
viernes, 14 de noviembre de 2008
martes, 23 de septiembre de 2008
Actos reflejos
Sobre
la mesa de la cocina, entre pieles de cebolla y ajo, mezclados con los restos
del desayuno, sus folios, en los que caóticamente iba escribiendo ideas de
historias, relatos que le iban viniendo a la cabeza.
Fregaba
los vasos, platos y demás utensilios. Era un día con fuerte viento de levante,
normal por aquella zona.
De
pronto, la puerta de la cocina se cerró bruscamente y, como un virus, el miedo
entró en su cuerpo, acelerando su pulso. El viento la agitaba con insistencia,
pareciendo querer advertirle de un peligro.
Pensó
que, como había abierto las ventanas para ventilar las habitaciones, la fuerte
corriente habría provocado el cierre violento de la puerta. Su imaginación
comenzó a trabajar y recordó mil historias horrendas que, a diario, se
escuchaban por los medios de comunicación: asesinos, violadores, psicópatas,
ladrones… Quería continuar con sus tareas y restar importancia al asunto.
Recordó que, al lado de casa, trabajaban unos albañiles que tenían una grúa.
Sin racionalizar pensó que fácilmente alguien podría haber entrado por la
ventana de su dormitorio.
Quiso
salir de la cocina, subir y cerciorarse de que todo era producto de su
fantasía, recreándose en aquellos episodios que inoculaban miedo en nuestras
vidas; pero no se atrevió; incluso a través del cristal tupido y acuoso de la
puerta le pareció ver algún reflejo, se sintió paralizada, y del miedo pasó al
pánico, controlando sus pensamientos, inmovilizándola, aterrorizándola, vio
moverse el picaporte de la puerta, le faltaba el aire, sudaba frío y sintió un
fuerte dolor en el pecho…
No
fue a recoger a los pequeños a la salida del cole. La llamada que recibió su
marido del colegio avisándole, le alertó de que algo pasaba.
Cuando
entraron a la vivienda, en la cocina, junto al fregadero, yacía el cuerpo sin
vida de su esposa y en su rostro se dibujaba una expresión de horror. No tenía
señales de violencia y el forense dictaminó que el motivo de la muerte había
sido un infarto.
Terminó
su relato, se sintió satisfecha y continuó con las tareas domésticas; agachada,
barriendo debajo de la mesa, alguien la agarró por detrás cortándole el aire,
apretando fuertemente su cuello, forcejeó, y en su lucha, lo reconoció, era
aquel hombre, el trabajador de la casa de al lado.
viernes, 23 de mayo de 2008
La plaza estaba repleta de gente, con esa imagen bulliciosa,
alegre, festiva de una bonita noche de verano.
Los tenderetes de chuches, jugueterías y globos
exhibiéndolos como un reclamo a los niños que tiraban de la mano de sus padres
pidiéndole algo, lo que fuera, unos con mimo, otros con rabietas, al final la
mayoría con su propósito en las manos.
Los vendedores ambulantes de artesanía étnica con sus
bellísmos abalorios y algunas prendas veraniegas y camisetas con bonitos
estampados y coloridos, y alguna frase simpática.
Los músicos callejeros amenizaban con sus instrumentos
improvisando conciertos, otros con su ritmos grabados cantaban viejas canciones
de verbena, la melodía pachanguera y festiva ofreciéndose todos ellos como un
todo burbujeante y explosivo.
A un lado de la plaza una barra de bar ofrecía tapas
variadas y bebidas que sacaban muy frías de las neveras. La gente se apiñaba
alrededor de la misma y alguna que otra mesa, con sillas para los mayores. El
camarero sacaba la cervecita con las pequeñas gotitas del frío, la abría con el
abridor que colgaba de su pantalón. ¡Una de pincho! Gritaba un chaval desde
atrás. El queso y el jamón, las aceitunas, los filetitos y pinchitos morunos,
pescaditos fritos, pijotas, cazón en adobo, acedías, como un baile desfilaban a
lo largo de la barra entre brazos disputándose tan ricas viandas.
Los niños correteaban alejándose de sus padres, que
reclamaban continuamente su presencia, no iros muy lejos, les decían. Y ellos,
una vez más, se retiraban, subiéndose a los bancos, tirándose por los suelos, y
sólo se acercaban para pedir con insistencia algún helado o paquete de patatas.
Anda, cómete un filetito y ya cenas… Sin embargo, se escapa para seguir con sus
juegos, lamiendo un rico helado que le chorrea por la, en otro momento, limpia
camisa.
Las parejas jóvenes con sus pequeños, los viejos sentados en
sillas o bancos observando y recordando sus fiestas de antaño, cuando había tan
poco, pero con tan poco se disfrutaba, y, ahora, cómo gastan, qué derroche,
aquel, mira como tira el paquete de patatas, estos niños hoy tienen de todo.
Los más jóvenes se mueven en grupo y chicos y chicas lucen
sus cuerpos con atrevidas vestimentas, ellos con sus bromas torpes, ellas
riendo escandalosamente, aprendiendo el juego de la seducción.
La noche es de esas noches fantásticas de verano, donde la
piel calentada por el sol durante el día siente, con agrado el frescor de la
noche agradable, dulce noche de verano, sin apenas aire, y, al acercarse la
madrugada los mayores se echan algún abrigo. Los niños, exhaustos se agarran a
los padres pidiendo brazos, y, algunos acaban dormidos en el regazo de sus
madres, que los tapan con un jersey
Los tenderetes empiezan a recoger, las tiendan van colocando
los tablones cerrando sus puestos, los músicos hace rato que se fueron, los más
jóvenes han cogido otro rumbo donde continuar la fiesta. Poco a poco la plaza
se va quedando más sola. Los últimos en recoger son los camareros, que,
cansados, amontonan sillas y las pocas mesas, guardan los restos en cámaras
frigoríficas, limpian el mostrador y se despiden hasta mañana. Ya sabes, mañana
llama a los de Cruzcampo y compra en la cooperativa el pescao y encarga más
carne a Manolo, no vayas muy tarde, no vaya a ser que no tenga suficiente.
La plaza, antes alegre y ruidosa, ahora tranquila y
melancólica, con los restos de la batalla, apenas unos rezagados que ya se
despiden.
La escena se reproducía cada atardecer, hasta la madrugada.
La memoria del jolgorio y felicidad de aquella noche, era ahora recogida por
los barrenderos y los coches de riego, que el ayuntamiento contrataba cada
verano iban refrescando las calles. Algún transeúnte camino de su descanso,
todo cerrado, silencioso, las luces de las farolas menguando la luminosidad del
cielo estrellado de esta hermosa noche de verano.
miércoles, 21 de mayo de 2008
Del partido del sábado le quedó un regusto amargo. El tres a
cero y su pierna rota. Ahora que comenzaban las vacaciones era previsible un
aburrido verano, sentado en el sofá y tragándose los refritos de programas y
las archirepetidas series juveniles. Sin embargo, cualquier guión siempre es
alterado, una palabra, unos signos de puntuación, un borrón o una nueva
introducción. Nunca puedes asegurar todas las variables de aquello que creemos
seguro.
La ventana de su habitación veía la esquina del balcón de enfrente.
Aquel edificio gozaba de una posición ventajosa, la visión maravillosa de la
playa. Él, por el contrario, tenía ese estúpido balcón, cerrado con su cartel,
“se alquila”.
La rotura, resultado de una postura complicada y una tonta
caída, lo tenía inmovilizado con esa escayola-robot -por lo de los tornillos-,
eso sí, muy ilustrada por bromas y dibujos de sus amigos.
Pidió a sus padres que le colocaran la cama lo más cercana a
la ventana; al menos, las noches de verano se encontraría más fresco, porque,
además, el calor producía picores en su pierna, y se veía buscando cualquier
objeto para poder introducirlo en su escayola, y rascar y rascar agobiado por
el calor, maldiciendo su mala suerte. Tenía todo a su alcance, ordenador, mando
de la tele, su aparato de música; poco a poco fue cogiéndole gustillo al
asunto. Tampoco se estaba tan mal. Mamá lo cuidaba de maravilla, le traía
manjares exquisitos, estaba solícita a cualquiera de sus deseos, incluso
aquellos que en ciertas ocasiones le había negado, algún cigarrillo o alguna
cerveza. Los amigos venían y le traían noticias de sus salidas y divertimentos,
se reía con ellos, pero cuando marchaban se venía abajo, agobiado por la
perspectiva de aquel duro y amargo verano.
Aquella mañana se despertó sobre la una, durmió más de la
cuenta porque fue una noche muy calurosa y la pasó con continuos despertares.
Al abrir las cortinas su madre, lo primero que observó fue que el cartel de “se
alquila” del balcón de enfrente lo habían quitado y una señora estaba limpiando
ventanas y rejas. Comenzó a despertar su curiosidad pensando quién ocuparía
aquella casa, seguramente, alguna familia de veraneantes, con niños coñazo y un
montón de gente, primos, hermanos, cuñados y cuñadas y a lo mejor el abuelo y
la abuela, que no habían podido dejar en alguna parte.
Estuvo todo el día esperando ver aparecer a toda esa gente.
La señora que parecía ser la dueña, que adecentaba el piso para los nuevos
inquilinos, cerró las ventanas y no hubo más movimientos en todo el día.
Aquella noche durmió inquieto y esta vez, no por el calor, lo que hace el
aburrimiento. Se sentía emocionado, dándole vueltas a la cabeza, “¿quién
vendría a pasar las vacaciones a este pequeño pueblo en la bahía de Cádiz?”
Cuando su madre entró en la habitación con el desayuno y corrió las cortinas, y
levantó las persianas, como cada mañana, eran las once de un hermoso día de
comienzo de julio. Este verano prometía, aunque no se podían descartar los
terribles días de levante y poniente que estarían por llegar. Miró con gula la
bandeja y se incorporó como pudo. “Mamá, pónme el cojín en la espalda, por
favor”. Su madre le dio un beso y le preguntó cómo había dormido. “Bien”, era
su respuesta impulsiva. Después, por lo general, protestaba por el calor, la
incomodidad, etcétera. Hoy no quería entretenerse, estaba impaciente, por
observar la casa de enfrente.
Estaba metiéndose la tostada en la boca cuando le quiso
parecer ver unas piernas sobre la barandilla del balcón, repleta de toallas,
que le impedía ver quién se ocultaba tras ellas. No distinguía bien, parecían
de mujer, se sentía nervioso y deseoso de que esa posible mujer se levantara y
se hiciera presente a su vista. El sol proyectaba toda su luz y calor de esta
hora cercana al mediodía. Quién estaría ahí sentada tomando este dulce baño de
sol mañanero. Se aproximó todo lo que pudo a la ventana, cuando, con un
sobresalto, retiró su nariz de los cristales. Alguien se levantaba, primero vio
sus cabellos de un negro brillante recogido, y, como un bebé cuando nace, una vez
vista la coronilla, todo afuera. Ahí, como una diosa, surgiendo de ese mar de
toallas, ella, joven y hermosa. Me miró, me sonrió y levantó su bonita mano en
un saludo. Mi corazón se convulsionó e impulsó la mía en un gesto rápido y
nervioso, moviendo mis labios en un “hola” algo gritón.
El verano tiene esa magia, la luz, el aroma, la brisa del
mar, el calor ejerce ese poder en nuestro espíritu, generando la sensación
prometedora de tiempos mejores y, sobre todo, presagiaba que el guión podría
modificarse. Abrió la ventana y la naturaleza siguió su curso.
lunes, 28 de abril de 2008
Escribía en cuartillas
Escribía en cuartillas que se despegaban de una libreta, a
las que tenía que numerar para no perder, confundir o mezclar los párrafos.
Cuando retomó los escritos para leer lo producido, buscando
el comienzo comprobó con extrañeza que sólo aparecía una carilla de la segunda
cuartilla escrita por una cara y parte de otra cuartilla; la supuesta primera
cara de la cuartilla por ningún lado. De pronto, un temor y angustia se apoderó
de él, ¿y si en ese embargo de escribir las ideas que iban fluyendo su bolígrafo
había estado moviéndose en el aire, los giros y precisos pasos de la escritura
sin apoyar su tinta sobre el papel? Aquella parte quedaría perdida para siempre
en el aire, espacio imposible de encontrar todas esas letritas desaparecidas en
esa mezcla de gases, cómo hallarlas, verlas o cazarlas de nuevo.
A partir de ese momento se obsesionó y dedicó toda su vida a
la búsqueda de aquellas letras que había creado y se habían perdido, puede que
alguien las hubiera raptado, o quizás fueron ellas que escaparon de su control.
Colocó carteles por la zona donde vivía, después pidió ayuda
a la comunidad y anunció esta desaparición por Internet, sin ningún resultado.
Nunca nadie dio con ella, sólo absurdas llamadas, bromas
dolorosas que sólo hicieron provocarle mayor sufrimiento y decepción. Lamentó
no haber tenido la rara costumbre de usar rotulador fluorescente, así, en la
oscuridad podría haberla visto en la inmensidad de la noche.
No quiso resignarse, pero la vida debía continuar, y él
estaba perdiendo mucha energía y también dinero en esta búsqueda, en la que no
encontró apoyo solidario, alguna colaboración de algún programa televisivo, que
sólo pretendía subir la audiencia, y algunas personas, generosas, que se
ofrecieron a colaborar desinteresadamente; hasta que el aburrimiento y el
cansancio les vencieron.
Su vida cambió radicalmente desde aquella desaparición,
abandonando para siempre su afición por escribir relatos. Cada mañana se sienta
frente a la ventana, con la vista agudizada, esperando que la luz del día, le
traiga aquellas manchitas de tinta que un día escaparon de su boli para no
volver.
sábado, 19 de enero de 2008
Coherencia
Desde pequeño fue un contestatario. Cuando la huelga de estudiantes, le pilló en la universidad, él estaba allí. Cuando comenzó su vida laboral, la primera visita después de su contrato fue a afiliarse a un sindicato. Se manifestó con pancartas cortando la SE- 30 para protestar por las condiciones pésimas de su barrio. Incluso, para causas que no le afectaban, él estaba allí: astilleros, mineros, trabajadores de telefonía, todas aquellas personas que luchaban por derechos que él consideraba justos, nunca falló, él estaba allí.
No era el típico protestón sin causa. No fue rebelde sin ella cuando era joven. Ni siquiera fue un bebé llorón. Eso sí, su madre le decía que siempre salió en defensa de amigos y hermanos. No se creyó salvador de nadie, pero su responsabilidad hacia los demás la tenía muy asumida.
Un día le venció la muerte. Cuando su féretro lo conducía hacia su viaje final, el coche fúnebre tuvo que parar al encontrarse dentro de un atasco provocado por una manifestación de trabajadores de funerarias, que reivindicaban mejores condiciones salariales. Y él estaba allí…
No era el típico protestón sin causa. No fue rebelde sin ella cuando era joven. Ni siquiera fue un bebé llorón. Eso sí, su madre le decía que siempre salió en defensa de amigos y hermanos. No se creyó salvador de nadie, pero su responsabilidad hacia los demás la tenía muy asumida.
Un día le venció la muerte. Cuando su féretro lo conducía hacia su viaje final, el coche fúnebre tuvo que parar al encontrarse dentro de un atasco provocado por una manifestación de trabajadores de funerarias, que reivindicaban mejores condiciones salariales. Y él estaba allí…
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