jueves, 31 de mayo de 2012
miércoles, 30 de mayo de 2012
Oscuridad
Al fin trajo la noche la oscuridad en la habitación. Hacía un año que vivía con la hija y tenía la delicadeza de irse a la cama temprano, como le decía con esa voz cansada y esa pose aún más cansada, regalándole la ilusión de esta necesidad, cuando en realidad lo hacía para dejarla tranquila con su marido con esa intimidad tan natural que tienen las parejas cuando llega la noche y los cuerpos se relajan frente al televisor en ese juego tácito de un deambular entre las cadenas con la simple intención de sumergirse en ese atontamiento previo al sueño.
Le habían dejado la habitación del piso de abajo que estaba al fondo en la cocina y que fue antes de que él la invadiera el comedor familiar. Sintió profundamente los cambios que sin querer tuvo que provocar en las rutinas y en las mudanzas de la casa, él que de tan prudente a veces pecó de desagradecido, pero tanto le insistió la hija y vio en ella la sinceridad necesaria y suficiente para que a su pesar abandonara la triste soledad de su hogar. Su hogar, aquella ruina de casa donde quedaron tantos recuerdos cuando el destrozo cruel pero inevitable provocó en su vida la muerte de su amada esposa.
Ahora se quedaba en el dormitorio con las luces apagadas para que su hija no viera la luz encendida y, aunque quizás entendiéndola, se enfadara con su mentira. Descorría las cortinas para que la claridad de la noche entrara en esa aún más enorme oscuridad de la habitación, como en una metáfora, los rayos de la luna o el fulgor de alguna estrella más intensa, iluminara ese pozo profundo y oscuro de su tristeza. Así en esa penumbra agradable, íntima y secreta se quedaba sentado al filo de la cama inmóvil tanto por convencimiento como por rigidez muscular, observando en las sombras del patio que se dibujaban en el suelo el ritmo sosegado y onírico de las ramas de un árbol. En ese mecer de ramas y el sutil movimiento de sus pequeñas hojas, imaginaba duendes o pajarillos que probablemente permanecían ya dormidos entre los recodos de la copa. Parecían saltar como una pequeña población viva y alegre de seres que se mostraba como en un descubrimiento frente a sus ojos. Era quizá como se sentía ya en este mundo, como un observador del continuo bullir de la vida donde él sólo miraba para poder reinventar aquellas sensaciones, aquellas imágenes que él intuía también haber vivido o tal vez no fuera más que una mezcla entre lo que fue y creyó ser, una alquimia entre realidades interpretadas, sueños imaginarios, fidelidad a los hechos reales y oníricos, confundido en esa contradicción y paradoja que tiene la vida donde el hombre pasa sin tener claro cuál es la verdadera existencia, qué es cierto y qué no lo es, dónde radica y persiste el enigma que intuimos de la verdad.
Permaneció un tiempo, no sabía bien si largo o corto, en este recreo hasta que tuvo la necesidad de cubrirse con una pequeña manta que se hallaba sobre los pies de la cama, la misma que también le servia para echarse sobre las piernas, cuando sentado en el sillón del salón se quedaba de día entonces dormido.
Siguió mirando a través de la ventana cómo avanzaba la noche, cómo describía aquella oscuridad con otra forma de luz el avance de los astros en el cielo. Los calambres en las piernas le obligaron a tenderse pero reposó la cabeza hacia los pies de la cama para poder seguir mirando en un sin ver, porque aquel contexto no era más que un escenario que soportaba como un bello encuadre toda la escena que se desarrollaba en su cerebro. Entonces, poco a poco, como la excitación entra en nuestros cuerpos ,comenzando en un leve escalofrió, recorriendo en sutil roce nuestra piel, iba sumergiéndose en ese mundo tan intenso y real donde se encontraba con ella y, como cada noche vivían su pasión con la misma intensidad de los primeros encuentros, cuando los cuerpos aún no presentados comienzan ese íntimo conocimiento o reconocimiento, pues es un revivir de las emociones primigenias, tanteando recorridos que se continúan o abandonan, amplificando y haciéndonos conscientes, como la luz de un foco sobre un objeto, en esos momentos del sonido que hace el aire al entrar y salir de nuestros pulmones y se descoloca el corazón de su sitio y siente su pálpito ahora en el pecho, ahora en aquellos espacios que sólo recorremos cuando buscamos el placer.
Cuando llegaba la mañana, la luz de nuevo describía los objetos del espacio y el armario volvía a ser el mismo armario, con sus oscuras vestimentas; la silla, el mismo soporte para sus reposadas ropas que cuidadosamente dejó preparadas la noche anterior. La cama apenas deshecha, los dos pequeños cuadros con esas imágenes cursis y bucólicas de unos niños sentados en un prado y una bonita casa allá en lo alto del pequeño montículo, más bien apenas una mínima elevación del terreno. Las ramas eran lo único que aún permanecían en esa especie de irrealidad pero tremendamente por el contrario, real para él. También el sol las incorporaba en el suelo con otro tipo de sombras a la luz intensa y amarilla distinta a la luz blanca que acompañó a la noche.
Se cambió de ropas y cogió la limpia, se calzó los zapatos, se acercó a la ventana y saludó al día. La mañana, aunque fresca, prometía la bonanza primaveral, que él pasaría sentado en su sillón, viendo entre despertares y sobresaltos el bullicio, generado por las rutinas cotidianas, sintiendo esa atención siempre tierna pero a la vez tan ausente de aquellos que deambulaban de aquí para allá, cuando el mínimo espacio que dejaban sus párpados diluía esa realidad ficticia para él, sin embargo al parecer tan intensa e imprescindible para los otros. A ese mundo alguna vez también perteneció. Ellos hablan a veces bajito para no molestarle o para hacer pequeñas quejas, es que quiero ver la tele y el abuelo está siempre durmiendo. Entonces él cree que un impulso generado tal vez por algún sueño, le hace levantar y va a darse una vuelta por el barrio. Es un andar lento, un cargarse de pequeñas dosis de experiencias distantes con el desprendimiento que se tiene hacia lo que se siente ajeno. Un saludo a alguien conocido, un girar de aquí para allá, recomponiendo itinerarios de colores, gente, coches, ruidos... Hay que cargar las pilas, le dicen, y lo que él hace es incorporar esos olores, esa canción que sale y viene de algún lugar, ese rostro, ese reconocido piar de los gorriones, esa explosión de los tamarindos, que tanto ensucian las aceras, y sin embargo desprenden esa agradable esencia. Sensaciones que guarda en su caja torácica donde siente que guarda sus recuerdos que incorpora cada noche al escenario de su habitación.
Algún día dirán, se ha muerto el abuelo, acaso ignorantes de su abandono. Hace tiempo que ya dejó este mundo, primero se fueron los sentidos; apenas veía, poca utilidad ya tenían las gafas. Dejó de oír algunas palabras o entendiendo otras, hasta que a veces se le veía ausente pero ocurría que las conversaciones eran tan sólo un hilo continuo de sonidos inconexos e incongruentes. Del gusto y el olfato, pareja indisoluble, recuerda que fueron los últimos que le abandonaron; galletas o leche, garbanzos o fideos, pollo o croquetas, todo se convertía en jugo impreciso. Vino después la falta del sentido común, al menos así creía cuando los demás no comprendían sus cosas. Hasta llegar al fin a este maravilloso estado, tan verdadero, tan especial, tan real. Y utiliza ese calificativo para hablar con el lenguaje de los vivos, que algo es menos fiable si hablando no se le concede; así quedaría desterrado a ese inframundo de lo inservible, como aquellas noches para él tan intensas.
Volvía después sobre sus pasos en ese caminar desprovisto de intenciones, con el único objetivo de regresar. A veces miraba distraído la imagen paciente de los pasajeros a la espera del autobús, que contrastaba con la urgencia de los que iban de un lado para otro como en una búsqueda sin sentido, que tal vez sólo encuentran en la oscuridad de sus habitaciones.
De lo que queda
Hace un mes que el abuelo
falleció, las pocas pertenencias y algunos ahorros se iban a repartir entre los
familiares más cercanos. Él solicitó el maletín de cartón duro que el abuelo
guardaba arriba del armario y que de vez en cuando, bajaba y ponía sobre la
cama, para echar un rato de nostalgia. Ratos que, más de una vez, había
compartido con él, contándole historias que le parecían tan extrañas y como de
otro mundo, muchas veces dudaba de las anécdotas que le relataba y no sabía
bien si efectivamente eran parte de su historia o sólo producto de su senil
mente.
Siempre la visión de aquellos
recuerdos, acumulados en aquel pequeño maletín, tan avejentado, como el abuelo,
compañero de sus trayectorias y símbolo aún vivo de su memoria, le transmitían
una mezcla de curiosidad y ternura. Resultaban como un espejo de la imagen que
tenía de este viejo hombre, venido de tan lejos que, con voluntad, trabajo y
dignidad le habían colocado en estas frías tierras, con un bagaje, del que se
negaba a prescindir, pero sin olvidar lo que también debía agradecer a aquellas
gentes tan distintas a veces y sin embargo tan cercanas. Aunque, cuando, a
veces, le escuchaba, mostrándole fotos, billetes de tren, alguna correa de un
ya inexistente reloj, le parecía todo tan alejado de su abuelo, tan ajeno a su
actual vida, que más pareciera pertenecer a otro hombre, quizás a una invención
del abuelo para darse importancia con un pasado aventurero.
Él era el último nieto, sabía de
su origen español, pero, a parte de esos momentos de confidencia, compartiendo
con él su memoria, no tenía más referencias que hechas en las comidas de
domingos y fiestas, así como alguna que otras salidas y viajes con la familia;
que atrás fueron quedando, a medida que fue haciéndose mayor y comenzó su
independencia.
Cuando, de vez en cuando, en
algún que otro encuentro, iba observando que el abuelo se estaba haciendo más
viejo, temió que desapareciera habiendo desperdiciado más momentos con él,
presintió perder parte de su memoria, que parte de ese hombre también le
pertenecía, también se hallaba en él y tuvo la necesidad de acercarse más a su
vida.
Vivía dos calles más abajo, así
que algunas tardes, con o sin pretexto, se presentaba en casa de sus abuelos.
Cada vez, irremediablemente, tenía que soportar la retahíla de preguntas propia
de las personas de cierta edad, y sobre todo, y especialmente, la de sus
abuelos que, aunque, bien adaptados al progreso, conservaban en ciertos
aspectos detalles muy característicos de su cultura: “qué, Yuri, ¿cómo andamos
de novias? Que te estás haciendo mayor, y la mamá no va a durar siempre”.
“Abuela, que todavía soy muy joven, ya habrá hora para formar familia”. “Adela,
deja al chico, lo que tiene que procurar es asegurar su futuro, y, entonces,
buscar una buena chica y a darme biznietos, a los que pueda seguir contando mis
historias”. No sé si por costumbre, o por falta de memoria, este interrogatorio
lo repetían una y otra vez en cada encuentro; era cansino tener que contestarle
siempre lo mismo, así que a veces deseaba poder darles por fin una respuesta
afirmativa y poder pasar a otras, porque vendrían otras seguro.
Recordó lo que le contó su madre
cuando, mirando una foto, donde estaba mamá con los abuelos, siendo un bebé. La
fotografía de un crudo invierno de Rusia. El nunca fue el típico andaluz,
siempre decía que se sentía muy ajeno a aquellos tópicos, cuando en ciertas
ocasiones, se reunía con la comunidad de andaluces que había por allí, a veces
le molestaba el alarde de identidad cultural de sus compatriotas. Él, que era
un hombre que, aunque sociable, era más dado a los paseos solitarios, huía de
los bullicios y, aunque opinaba que era andaluz porque simplemente nació allí,
sí que reconocía que, inevitablemente, habría heredado toda una genética
cultural, además de un acento que los años y la mezcla de un idioma distinto,
no eliminó totalmente.
Su madre le explicó lo duro que
fueron sus comienzos en este país que acabó sintiendo tan suyo. No sólo fue el
idioma, que el apoyo de otros que se encontraba en la misma situación
suavizaron las dificultades. Aquellos primeros años fueron especialmente duros
con una niña pequeña, buscar un trabajo, una casa, hacerse un hueco en aquella
sociedad. Él, que nunca había salido más allá de Sevilla, algunos viajes a las
playas de la costa gaditana y el viaje de novios a Granada.
Allí se veía en un país tan
lejos, tan desconocido, la única historia era la que la enciclopedia le dio
tiempo a aprender, y la que la vida le enseñó, que lo convirtió en el hombre
que era, un hombre que amaba la libertad y que respetaba tanto al que tenía al
lado, que, por no molestar, pecó más de una vez de no tener interés.
Echaba de menos aquellos días en
los que se sentía melancólico, la luz de su tierra, el olor de azahares cuando
llegaba la primavera, el sabor de los guisos, de la brisa con olor a salitre de
aquellos días de verano. El contraste de luz entre Sevilla y Cádiz, esta última
que el reflejo del mar le hacía más estridente; recordaba las aceras manchadas
de tamarindos, la vida en la calle, la sensación tan agradable cuando venía el
buen tiempo, de desprenderse de camisetas y calcetines. Salir por la noche
aquellos días de calor y sentir la bocanada de aire caliente, eso, inimaginable
por aquellos lugares de dios. Hablando con su madre, que creció en aquel hogar
ya totalmente adaptado, mantuvo el idioma de sus padres, con grandes errores
ortográficos y de dicción. Cuando tenía aquellas charlas, siempre le hablaba en
español, y en casa, aunque iba siendo cada vez más difícil preservar ese
idioma, se hacía necesario, para poder entender a los abuelos en sus
discusiones y conversaciones de las reuniones familiares.
Había heredado el aspecto de su
padre, pero por carácter se sentía identificado más con su madre y sus
antecedentes españoles.
Aquella tarde de abril estaban
los recuerdos aún frescos del funeral del abuelo y el cielo soleado, los
árboles en el apogeo de floración concentraron los elementos suficientes para
que su ánimo se sintiera preparado para ver, en esta ocasión, ya solo, aquellas
pertenencias del abuelo. Cerró la ventana pues la tarde refrescaba y con cierto
pudor por entrar así, sin su presencia, en su vida, le intimidaba y le hacía
sentir como si entrara en lo más profundo de sus secretos.
De todo el material que allí se
encontraba, sólo reconocía algunas cosas y alguna que otra foto de mamá cuando
era pequeña. Sin embargo, ahora estaba con la maleta abierta y, frente a él, la
memoria del abuelo en sus manos. Leía con atención una carta de su bisabuela,
con el ritual de presentación tan poco usual de aquellos tiempos “…espero que
al recibo de ésta, estéis bien, nosotros bien, a Dios gracias…”. A pesar de la mala ortografía
y ese lenguaje retorcido, su conocimiento del idioma fue suficiente para
entender el sufrimiento que aquellas palabras llevaron a mi abuelo. Aquella
carta, cuyas líneas pasaban de algo tan dramático como el anuncio que a su
hermano lo habían llevado al campo de concentración de La Almadraba, como le
comunicaba la boda de su hermana que consistió en pasar por la iglesia y con
algunos familiares tomar algún queso, chorizo, aceitunas y vino blanco, sin
mucha fiesta, que los ánimos no daban para más. Aquella otra carta, que le
agradecía al abuelo el envío del dinero para poder pagar la deuda con el
colono; la foto de Antoñito, el hijo del tío Antonio. Estuvo leyendo cartas y
cartas, el anuncio de la muerte de la tía Concha, por cáncer, que tanto afectó
al abuelo, alegrías y tristezas del avance de la vida.
Sus estudios en la facultad
estaban en ese punto donde es necesario obtener más formación con alguna beca
en el extranjero, y tuvo claro dónde iría. Llegado el momento preparó la
maleta, estuvo los meses anteriores mejorando su español, y aquella mañana de
mayo, cogió el avión rumbo a España. Llegaría a Madrid, desde donde seguiría el
vuelo hacia el lugar que vio nacer a sus queridos abuelos; aquel lugar que sólo
vio en fotos, que sólo sintió con las emociones ajenas, que sólo imaginó con
las cosas que ellos le contaban. Al salir del aeropuerto, le impactaron dos cosas,
el color del cielo y su luz, y el olor fresco a flores del campo.
Cogió el taxi, dándole la
dirección de la residencia donde ubicaría su estancia esos seis próximos meses.
Tenía todo un verano para conocer y experimentar por él mismo aquellos lugares
que en la memoria del abuelo aparecían tan lejanos, pero estaba seguro de poder
sentir aún más vivamente aspectos tan íntimos de aquel ser, tan distinto a él
que, con sus historias, alimentó una identificación con todo su mundo, de un
modo tan intenso que más de una vez sintió ya ser parte de él.
Cogió la foto del Prado de San
Sebastián, el blanco y negro, la ausencia de edificios, que ahora aparecían
ante sus ojos, la gente, los coches, era ver un paisaje que sólo en algunos
elementos le decía que seguía siendo el mismo, pero aquel lugar era ya otro,
era ver, con la mirada de otro, un mundo tan distinto, otro mundo.
Las calles estaban llenas de
gente, un tráfico intenso, los autobuses turísticos hacían su recorrido por los
lugares más típicos, y los tranvías, en un intento de volver a otra época,
falsificaban con su imagen de progreso la estampa.
Su abuelo, tan atípico andaluz,
sí que le hablaba de la alegría cuando llegaba la primavera, la vida en la
calle, la gente sacaban las sillas y se sentaban en a las puertas de sus casas.
Aquello le parecía una idea motivada por la añoranza, más que por la realidad,
pero ahora podría comprobarlo, seguramente con enormes cambios, persistía esta
sensación de bulliciosa alegría.
Pronto hizo de amigos y buscó,
como es natural, relacionarse con los autóctonos, por aquello del idioma, pero
esto, que parecía lo normal, equívocamente solía pasar lo contrario, cada oveja
con su pareja, y, al final, teníamos franceses por un lado, alemanes por otro,
y bueno, rusos, la verdad es que no había muchos. A él, sin embargo, le
motivaban otras razones y quiso acercarse a la cultura de su abuelo, de su
esencia.
En una de aquellas tascas, con
sus terrazas en plena calle, con cerveza fresca, la gente hablando alto y
rápido, a las que costaba entender, las chicas, con ese aspecto tan racial y
fue allí, en la Plaza
del Salvador, donde quedó con amigos y apareció ella. Hizo lo posible por
acercarse, hasta que lo consiguió. Era una chica morena, de grandes ojos
oscuros, alegres y simpática, que hacía cómoda la presentación. Sin miedo a los
silencios. Era gaditana y, en un intento de crear complicidad hizo comentarios
de las playas, robando los recuerdos del abuelo, provocando en ella la risa por
lo desfasado de sus conocimientos. No fue la única ocasión que tuvieron para
hablar, porque, a partir de aquel día, compartieron viaje en ese intento de
recorrer aquellos lugares de su memoria heredada.
Los seis meses se iban acabando y
se contaban por un par de semanas el escaso tiempo que le quedaba allí. Habló
con profesores y tomó la decisión de hacer la tesis, con ello alargaría su
estancia allí. Su llegada, tan diferente a la de su abuelo, sus viajes, tan
distintos, y sin embargo, el círculo se cerraba así. Un ruso libre que
libremente viaja, que no deja atrás nada, que irremediablemente no pueda
retomar con menos miedos y limitaciones, y con las circunstancias tan
diferentes. Pretendía unir aquellos recuerdos de la maleta vieja, con la vida
que él ahora vivía para entrar en comunión con aquella parte de sus ancestros,
que corría por sus genes, ¿qué es el hombre sin memoria? Menos aún que un
animal. Sacó de su bolsillo la foto descolorida, aunque bien cuidada, de la
torre y el río al fondo y, en primera línea, ellos, los abuelos, con sus
tímidas sonrisas solícitas, sus ropas alegres, sus rostros frescos, juveniles,
felices y atrapados para siempre por el clic de la cámara.
No se sentía integrado
No se sentía integrado en la sociedad, a veces preferiría
haber sido una pulga, una cucaracha o una rata, pero tuvo que conformarse con
ser sólo un bicho raro.
Másha
Llegó hasta aquí desde las frías tierras de Eslovaquia. Vino
con su pareja hace ahora dos años. Él encontró trabajo en una empresa de
mantenimiento, ella, limpiando en una casa. Entre los dos reunían el sueldo
suficiente para vivir colmando las expectativas con las que emprendieron aquel
arriesgado viaje. De este nuevo lugar desconocía todo, sus costumbres, su
clima, su gente, y sobre todo, su idioma. A medida que fue aprendiéndolo,
también iba comprendiendo todo mejor, porque una lengua siempre es mucho más
que reconocer palabras.
Las cosas fueron empeorando, el trabajo se volvió más
precario y el jefe de su marido amenazaba con el despido si las cosas no
mejoraban. Aquellas amenazas se cumplieron y de nuevo cada mañana éste buscaba
chapuzas pateándose la ciudad. La situación se había complicado precisamente
ahora que Másha había quedado embarazada. Al menos los señores de la casa no le
habían puesto pegas para seguir trabajando. Por seiscientos euros llegaba a
siete y media de la mañana daba el desayuno a los hijos del matrimonio y los
acercaba al colegio. De vuelta seguía con su tarea hasta después de bien
entrada la tarde, cuando los bañaba y les preparaba la cena. Para entonces sus
padres ya habían llegado y jugaban un rato con ellos antes de acostarlos. Así
todos los días. De lunes a viernes, excepto los sábados que los tenía libres y
el domingo que sólo iba por la tarde para prepararles la cena a todos. Acostaba
a los niños y mientras sus padres les contaban un cuento, ella aprovechaba para
recoger la cocina, quitarse la bata, meterla en una bolsa y, al fin, la jornada
había terminado. Siempre rechazaba la amable invitación a cenar con ellos.
Prefería llevarse la comida preparada para hacerlo en casa con su marido.
Bajó cansada y distraída los tres pisos del edificio. Le
dolían las piernas y la espalda pero, al salir del portal prefirió hacer el
camino andando en lugar de tomar el autobús que, seguramente, iba abarrotado a
estas horas. Además la noche lucía hermosa y había una brisa fresca cargada de
aromas primaverales. Al pasar por un kiosco de prensa quedó mirando las
portadas de las revistas, los coleccionables… Llamó su atención el titular de
un periódico que se repetía en casi todos los demás. Una ministra atendía sus
funciones sin descanso tras su reciente maternidad. Recordó también aquella
otra política francesa que volvió al trabajo a los pocos días, totalmente
recuperada de una cesárea. ¿Cómo lo hacían estas mujeres? ¿Qué mensaje sutil
transmitía aquella noticia? La opinión pública en general valoraba a aquellas
mujeres liberadas de viejas servidumbres maternales y era esto lo que se
esperaba de todas las demás.
- Si ellas pueden, ¿por qué no tú?
Es fácil dejarse engañar, pero no todas cuentan con las
mismas facilidades.
Continuó caminando despacio, casi paseando, con más peso
sobre sus piernas como si sus pensamientos se hubieran echado sobre su espalda
como un saco de piedras. Miraba los escaparates y las gentes con las que se
cruzaba y, sin saber bien por qué, sintió ganas de llorar aunque a pesar de
todo era feliz. El ambiente y la noche animaban a un estado placentero pero le
dolía todo el cuerpo y le quemaba en lo más profundo de su ser ese futuro
incierto. Habían llegado hasta aquí para mejorar sus vidas y ahora no sabían
cómo iba a poder afrontar esta bella aventura. ¿Cómo lo cuidaría? ¿Cómo
disfrutaría de verlo crecer? No deseaba para su hijo lo que veía en la casa
donde trabajaba, unos padres siempre ocupados.
Sus piernas protestaron y el cansancio la obligó a continuar
el camino en autobús. En la marquesina la foto de un bello cuadro anunciaba una
exposición. Desconocía su autor, y la escena, de otros tiempos, representaba a
unas mujeres trabajando en una fábrica de tabacos. Sorprendía ver, mezcladas en
esa actividad, a dos trabajadoras con sus bebés en los brazos. Reflejaba una
situación cotidiana. Quedó largo tiempo admirándolo. Fue consciente de su
abstracción cuando vio que se marchaba su autobús. Ahora quedó sola en la
parada y ahora ya no pudo evitar romper a llorar. Veía los coches correr por la
avenida a intervalos frenados por los semáforos. La gente en las terrazas
charlaban en voz alta, comían y bebían. El mundo le parecía, sin embargo, más
hostil. Cuánto había mejorado éste desde aquellos tiempos, aunque quizás… no para
todos
miércoles, 23 de mayo de 2012
jueves, 17 de mayo de 2012
Metió la mano en el bolsillo
Metió la mano en el bolsillo
izquierdo buscando unas monedas para comprar un paquete de chicles. Hacía un
par de meses que se había separado, y aún las paredes de la casa le oprimían
con tanta soledad. Giró calle abajo, paseando tranquilamente, se acercaba el
invierno y la noche era fría y húmeda. El relente caído impregnaba en el
asfalto un brillo especial, creando con las luces de farolas y letreros
fluorescentes una combinación verdaderamente llena de gran belleza. Siguió
masticando los pensamientos al mismo ritmo que machacaba el chicle, cada vez
con menor sabor y mayor dureza, “igual que la vida”, pensó. Torció a la
derecha, y en la esquina de Menéndez Pelayo y la calle Júpiter se encontraba
una cafetería donde más de una vez tomó café. Miró hacia dentro y el ambiente
reflejaba calidez frente al frío externo. De pronto, en una mesa lateral, al
lado de los grandes ventanales, estaba ella con un grupo de amigos, se la veía
feliz, sonriendo con aquella bonita sonrisa que seguramente enamoraría a otro
del mismo modo que le enamoró a él. Esquivó rápidamente la vista, no fuera a
verle y pensara que andaba observándola, aunque la hora le protegía, era más
fácil ver de fuera a dentro que al revés, él estaba en penumbra y ella, a plena
luz. Cuando sus pasos le fueron retirando de aquella imagen nostálgica intentó
cambiar de pensamiento planeando algún proyecto para el fin de semana, pero
unas ganas enormes de llorar estrangulaban su garganta y decidió, antes que
llorar en público, volver a casa rápidamente. Subió la cuesta de Higuereta,
aunque, le alejaba más, la tranquilidad de la zona le protegía de las miradas
ajenas. Estos razonamientos fríos y calculadores fueron consiguiendo salvarle
del humillante desahogo, antes de llegar a la intimidad protectora del hogar.
El ascensor estaba otra vez estropeado, y aún le quedaban cuatro tramos de
escalera con sus siete escalones cada uno, en los que el peligro aún acechaba
si algún vecino se le ocurría, en ese momento, salir y verle lacrimoso
inspirando terriblemente su compasión. No era eso lo que quería precisamente,
pues hacía ostentación, por lo general, con el vecindario de haberse adaptado
perfectamente a la nueva situación, hasta un tanto liberadora que pretendía
representar. Para cuando llegó a la puerta, que aún tuvo que esperar a abrir,
pues no encontraba las llaves hasta que las localizó en el bolsillo trasero del
pantalón, cosa extraña, pues siempre las metía en el derecho de delante. El
silencio de la casa y su espacio vacío le abofeteó así que encendió inmediatamente
la tele, zapeó un rato hasta dejarlo en un programa de humor. Fueron todas
estas cosas las que al final le alejaron totalmente el sentimiento depresivo
que lo trajo urgentemente aquí. Decidió prepararse algo de cenar y sentarse a
ver el animado programa. Puso la bandeja en la mesa del salón, cogió la mantita
y se tendió cómodamente, con una agradable sensación de bienestar. Las lágrimas
asesinas se fueron diluyendo con los pasos cotidianos de la vida, hoy había
conseguido vencerlas, puede que otro día lo sorprendiera desprevenido. Hoy no.
domingo, 13 de mayo de 2012
La crisis
Acababa de sonar el despertador, por eso aún se removía
entre las sábanas cuando escuchó un fuerte golpe en el cristal de la ventana.
Se levantó sobresaltada. A tientas buscó con los pies desnudos las zapatillas,
y el frío suelo la sacó definitivamente de la somnolencia entrando directamente
y sin preámbulos en el mundo real.
Lo que fuera que había chocado en su ventana había dibujado
en finas líneas un sol quebrando la lámina transparente. Aquella noche había
dormido sola, él estaba de viaje, de vez en cuando hacía esas escapadas como
maliciosamente ella llamaba a sus viajes de trabajo. La habitación estaba fría
esa mañana, o tal vez era su mal despertar, o quizás su mal dormir. Cada vez le
resultaba más difícil aquella situación de soledad, aquella distancia continua
que poco a poco iba instaurándose en su relación.
Abrió la ventana, el sol de la mañana le dio directamente a
la cara, como una bofetada sintiendo el ardiente picor en sus mejillas. Se
inclinó mirando hacia abajo, buscando en la acera el arma homicida. Y allí
yacía gris y blanco sucio aquel pequeño bulto de plumas. Una paloma, pensó, le
pareció que aún estaba viva, pero fue una fugaz ilusión, provocada por el aire,
que, además de los papeles del suelo, removía aquel sucio plumaje. Por si no estuviera
su ánimo lo bastante decaído, la visión de aquella paloma muerta la sumió
irremediablemente en un estado de pesadumbre y tristeza. Como punto a punto
iban tejiéndose en su mente uno a uno los pensamientos negativos.
Él, tan lejos, la casa tan fría, su corazón tan solitario,
la muerte del pobre pájaro, la vida tan vacía, las noticias de la crisis. ¿Qué
llevó a la paloma hacia ese horizonte plano? ¿Qué reflejo le atrajo, estampando
sus deseos por alcanzarlo? ¿Fue un suicidio tal vez, o acaso todo lo contrario?
¿Un intento de conseguir la liberación, la culminación de un deseo, la más
auténtica manifestación de vida? Pensaba estas idioteces asomada a la ventana,
sin mirar a nada en concreto, por eso, cuando fue al baño, y vio su reflejo en
el espejo, sus mejillas estaban sonrojadas, pensó, por qué ella había ofrecido
la otra mejilla. Se sintió derrumbada. Volvió al dormitorio, cerró la ventana.
La imagen radiada del cristal roto parecía el dibujo de la viñeta de un cómic
con la voz de crack. Así se sentía, su mundo roto. Enfrentarse al día con la
que se venía encima. Desayunar con las mismas noticias del desastre económico,
engullir apenas sin saborear la dulce mermelada de la tostada que se amargaba
en su garganta, porque todo se rompía bajo sus pies, porque todo lo aprendido,
lo acostumbrado, lo habituado, aquellos proyectos que un día planeó, que
incluso llegó a alcanzar, aquellas ventajas hacia la felicidad, se iban cayendo
como los trozos cortados de un folio, como aquel que soporta la desesperada
manifestación de nuestros sentimientos y ahora sucumbía frágil a la fuerza de
nuestros dedos descuartizándolos.
Crack, esa caída de ave sin vida, de los planes de nuestra
edificación emocional, de los principios y derechos, de los progresos
arrancados a la decadencia humana. Pero la utilización de estos elementos
maliciosamente manejados nos destruye y sin embargo, si ves claro, si la
transparencia es nítida, si deja pasar los colores, sin dibujar una imagen
falsa, imaginaria, creada por nuestra mente o por otras mentes, la realidad se
presenta clara y distinta, y un verdadero impulso surge para crecer y mejorar.
Las crisis son innatas en el ser humano, innatas y
necesarias, innatas, necesarias e inevitables. El único modo de progresar.
Observó el espacio que la rodeaba con la conciencia plena
distanciada de su ser. Vio los objetos, el espacio entre ellos, los vacíos
falsamente interpretados, vacíos pues llenos de aire, de otras vidas, unidos
unos a otros, dejando otros pequeños espacios habitables, los elementos que
configuraban su mundo. Y sintió su cuerpo, escuchando su corazón, sentía la
sangre correr por sus venas, saboreó el aire entrando por su boca, mezclado aún
con los restos del amargo café aún agarrados a sus papilas gustativas. Se
descalzó para sentir el frío suelo. En un impulso del aire saliendo de sus
pulmones brotó de su garganta un rotundo y enérgico “sí”. Era dueña de su
crisis, era la protagonista de su existencia. Tras la muerte hay una nueva
forma de vida. No iba a permitir vivirla sin dignidad, se sentía con fuerzas
para seguir luchando, poseía la verdad y no seguiría mintiéndose, ni dejarse
engañar.
Descolgó el teléfono, tras seis largos tonos, escuchó su
voz:
- Alfonso, debemos hablar.
Una mañana cualquiera
La mañana exhalaba ese aire exultante, efervescente de la
adolescencia del tiempo atmosférico. Antecedentes estivales, mezcla de calidez
y brisa fresca de los últimos días primaverales. Días que dejan intuir el
juvenil ardor, el clímax metereológico de la próxima estación.
Aún el cristal frontal del coche, allí donde no habían
llegado los rayos hirientes de un voluptuoso sol, se hallaba cubierto de una
fina agüilla y el rocío marcaba de purpurina un mar de flores en el campo, con
ese espectacular goce para todos los sentidos y también el común, el más
alterado de todos, lanzándote a una piscina de ilusión y esperanza que solía
secarse con la triste melancolía de los primeros días que ya advierten que se
acabó lo que se daba. Pasó el verano entre sofocos, viento de levante y absurdo
fluir vital, engañándote una vez más, porque la vida es lo que es, una sucesión
continua de días y noches, de días buenos y malos, de buenos y malos momentos,
un ir y venir de haceres y deshaceres.
El coche reaccionó con un ronco hablar al chispazo que
provocó la llave en el contacto. Dejó los niños en el cole como quien deja la
ropa en la lavandería, con la certeza de que te la devolverán limpia y
planchada. Metáfora que sólo nos sirve para el plano pedagógico, porque de este
espacio de formación de seres humanos suelen salir más bien guarretes y
desarreglados.
De vuelta a casa, se encontraba ante el desastre que se
extendía en el plano rectangular de la mesa, donde entre restos del desayuno
pululaban los botes de cereales, café y cacao, tazas y servilletas sucias; las
ropas abandonadas, esparcidas por las sillas y ese café maravilloso que ayuda a
disfrutar aún más la crujiente tostada. La televisión, con su dosis diaria de
temas políticos y sucesos. Sucesos a los que nunca llegaba hastiada ya de tanto
morbo, de tanto presentador frotándose las manos ante la perspectiva de
horribles asesinatos, corruptos e indeseables personajes. Noticias que ayudaban
a rellenar estas mañanas monótonas y tristes de la gente. De ella no. Ella aunque
triste no quería dejarse contaminar por tanta basura.
Cuando entró en el salón aquello parecía la entropía del
universo, donde distintas galaxias funcionaban dentro de un perfecto mecanismo.
Entre cojines y mantas revueltas se percibían tres mundos distintos, donde simultáneamente
la noche anterior habían quedado los restos de una orgía, el espacio de la
abuela y el caos de una avalancha de críos inquietos.
Recogió como pudo todo aquel desastre, puso el cd de un Bob
Dylan que parecía copiarse a sí mismo, aquella canción parecía Like a Rolling
Stone, sonaba parecido a Like a Rolling Stone, pero no era Like a Rolling
Stone. Cambió a un Van Morrison tal vez anodino hoy. No acertaba y aunque los
dos fueran sus cantantes favoritos, decidió no poner música.
En el dormitorio miró por la ventana, un par de mujeres
caminaban a paso ligero, un chico paseaba un perro enorme, algún coche cruzaba
el espacio de carretera que quedaba a la vista. Inspiró de nuevo el aire de
aquel espléndido día, como si sólo en ese momento hubiera decidido respirar, y
antes, sólo se mantuviera en un estado entre aletargado y vegetativo.
Llamaron a la puerta, era la vecina de al lado, agitada y
llorosa. La hizo pasar una vez más, siempre recurría a ella. Tenía quizás ese
don tan preciado y escaso que es saber escuchar. Sentadas en la cocina, le
relataba su gran tragedia, se había peleado de nuevo con el novio. Una vez más,
su impulsividad desembocaba en arrebatos de gritos que solían traspasar las
finas paredes de su tabique. Y es que él… y entonces yo… Y es que no sé cómo
controlarme. De nuevo la tranquilizaba y le aconsejaba lo típico que había
escuchado. No discutas cuando estés alterada, cálmate, cuenta hasta diez y
luego intenta poner las cosas en su sitio, dialogando y haciéndole saber qué te
ha molestado. Pero tranquila, sabes que cuando estallas acabas perdiendo los
papeles y después, ya ves, te sientes fatal y culpable. Después de este pequeño
tirón de orejas, le quitaba hierro al asunto. La recolocaba de nuevo en una
tranquila armonía, la desculpabilizaba, estimulaba su autoestima y la calmaba
con las palabras que sabía que quería oír. No te preocupes, ya sabes que cuando
vuelvas se le habrá pasado el enfado y os daréis cariñitos. Le sirvió una tila
y poco a poco acabaron hablando del maravilloso día.
La mañana avanzaba y el dulce aire cálido se fue
convirtiendo en un tórrido día primaveral. Escuchó el timbre sonar y sonar en
la puerta del vecino de arriba. Alguien se obstinaba en ser recibido y no se
resignaba ante una puerta cerrada.
Aún quedaban algunas cosas por hacer, y también algunas
horas. Al fin dejó de escuchar el timbre de arriba. Se rindió ante la evidencia
y ella siguió llenando el día.
viernes, 11 de mayo de 2012
martes, 1 de mayo de 2012
Abre los ojos…. y piensa
En un mundo inhóspito, donde desconocemos las alimañas
que nos acechan, no queda otra que unir fuerzas, para reconocerlas y luchar
enérgicamente contra ellas.
Merlovier
En
los servicios de la empresa, la empleada de mantenimiento escucha una
conversación entre el presidente de la compañía y un tal Jeffrey. Se encuentra
en el cuarto de la limpieza. Había dejado la puerta entreabierta mientras cogía
un estropajo del armario. Con la luz apagada, conoce bien el lugar por donde
trastea a diario y tantea con la palma de la mano. Los que hablan ignoran que
se encuentra allí. Espera dentro para salir cuando se marchen. Sería violento
si estuvieran en los urinarios. Está preocupada de que se den cuenta de su
presencia y permanece callada y oculta, no por cotillear, más bien por
vergüenza. Es una mujer sin estudios, pero comienza a entender pronto que algo
se traen entre manos. Algo que apenas comprende, pero que su imaginación intuye
secreto. Poco a poco la conversación toma unos tintes extraños, como de ciencia
ficción. Hablan de “partir al paraíso”.
-
Lo mismo nos montamos una crisis que una guerra, Jeffrey, así que no te
preocupes por los pormenores.
-
Señor, eso que usted llama pormenores, puede complicar las cosas.
-
Te equivocas, Jeffrey, nadie podrá con nosotros. Y el que se pase de listo, ya
sabes, tenemos nuestros recursos.
Jeffrey
sabía de qué hablaba, alguna vez le tocó ser intermediario de esos “recursos”.
-
Señor, ¿qué hará con el primer ministro?
-
A ese meapilas no se le dice nada, es un gilipollas y lo puede estropear todo.
¿No ves que ni siquiera sabe leer los discursos que se le escriben? Más de una
vez nos ha metido en apuros. Menos mal que lo tenemos todo controlado y la
gente, ya sabes cómo son. Se les engaña fácilmente.
-
Señor, ¿qué hará con el primer ministro francés?
-
Ese imbécil dice que teme por su familia, no quiere arriesgarse. Pero no me
preocupa, la gente que tiene mucho que perder no son para mí ningún problema.
-
¿Y del vicepresidente?
-
¡Claro! ese será el que lea el discurso donde nos daremos las claves para
partir. A ese lo necesito, Jeffrey, donde vamos también necesitamos esclavos.
Por eso vienes tú.
Y
soltó una desagradable carcajada. Comenzaron a lavarse las manos. Ella sentada
en el suelo oía todo incrédula y algo perdida.
- Jeffrey,
tú no has estado allí, ¿no?
-
No señor. Supervisé los planos y he seguido todas las obras a través de los
satélites, la verdad es que está aquello precioso.
-
Más que precioso, Jeffrey, es realmente un paraíso. Hemos construido el cielo,
nunca mejor dicho. Mejor que el divino. Ha costado, pero gracias a esta
población mundial –y con voz jocosa-, a esta dura crisis, nos hemos montado el
mejor mundo del universo. Ya ves, tan fácil. Tuvimos que dejar de hablar de
viajes a la Luna para no levantar sospechas, preparar el nido de la gallina de
los huevos oro, dejamos que creyeran las enormes dificultades físicas y
tecnológicas. Los recortes de presupuesto, el poco interés que suponía para la
ciencia… Ofrecimos a nuestros amigos científicos sus juguetitos para meterse en
sus laboratorios. ¡Bendita crisis, Jeffrey! ¡Cuánta felicidad nos ha aportado!
Estuve allí el fin de semana pasado, con mi mujer y es alucinante. Ya verás,
vas a vivir de puta madre. Y ya sabes, no tendrás problemas de chicas, llevamos
un buen cupo.
Tras
una risita ridícula hubo un silencio.
-
Aquella tonta se pasó de lista y ya sabes cómo acabó. Se lo buscó. Lástima, tan
joven y se suicida.
Se
tapó la boca horrorizada. Hasta ahora todo le pareció una historia irreal, pero
esto era ya algo más peligroso. Estaba en juego un secreto, en el que no todos
podrían entrar y aquellos que lo descubrieran pagarían con su vida. O esta
valdría tan poco que desearían morir.
- Jeffrey,
coge un puro. Celebremos el próximo día D.
-
Señor, ¿cuándo lo comunicará el vicepresidente?
-
Bueno, todo está preparado para el 25 de abril. La fecha se comunicará para los
miembros del club camuflada en el discurso que dará informando sobre los datos
del paro. Cuando diga, ha aumentado un 4%, será la hora y en otros detalles
dará el lugar.
-
Señor –contesta Jeffrey soltando un soplido-, ¡qué buen puro!
- Jeffrey,
allá podrás fumarlos donde quieras, vamos al paraíso, sin nuestras normas, sin
nuestro control, sin nuestras leyes y restricciones, sin nuestros juegos y
chantajes, ni amenazas, un mundo lleno de placeres y libertad. El infierno debe
seguir aquí para que nosotros podamos vivir allí como dioses. ¿Crees que soy
malo, Jeffrey?
-
Señor, por favor, las personas inteligentes como usted son muy necesarias.
-
Vamos, vamos Jeffrey, no me pelotees, ya sabes que te vienes con nosotros.
-
Es un honor el que usted me hace.
-
Inventamos conflictos y enemigos y nos los quitamos del medio sin más. Cuando
nos conviene los hacemos invisibles y los linchamos ante la opinión pública si
es eso lo que nos conviene. Verdades entre mentiras, creamos la duda, la
incertidumbre. Generamos impotencia, inseguridad, inventamos odio o reforzamos
los que están y conseguimos la indefensión aprendida. Querido Jeffrey, si lo
llegamos a planear no nos sale mejor. Contamos con el mejor ejército que jamás
se haya tenido, sólo con imágenes y sonido y pocas palabras colocadas
estratégicamente y voilá, todo bajo control. Si se descoloca alguna pieza se
distrae al personal, se deja de hablar, se busca tema y la gente como si nada.
Se lo traga todo, todo, todo. Oh, Jeffrey, siento el orgasmo del poder total.
-
Señor, es usted como Dios.
-
Querido, ¿quién es ese?
Y
volvió a soltar esa carcajada entre ridícula y prepotente que le heló la
sangre, sintiendo un escalofrío. Sabía a pesar de su ignorancia, que estaba
siendo testigo secreto de algo de suma importancia. Una realidad peligrosa que
se movía entre la gente como un gas tóxico sin olor, ni sabor, ni color que
provocaba muertes, a veces físicas, a veces no, pero que iba destruyendo la vida
por la avaricia de unos pocos. Iluminados, cegados de poder.
-
Hijo de pu…
Se
tuvo que morder la lengua. Se escuchó cerrar la puerta. Aguardó aún varios
minutos. Tenía la cara tapada con las manos, ahogando un grito de horror. No
sabía si creer lo que había escuchado y le parecía todo aquello una pesadilla.
Aturdida, salió, pasó la mopa, secó los grifos que estaban llorosos y mojó los
puros que habían dejado sobre la encimera del lavabo para apagarlos.
-
¡Qué desprecio a todo! – pensó - . ¡Qué gentuza! Y estos bestias son los que
mandan. Dios mío, ¿por qué nos has abandonado a estas alimañas?
Se
dijo hacia dentro mirándose al espejo. Las lágrimas poco a poco brotaron de sus
ojos y acabó en un sollozo ahogado con el agua que echaba sobre su cara.
Cuando
recogió fuerzas de todo su cuerpo, con precaución salió de allí. A duras penas
acabó la jornada. Cuando llegó a casa se lo contó todo a su marido, a
borbotones. Lo soltó todo.
-
Eso son tonterías, estarían contando alguna película.
Y
le quitó importancia
-
¿Qué crees, que soy tonta?
Le
insistió, le lloró, le suplicó que la creyera. Al final la abrazó, la
comprendió, pero la miró a los ojos y le dijo
-
¿Qué podemos hacer, pobres de nosotros? ¿Quién nos va a creer? ¿A dónde
podríamos ir que nos tomen en serio?
-
A un periódico
-
¿A un periódico? ¿Estás loca? ¿Qué crees, que esta gente no controla los medios
de comunicación? ¡Qué ingenua eres! Entrarías allí, contarías todo, se reirían
en tu cara y a las pocas horas alguien llamaría a casa y no quiero pensar qué
sería de nosotros.
-
Bueno, pero ¿alguna persona decente habrá por ahí, no?
-
Sí, claro, pero ¿quién? No se distinguen por la ropa. Ni llevan ningún
distintivo. Es jugársela a una sola carta. O ganas o pierdes. ¿Te fías de esa
gente?
-
No, no puedes imaginarte el miedo que pasé allí temiendo que me descubrieran en
cualquier momento.
-
Pues entonces, no podemos hacer nada.
-
Pero habrá alguien, un lugar donde acudir, ¡qué se yo! A una ONG, a los
indignados, a la Iglesia,
-
Cielo, cielo, tranquila, cálmate, no empieces a decir tonterías. La Iglesia es
una empresa más de esta gente. Han mamado de la misma teta. ¿Los indignados?
¿Cuáles, esos chavales que se reúnen en las plazas? ¿Los que se concentran para apoyar y proteger
a unos desgraciados de un desahucio? ¿Crees que ellos tienen fuerza para ser
tomados en serio? ¿Y de una cosa así que parece ciencia ficción? Creo que
estamos ante una realidad demasiado grande para nosotros. Demasiado peligrosa,
y demasiado increíble para descubrir este gran secreto.
-
Pero yo no puedo vivir con esta verdad callada. Como si nada hubiese ocurrido.
¿Sabes cuántas personas sufren en este mundo por culpa de estos sinvergüenzas,
por estos monstruos?
-
Pero, ¿qué podemos hacer nosotros, pobres inútiles, frágiles e indefensos? No
somos ningún David ante Goliat que podamos vencer. Mi vida, somos el primer
desgraciado que sucumbe a las fauces del tiburón como en aquella película.
Somos basura para ellos, peor aún, somos una pequeña hormiguita, nos
estrujarían con su dedo pulgar y no conseguiríamos más que perder la vida.
-
No puedo, no puedo – decía moviendo la cabeza-, no puedo permanecer como si
nada. Mucha gente lo pasa mal, muere, están sujetos a su voluntad. ¿Sabes lo
que decían? Que les da lo mismo hacer una crisis que una guerra, sólo quieren
dinero para sus placeres, sufra quien sufra, caiga quien caiga.
-
Pero sólo has escuchado a uno de ellos. De este monstruo desconocemos sus
patas.
-
Paco, es una pesadilla. Pero, ¿en manos de quién estamos?
-
Mi amor, vamos a la cama, quizás mañana lo veas de otro modo. Lo que sí vas a
hacer es despedirte de la empresa, tengo miedo por ti.
-
No, quiero verlos cerca, quiero investigarlos. No me quedaré quieta, no puedo,
no debo.
Dejó
la novela sobre la mesilla de noche. Estaba interesante la historia. Pero era
demasiado tarde y estaba cansada. Mañana terminaría. Deseaba saber cómo acababa
todo.
Por
la mañana, en el desayuno, escucha las noticias. Es 25 de abril, el
vicepresidente del gobierno está hablando sobre el paro. Vaya, ha aumentado un 4%.
Aquel
tipo soltaba un rollo:
-
Tendrán que comprender los trabajadores que si es preciso, habrá que estar
dispuesto a ir donde sea necesario, hasta…
Y
acabó ella la frase
-
Laponia.
Se
le atragantó la tostada y quedó paralizada con el café en la mano.
-
¡Dios! pero ¿qué significa esto?
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