orgía, el espacio de la abuela y el caos de una avalancha de críos inquietos.

Recogió como pudo todo aquel desastre, puso el cd de un Bob Dylan que parecía copiarse a sí mismo, aquella canción parecía Like a Rolling Stone, sonaba parecido a Like a Rolling Stone, pero no era Like a Rolling Stone. Cambió a un Van Morrison tal vez anodino hoy. No acertaba y aunque los dos fueran sus cantantes favoritos, decidió no poner música.

En el dormitorio miró por la ventana, un par de mujeres caminaban a paso ligero, un chico paseaba un perro enorme, algún coche cruzaba el espacio de carretera que quedaba a la vista. Inspiró de nuevo el aire de aquel espléndido día, como si sólo en ese momento hubiera decidido respirar, y antes, sólo se mantuviera en un estado entre aletargado y vegetativo.

Llamaron a la puerta, era la vecina de al lado, agitada y llorosa. La hizo pasar una vez más, siempre recurría a ella. Tenía quizás ese don tan preciado y escaso que es saber escuchar. Sentadas en la cocina, le relataba su gran tragedia, se había peleado de nuevo con el novio. Una vez más, su impulsividad desembocaba en arrebatos de gritos que solían traspasar las finas paredes de su tabique. Y es que él… y entonces yo… Y es que no sé cómo controlarme. De nuevo la tranquilizaba y le aconsejaba lo típico que había escuchado. No discutas cuando estés alterada, cálmate, cuenta hasta diez y luego intenta poner las cosas en su sitio, dialogando y haciéndole saber qué te ha molestado. Pero tranquila, sabes que cuando estallas acabas perdiendo los papeles y después, ya ves, te sientes fatal y culpable. Después de este pequeño tirón de orejas, le quitaba hierro al asunto. La recolocaba de nuevo en una tranquila armonía, la desculpabilizaba, estimulaba su autoestima y la calmaba con las palabras que sabía que quería oír. No te preocupes, ya sabes que cuando vuelvas se le habrá pasado el enfado y os daréis cariñitos. Le sirvió una tila y poco a poco acabaron hablando del maravilloso día.

La mañana avanzaba y el dulce aire cálido se fue convirtiendo en un tórrido día primaveral. Escuchó el timbre sonar y sonar en la puerta del vecino de arriba. Alguien se obstinaba en ser recibido y no se resignaba ante una puerta cerrada.

Aún quedaban algunas cosas por hacer, y también algunas horas. Al fin dejó de escuchar el timbre de arriba. Se rindió ante la evidencia y ella siguió llenando el día.


viernes, 11 de mayo de 2012

martes, 1 de mayo de 2012

Abre los ojos…. y piensa



En un mundo inhóspito, donde desconocemos las alimañas que nos acechan, no queda otra que unir fuerzas, para reconocerlas y luchar enérgicamente contra ellas.

Merlovier


En los servicios de la empresa, la empleada de mantenimiento escucha una conversación entre el presidente de la compañía y un tal Jeffrey. Se encuentra en el cuarto de la limpieza. Había dejado la puerta entreabierta mientras cogía un estropajo del armario. Con la luz apagada, conoce bien el lugar por donde trastea a diario y tantea con la palma de la mano. Los que hablan ignoran que se encuentra allí. Espera dentro para salir cuando se marchen. Sería violento si estuvieran en los urinarios. Está preocupada de que se den cuenta de su presencia y permanece callada y oculta, no por cotillear, más bien por vergüenza. Es una mujer sin estudios, pero comienza a entender pronto que algo se traen entre manos. Algo que apenas comprende, pero que su imaginación intuye secreto. Poco a poco la conversación toma unos tintes extraños, como de ciencia ficción. Hablan de “partir al paraíso”.

- Lo mismo nos montamos una crisis que una guerra, Jeffrey, así que no te preocupes por los pormenores.
- Señor, eso que usted llama pormenores, puede complicar las cosas.
- Te equivocas, Jeffrey, nadie podrá con nosotros. Y el que se pase de listo, ya sabes, tenemos nuestros recursos.

Jeffrey sabía de qué hablaba, alguna vez le tocó ser intermediario de esos “recursos”.

- Señor, ¿qué hará con el primer ministro?
- A ese meapilas no se le dice nada, es un gilipollas y lo puede estropear todo. ¿No ves que ni siquiera sabe leer los discursos que se le escriben? Más de una vez nos ha metido en apuros. Menos mal que lo tenemos todo controlado y la gente, ya sabes cómo son. Se les engaña fácilmente.
- Señor, ¿qué hará con el primer ministro francés?
- Ese imbécil dice que teme por su familia, no quiere arriesgarse. Pero no me preocupa, la gente que tiene mucho que perder no son para mí ningún problema.
- ¿Y del vicepresidente?
- ¡Claro! ese será el que lea el discurso donde nos daremos las claves para partir. A ese lo necesito, Jeffrey, donde vamos también necesitamos esclavos. Por eso vienes tú.

Y soltó una desagradable carcajada. Comenzaron a lavarse las manos. Ella sentada en el suelo oía todo incrédula y algo perdida.

- Jeffrey, tú no has estado allí, ¿no?
- No señor. Supervisé los planos y he seguido todas las obras a través de los satélites, la verdad es que está aquello precioso.
- Más que precioso, Jeffrey, es realmente un paraíso. Hemos construido el cielo, nunca mejor dicho. Mejor que el divino. Ha costado, pero gracias a esta población mundial –y con voz jocosa-, a esta dura crisis, nos hemos montado el mejor mundo del universo. Ya ves, tan fácil. Tuvimos que dejar de hablar de viajes a la Luna para no levantar sospechas, preparar el nido de la gallina de los huevos oro, dejamos que creyeran las enormes dificultades físicas y tecnológicas. Los recortes de presupuesto, el poco interés que suponía para la ciencia… Ofrecimos a nuestros amigos científicos sus juguetitos para meterse en sus laboratorios. ¡Bendita crisis, Jeffrey! ¡Cuánta felicidad nos ha aportado! Estuve allí el fin de semana pasado, con mi mujer y es alucinante. Ya verás, vas a vivir de puta madre. Y ya sabes, no tendrás problemas de chicas, llevamos un buen cupo.

Tras una risita ridícula hubo un silencio.

- Aquella tonta se pasó de lista y ya sabes cómo acabó. Se lo buscó. Lástima, tan joven y se suicida.

Se tapó la boca horrorizada. Hasta ahora todo le pareció una historia irreal, pero esto era ya algo más peligroso. Estaba en juego un secreto, en el que no todos podrían entrar y aquellos que lo descubrieran pagarían con su vida. O esta valdría tan poco que desearían morir.

- Jeffrey, coge un puro. Celebremos el próximo día D.
- Señor, ¿cuándo lo comunicará el vicepresidente?
- Bueno, todo está preparado para el 25 de abril. La fecha se comunicará para los miembros del club camuflada en el discurso que dará informando sobre los datos del paro. Cuando diga, ha aumentado un 4%, será la hora y en otros detalles dará el lugar.
- Señor –contesta Jeffrey soltando un soplido-, ¡qué buen puro!
- Jeffrey, allá podrás fumarlos donde quieras, vamos al paraíso, sin nuestras normas, sin nuestro control, sin nuestras leyes y restricciones, sin nuestros juegos y chantajes, ni amenazas, un mundo lleno de placeres y libertad. El infierno debe seguir aquí para que nosotros podamos vivir allí como dioses. ¿Crees que soy malo, Jeffrey?
- Señor, por favor, las personas inteligentes como usted son muy necesarias.
- Vamos, vamos Jeffrey, no me pelotees, ya sabes que te vienes con nosotros.
- Es un honor el que usted me hace.
- Inventamos conflictos y enemigos y nos los quitamos del medio sin más. Cuando nos conviene los hacemos invisibles y los linchamos ante la opinión pública si es eso lo que nos conviene. Verdades entre mentiras, creamos la duda, la incertidumbre. Generamos impotencia, inseguridad, inventamos odio o reforzamos los que están y conseguimos la indefensión aprendida. Querido Jeffrey, si lo llegamos a planear no nos sale mejor. Contamos con el mejor ejército que jamás se haya tenido, sólo con imágenes y sonido y pocas palabras colocadas estratégicamente y voilá, todo bajo control. Si se descoloca alguna pieza se distrae al personal, se deja de hablar, se busca tema y la gente como si nada. Se lo traga todo, todo, todo. Oh, Jeffrey, siento el orgasmo del poder total.
- Señor, es usted como Dios.
- Querido, ¿quién es ese?

Y volvió a soltar esa carcajada entre ridícula y prepotente que le heló la sangre, sintiendo un escalofrío. Sabía a pesar de su ignorancia, que estaba siendo testigo secreto de algo de suma importancia. Una realidad peligrosa que se movía entre la gente como un gas tóxico sin olor, ni sabor, ni color que provocaba muertes, a veces físicas, a veces no, pero que iba destruyendo la vida por la avaricia de unos pocos. Iluminados, cegados de poder.

- Hijo de pu…

Se tuvo que morder la lengua. Se escuchó cerrar la puerta. Aguardó aún varios minutos. Tenía la cara tapada con las manos, ahogando un grito de horror. No sabía si creer lo que había escuchado y le parecía todo aquello una pesadilla. Aturdida, salió, pasó la mopa, secó los grifos que estaban llorosos y mojó los puros que habían dejado sobre la encimera del lavabo para apagarlos.

- ¡Qué desprecio a todo! – pensó - . ¡Qué gentuza! Y estos bestias son los que mandan. Dios mío, ¿por qué nos has abandonado a estas alimañas?

Se dijo hacia dentro mirándose al espejo. Las lágrimas poco a poco brotaron de sus ojos y acabó en un sollozo ahogado con el agua que echaba sobre su cara.

Cuando recogió fuerzas de todo su cuerpo, con precaución salió de allí. A duras penas acabó la jornada. Cuando llegó a casa se lo contó todo a su marido, a borbotones. Lo soltó todo.

- Eso son tonterías, estarían contando alguna película.

Y le quitó importancia

- ¿Qué crees, que soy tonta?

Le insistió, le lloró, le suplicó que la creyera. Al final la abrazó, la comprendió, pero la miró a los ojos y le dijo

- ¿Qué podemos hacer, pobres de nosotros? ¿Quién nos va a creer? ¿A dónde podríamos ir que nos tomen en serio?
- A un periódico
- ¿A un periódico? ¿Estás loca? ¿Qué crees, que esta gente no controla los medios de comunicación? ¡Qué ingenua eres! Entrarías allí, contarías todo, se reirían en tu cara y a las pocas horas alguien llamaría a casa y no quiero pensar qué sería de nosotros.
- Bueno, pero ¿alguna persona decente habrá por ahí, no?
- Sí, claro, pero ¿quién? No se distinguen por la ropa. Ni llevan ningún distintivo. Es jugársela a una sola carta. O ganas o pierdes. ¿Te fías de esa gente?
- No, no puedes imaginarte el miedo que pasé allí temiendo que me descubrieran en cualquier momento.
- Pues entonces, no podemos hacer nada.
- Pero habrá alguien, un lugar donde acudir, ¡qué se yo! A una ONG, a los indignados, a la Iglesia,
- Cielo, cielo, tranquila, cálmate, no empieces a decir tonterías. La Iglesia es una empresa más de esta gente. Han mamado de la misma teta. ¿Los indignados? ¿Cuáles, esos chavales que se reúnen en las plazas?  ¿Los que se concentran para apoyar y proteger a unos desgraciados de un desahucio? ¿Crees que ellos tienen fuerza para ser tomados en serio? ¿Y de una cosa así que parece ciencia ficción? Creo que estamos ante una realidad demasiado grande para nosotros. Demasiado peligrosa, y demasiado increíble para descubrir este gran secreto.
- Pero yo no puedo vivir con esta verdad callada. Como si nada hubiese ocurrido. ¿Sabes cuántas personas sufren en este mundo por culpa de estos sinvergüenzas, por estos monstruos?
- Pero, ¿qué podemos hacer nosotros, pobres inútiles, frágiles e indefensos? No somos ningún David ante Goliat que podamos vencer. Mi vida, somos el primer desgraciado que sucumbe a las fauces del tiburón como en aquella película. Somos basura para ellos, peor aún, somos una pequeña hormiguita, nos estrujarían con su dedo pulgar y no conseguiríamos más que perder la vida.
- No puedo, no puedo – decía moviendo la cabeza-, no puedo permanecer como si nada. Mucha gente lo pasa mal, muere, están sujetos a su voluntad. ¿Sabes lo que decían? Que les da lo mismo hacer una crisis que una guerra, sólo quieren dinero para sus placeres, sufra quien sufra, caiga quien caiga.
- Pero sólo has escuchado a uno de ellos. De este monstruo desconocemos sus patas.
- Paco, es una pesadilla. Pero, ¿en manos de quién estamos?
- Mi amor, vamos a la cama, quizás mañana lo veas de otro modo. Lo que sí vas a hacer es despedirte de la empresa, tengo miedo por ti.
- No, quiero verlos cerca, quiero investigarlos. No me quedaré quieta, no puedo, no debo.

Dejó la novela sobre la mesilla de noche. Estaba interesante la historia. Pero era demasiado tarde y estaba cansada. Mañana terminaría. Deseaba saber cómo acababa todo.

Por la mañana, en el desayuno, escucha las noticias. Es 25 de abril, el vicepresidente del gobierno está hablando sobre el paro.  Vaya, ha aumentado un 4%.

Aquel tipo soltaba un rollo:

- Tendrán que comprender los trabajadores que si es preciso, habrá que estar dispuesto a ir donde sea necesario, hasta…

Y acabó ella la frase

- Laponia.

Se le atragantó la tostada y quedó paralizada con el café en la mano.

- ¡Dios! pero ¿qué significa esto?