miércoles, 11 de diciembre de 2013

De aquellos polvos estos lodos.



Sí, tuvo que ser abril. Ayer comenzó el mes y entre pensamientos cotidianos, llevado quizá por la coincidencia, me sumergí en un viaje a través del tiempo que me trasladó a otro abril ya tan lejano, cuando enfermé.
Seguramente abril o  fue tal vez mayo cuando se celebran las fiestas de la primavera. Recordé la foto, que aún guardaba en una caja, de una noche de feria montado a caballo. Un caballo de cartón piedra que el fotógrafo ambulante llevaba de feria en feria por pueblos y ciudades.
No sonreía y tenía las mejillas de un rojo encendido, como dos tomates brillantes y relucientes, recién cogidos de la huerta. Consecuencia indudable de la revolución que mi cuerpo estaba experimentando, librando una dura batalla con un peligroso enemigo. La fiebre probablemente muy alta hirviendo  la sangre, mostrándose sin embargo, con esa benigna y lozana apariencia.
No recuerdo nada de aquel día, tan sólo doy fe de que existió, aunque hubiese existido aún sin la prueba palpable y patente de aquella vieja fotografía, que a pesar de la ausencia de colores no lograba disimular el fuego en mi rostro provocado por las bombas internas lanzadas por el invasor y la defensiva de mis aliados. Dañando lenta y progresivamente mi cuerpo en silencio y a traición.
No podría decir que sentía entonces, que incomodidades propias de la lucha, que desagradable sensación febril, que dolores torturaban y machacaban aquel cuerpo. La foto sólo muestra una imagen fija que calla el sufrimiento de un desconocido que se supone eres tú. Un rostro ardiente y serio que aún atendía, a la llamada del fotógrafo, de mirar a la cámara.
Se perdieron por las distintas capas de la atmósfera los efluvios pringosos de las patatas fritas o el olor dulzón de las nubes de algodón de azúcar. Y escaparon al espacio las ondas de los ensordecedores ruidos propios de cacharritos y feriantes que voz en micro llamaban la atención del público. Ni el más mínimo eco de las rancias canciones sonando por todas partes, en las atracciones, aullando desde las casetas. Las voces aunadas elevadas a la categoría de grito, en un pesado y grotesco murmullo de una multitud afanándose por ser oída dentro de aquella burbuja de decibelios, una locura dentro de otra locura dentro de otra locura y así indefinidamente hasta la locura que en mi organismo se imponía.
No, ni indicios del polvo del albero o de la noche estrellada, tal vez sin luna, anulada por miles de bombillas multicolores. Estrellitas verdes, rojas, azules y amarillas describiendo también figuras en un cielo de cables cruzados.
De todo aquello no quedó nada, ni sensaciones conscientes, ni percepciones recordadas, ni flases de detalles que se atrapan en los rincones de nuestro cerebro. Ni incomodidades, ni molestias, ni dolores ni sentimientos desagradables. Ni siquiera el instante mismo de la fotografía, no hay memoria, tan sólo la presencia fría y distante en el tiempo, quizá también una reminiscencia enquistada en alguna célula de mi cuerpo. Y sin embargo, montado en aquel caballo asistía al momento transcendental de fijar un cambio inevitable en mi vida.
Nada del calor interno que se fue diluyendo en el tiempo, el mismo que sin mes ni año marca un espacio diferente entre los márgenes de un rio que nos transporta de una realidad a otra. Desperté, no se cuándo ni cómo del sueño inconsciente y me hallé ante un cuerpo roto y estropeado, de por vida.  













  






  

Palabra y voz




No podemos entender una sin la otra y sin embargo quitamos la palabra a quien habla o dejamos sin voz a una multitud cuando desoímos sus palabras. Alguien se quedó sin palabras ante un argumento incuestionable o callamos cuando cedimos la palabra.
Pero palabra y voz aunque hermanas siamesas son muy distintas. La palabra es libre, la voz es esclava de la palabra.
La palabra es odio o amor, siempre verdad incuestionable; la voz transforma la palabra en valor o cobardía, en verdad o mentira. La palabra que no entiende de hipocresía; bailan con la voz las falsedades humanas, las apariencias no fiables. La voz obstinada niega a la palabra su autenticidad, la adorna o la camufla, la viste y la desnuda según interese.
Pero a veces, la esclava se impone y domina con su grito de rabia, o tal vez, con silencio pasivo agresivo. Otras, modulando su timbre consigue doblegar a la palabra, arrodillándola en un juego alternativo sadomasoquista. También a veces la voz le pide turno a la palabra y acaba imponiéndose dándole la vuelta en ciento ochenta grados, o estableciendo un sesenta y nueve democrático. En otras ocasiones por cobardía o miedo la voz se muestra pasiva y sumisa, callada, casi muda.
La palabra es apolítica pero la voz debe ser reivindicativa. Está obligada a encontrar la sintonía con la palabra, llegar a un acuerdo, dejarla oír cuando aquella es justa, cuando es la VOZ con mayúsculas la del pueblo que sufre de la enorme injusticia de los que tienen la palabra, tajante y autoritaria. La palabra que hace uso de la voz con prepotencia para ocultar lo vergonzoso, lo corrupto, cuando no respeta la palabra y voz del otro, silenciándolas, no sólo con violencia sino con engaños, con artimañas encubiertas con un manto legal creado para su control. ¡Ni las lágrimas deben ahogar las voces cuando las palabras se utilizan para hacer injusticias!
Cojamos todas las palabras del diccionario, aunémosla en un sólo grito. Que la bruja devuelva la voz a la sirena para que diga lo que tiene que decir la palabra, en toda su expresión, manifestándose con autenticidad. Que la palabra libertad vaya unida siempre a la palabra respeto y a partir de ahí jueguen, disfruten, aprendan la una de la otra y se escuchen. Que el silencio se imponga desde uno mismo para acallar la propia voz que ofende o daña con la palabra, que sólo calle cuando quiera ser íntima. No valerse del que grita más o más se hace oír para tener el derecho a la palabra.
Nuestra voz es única, no debe estar adoctrinada ni atender a palabras que provoquen sufrimientos propios y ajenos, palabras infladas por un egocentrismo aniquilador. Tienen que existir palabras de todo tipo, para lo deseado y lo despreciable, que nos dan la opción de elegir, con la mirada siempre hacia un horizonte del bien común.
Hay, sin embargo, palabras que ofenden la vista y el alma y voces chillonas que no dicen nada, o peligrosas como cuchillos. Palabras sísmicas que provocan auténticas catástrofes que derrumban y entierran las voces de los que sufren.
No, yo me niego a ser un mero eco repetitivo, un discurso formado por palabras impuestas, dejadme escoger mis palabras, aprenderlas, saborearlas, comprenderlas y una vez elegidas opte por ellas, defenderme con ellas, atacar con ellas, mostrarme con ellas y puestas en orden y justicia rebelarme con y contra ellas en una sola voz humana que defienda la IGUALDAD y la JUSTICIA SOCIAL.
Fue la voz antes que la palabra en ese llanto sin lágrima, casi un grito en nuestro alumbramiento, apenas recién estrenado el mundo alzamos nuestra voz. Por todas las palabras escritas o hechas voz sólo volverán a ser una como cuándo el má má y el pá pá se unieron en una sola voz, recreándonos en la palabra que con la voz halló su verdadero sentido.
Para aprender y crear palabras la voz también debe ser libre aunque sólo sea un grito desesperado ante tanta injusticia, ante tantos derechos arrasados, ante las hipocresías y engaños, las manipulaciones y discursos vacíos aunque llenos de miles de palabras huecas profanadas por voces que se creen más fuertes que el resto de una humanidad que tiene indiscutiblemente los mismos derechos, simplemente por haber nacido. Inocentes de una aleatoriedad casi siempre creada por una sociedad que coloca sus palabras en el árbol del poder del que sólo permiten tomar sus frutos a unos elegidos.
Todos tenemos derecho a comer la manzana, indudablemente. Fue sembrada, regada y cosechada para ello, máxime cuando la maquinaría se alimenta a la postre del trabajo de sus cultivadores, de los que no se sabe bien porqué deben ser los obedientes perdedores de un grito en el desierto en la trágica historia de la humanidad. ¡Qué tenebrosa voz habló entre las tinieblas de un cielo inventado! Fue el poder quién imaginó y creó una religión para inculcar en nuestras conciencias la negación a comer su fruto prohibido y reservarlo sólo para los dioses. Un paraíso resort, para algunos que se creen serlo, que controlan y se adueñan de los beneficios que aportamos el resto de la jungla humana. A todos ellos yo les diría, ¿no son estos campos de todos los hombres?, ¿no deben darnos sombra y cobijo los árboles y las grutas de las montañas? ¿No alumbra este inmenso sol a cada uno de nosotros, ni las lluvias moja la tierra para todos? ¿Por qué debemos nosotros sudar bajo el sol implacable y soportar las lluvias y truenos, mientras otros reposan en el valle de la abundancia? ¿Por qué debemos sufrir el derrumbe de nuestras casas si con nuestras propias manos construimos vuestras mansiones? ¿Por qué debemos de trabajar de sol a sol y contra viento y marea para que solo después vosotros recojáis las ganancias? ¡Qué absurdo mundo habéis creado, dioses humanos!  Está claro que uno a vuestra medida. Con palabras adaptadas a vuestro lenguaje, pero mi voz es libre como el aire que respiro y se expande por cada poro de la tierra y recorre como un vendaval los inmensos paisajes. Avanza cual onda en el profundo y extenso lago de la verdad que sacia la sed de justicia. Porque las voces de todos los desgraciados del mundo son el grito de guerra que atemoriza al enemigo, es nuestra única arma, y es nuestra defensa, la palabra.