viernes, 23 de mayo de 2008


La plaza estaba repleta de gente, con esa imagen bulliciosa, alegre, festiva de una bonita noche de verano.

Los tenderetes de chuches, jugueterías y globos exhibiéndolos como un reclamo a los niños que tiraban de la mano de sus padres pidiéndole algo, lo que fuera, unos con mimo, otros con rabietas, al final la mayoría con su propósito en las manos.

Los vendedores ambulantes de artesanía étnica con sus bellísmos abalorios y algunas prendas veraniegas y camisetas con bonitos estampados y coloridos, y alguna frase simpática.

Los músicos callejeros amenizaban con sus instrumentos improvisando conciertos, otros con su ritmos grabados cantaban viejas canciones de verbena, la melodía pachanguera y festiva ofreciéndose todos ellos como un todo burbujeante y explosivo.

A un lado de la plaza una barra de bar ofrecía tapas variadas y bebidas que sacaban muy frías de las neveras. La gente se apiñaba alrededor de la misma y alguna que otra mesa, con sillas para los mayores. El camarero sacaba la cervecita con las pequeñas gotitas del frío, la abría con el abridor que colgaba de su pantalón. ¡Una de pincho! Gritaba un chaval desde atrás. El queso y el jamón, las aceitunas, los filetitos y pinchitos morunos, pescaditos fritos, pijotas, cazón en adobo, acedías, como un baile desfilaban a lo largo de la barra entre brazos disputándose tan ricas viandas.

Los niños correteaban alejándose de sus padres, que reclamaban continuamente su presencia, no iros muy lejos, les decían. Y ellos, una vez más, se retiraban, subiéndose a los bancos, tirándose por los suelos, y sólo se acercaban para pedir con insistencia algún helado o paquete de patatas. Anda, cómete un filetito y ya cenas… Sin embargo, se escapa para seguir con sus juegos, lamiendo un rico helado que le chorrea por la, en otro momento, limpia camisa.

Las parejas jóvenes con sus pequeños, los viejos sentados en sillas o bancos observando y recordando sus fiestas de antaño, cuando había tan poco, pero con tan poco se disfrutaba, y, ahora, cómo gastan, qué derroche, aquel, mira como tira el paquete de patatas, estos niños hoy tienen de todo.

Los más jóvenes se mueven en grupo y chicos y chicas lucen sus cuerpos con atrevidas vestimentas, ellos con sus bromas torpes, ellas riendo escandalosamente, aprendiendo el juego de la seducción.

La noche es de esas noches fantásticas de verano, donde la piel calentada por el sol durante el día siente, con agrado el frescor de la noche agradable, dulce noche de verano, sin apenas aire, y, al acercarse la madrugada los mayores se echan algún abrigo. Los niños, exhaustos se agarran a los padres pidiendo brazos, y, algunos acaban dormidos en el regazo de sus madres, que los tapan con un jersey

Los tenderetes empiezan a recoger, las tiendan van colocando los tablones cerrando sus puestos, los músicos hace rato que se fueron, los más jóvenes han cogido otro rumbo donde continuar la fiesta. Poco a poco la plaza se va quedando más sola. Los últimos en recoger son los camareros, que, cansados, amontonan sillas y las pocas mesas, guardan los restos en cámaras frigoríficas, limpian el mostrador y se despiden hasta mañana. Ya sabes, mañana llama a los de Cruzcampo y compra en la cooperativa el pescao y encarga más carne a Manolo, no vayas muy tarde, no vaya a ser que no tenga suficiente.

La plaza, antes alegre y ruidosa, ahora tranquila y melancólica, con los restos de la batalla, apenas unos rezagados que ya se despiden.

La escena se reproducía cada atardecer, hasta la madrugada. La memoria del jolgorio y felicidad de aquella noche, era ahora recogida por los barrenderos y los coches de riego, que el ayuntamiento contrataba cada verano iban refrescando las calles. Algún transeúnte camino de su descanso, todo cerrado, silencioso, las luces de las farolas menguando la luminosidad del cielo estrellado de esta hermosa noche de verano.

miércoles, 21 de mayo de 2008


Del partido del sábado le quedó un regusto amargo. El tres a cero y su pierna rota. Ahora que comenzaban las vacaciones era previsible un aburrido verano, sentado en el sofá y tragándose los refritos de programas y las archirepetidas series juveniles. Sin embargo, cualquier guión siempre es alterado, una palabra, unos signos de puntuación, un borrón o una nueva introducción. Nunca puedes asegurar todas las variables de aquello que creemos seguro.

La ventana de su habitación veía la esquina del balcón de enfrente. Aquel edificio gozaba de una posición ventajosa, la visión maravillosa de la playa. Él, por el contrario, tenía ese estúpido balcón, cerrado con su cartel, “se alquila”.

La rotura, resultado de una postura complicada y una tonta caída, lo tenía inmovilizado con esa escayola-robot -por lo de los tornillos-, eso sí, muy ilustrada por bromas y dibujos de sus amigos.

Pidió a sus padres que le colocaran la cama lo más cercana a la ventana; al menos, las noches de verano se encontraría más fresco, porque, además, el calor producía picores en su pierna, y se veía buscando cualquier objeto para poder introducirlo en su escayola, y rascar y rascar agobiado por el calor, maldiciendo su mala suerte. Tenía todo a su alcance, ordenador, mando de la tele, su aparato de música; poco a poco fue cogiéndole gustillo al asunto. Tampoco se estaba tan mal. Mamá lo cuidaba de maravilla, le traía manjares exquisitos, estaba solícita a cualquiera de sus deseos, incluso aquellos que en ciertas ocasiones le había negado, algún cigarrillo o alguna cerveza. Los amigos venían y le traían noticias de sus salidas y divertimentos, se reía con ellos, pero cuando marchaban se venía abajo, agobiado por la perspectiva de aquel duro y amargo verano.

Aquella mañana se despertó sobre la una, durmió más de la cuenta porque fue una noche muy calurosa y la pasó con continuos despertares. Al abrir las cortinas su madre, lo primero que observó fue que el cartel de “se alquila” del balcón de enfrente lo habían quitado y una señora estaba limpiando ventanas y rejas. Comenzó a despertar su curiosidad pensando quién ocuparía aquella casa, seguramente, alguna familia de veraneantes, con niños coñazo y un montón de gente, primos, hermanos, cuñados y cuñadas y a lo mejor el abuelo y la abuela, que no habían podido dejar en alguna parte.

Estuvo todo el día esperando ver aparecer a toda esa gente. La señora que parecía ser la dueña, que adecentaba el piso para los nuevos inquilinos, cerró las ventanas y no hubo más movimientos en todo el día. Aquella noche durmió inquieto y esta vez, no por el calor, lo que hace el aburrimiento. Se sentía emocionado, dándole vueltas a la cabeza, “¿quién vendría a pasar las vacaciones a este pequeño pueblo en la bahía de Cádiz?” Cuando su madre entró en la habitación con el desayuno y corrió las cortinas, y levantó las persianas, como cada mañana, eran las once de un hermoso día de comienzo de julio. Este verano prometía, aunque no se podían descartar los terribles días de levante y poniente que estarían por llegar. Miró con gula la bandeja y se incorporó como pudo. “Mamá, pónme el cojín en la espalda, por favor”. Su madre le dio un beso y le preguntó cómo había dormido. “Bien”, era su respuesta impulsiva. Después, por lo general, protestaba por el calor, la incomodidad, etcétera. Hoy no quería entretenerse, estaba impaciente, por observar la casa de enfrente.

Estaba metiéndose la tostada en la boca cuando le quiso parecer ver unas piernas sobre la barandilla del balcón, repleta de toallas, que le impedía ver quién se ocultaba tras ellas. No distinguía bien, parecían de mujer, se sentía nervioso y deseoso de que esa posible mujer se levantara y se hiciera presente a su vista. El sol proyectaba toda su luz y calor de esta hora cercana al mediodía. Quién estaría ahí sentada tomando este dulce baño de sol mañanero. Se aproximó todo lo que pudo a la ventana, cuando, con un sobresalto, retiró su nariz de los cristales. Alguien se levantaba, primero vio sus cabellos de un negro brillante recogido, y, como un bebé cuando nace, una vez vista la coronilla, todo afuera. Ahí, como una diosa, surgiendo de ese mar de toallas, ella, joven y hermosa. Me miró, me sonrió y levantó su bonita mano en un saludo. Mi corazón se convulsionó e impulsó la mía en un gesto rápido y nervioso, moviendo mis labios en un “hola” algo gritón.

El verano tiene esa magia, la luz, el aroma, la brisa del mar, el calor ejerce ese poder en nuestro espíritu, generando la sensación prometedora de tiempos mejores y, sobre todo, presagiaba que el guión podría modificarse. Abrió la ventana y la naturaleza siguió su curso.