jueves, 1 de septiembre de 2016

Hilar palabras



Hilar palabras es tratar de comprender la vida imitándola. Es encontrar tu nombre entre la muchedumbre de vocablos. En el caos de sonidos, la voz encuentra los adecuados significados dentro del conflicto de definiciones. Una palabra se une a otra y así interminablemente llenamos el espacio con partículas inconexas hallando un orden que no existe y, sin embargo, logramos encontrar el descanso, momentáneo, en la incertidumbre de la existencia. Cuántos nombres para todo, cuántas normas para hallar la tranquilidad en esta locura. Un discurso prefabricado recorre las calles de nuestros pensamientos, guiados por las carreteras ya por otros diseñadas y construidas. Podremos rellenar un sinfín de diccionarios con sus expertos axiomas y distintas acepciones. Sinónimos y contrarios, etimologías asociadas a la célula madre, polifonías territoriales, temáticos, técnicos y arcaísmos populares.
Hilar palabras es como sumar años, podemos hacer las mismas cosas con unas y otros, acumular experiencias, ampliar nuestros conocimientos, poner o quitar, a veces, al antojo. La memoria juega con las palabras como se distraen los años, olvidos y falsas interpretaciones empañan o suavizan el paisaje que, al fin y al cabo, siempre es inventado. Las palabras envejecen y mueren, y como el cauce seco tras la lluvia, renacen y, en su epifanía, se reinventan de nuevo.
El tiempo y las palabras son lo mismo, algo etéreo aunque parezcan tangibles, nunca se llegan a poseer del todo, sino que más bien andamos sujetos a sus dominios en un juego perverso de hacernos creer sus dueños. Sólo su compasión nos protege para levantar una realidad que en su ausencia no se sostendría. Esperando su entrega generosa para sentirnos, por sólo breves segundos, dioses de un paraíso soñado, un espejismo que nuestra frágil inteligencia construye para poder estar en el mundo, alerta nuestros sentidos. Con sus pasos marcados e ingenuos nos dejamos llevar de sus manos, manos que no son más que trazos de un fingimiento.
Hilar palabras, hilar años con la quebradiza hebra de nuestro entendimiento, urdiendo un tejido, un cuerpo que nos mantenga como pilares de una casa, donde la vida se mueve con familiaridad, ligera en su íntima protección. Fortaleza a veces, prisión otras de un martirio, por mimos conservada o enferma de abandono, receptora de su propia nutrición o veneno. Así son las palabras y así se entretejen los años, creando un relato, la trama de una historia que se configura al unir los conceptos y acontecimientos de un todo que se edifica para que el testimonio tenga sentido con una estructura activa, un organismo vivo, un proyecto que arranca desde el origen primigenio, dibujando en un espacio que, por contenerlo, hemos delimitado, donde la materia comienza su aventura, inicia su viaje, recorre el denso bosque donde deshacer nudos, esquivar las trampas construyendo pespuntes, buscando indicios en un mapa, uniendo puntos, señales que parecen indicarnos la salida, para irremediablemente alcanzar el inevitable desenlace.
No pasa el tiempo sino mis palabras que cambian de día y mes. Echarles el lazo y con ellas componer el traje de los sueños hechos de rayos de luna. Mirar desde el cristal del tiempo sus reflejos. La vida, a retazos, construye música a través de los silencios y los sonidos. Como la boca bebe de la fuente, la palabra sorbe de la voz. Es el llanto su verbo primero y creemos que duele nacer, balanza que se equilibra con la risa, dulce melodía de la alegría. Nació la palabra y el tiempo surgió, sólo entonces existió el mundo, decir presente, añorar el recuerdo de un pasado y elevar nuestra mirada hacia el cielo para encontrar en el futuro la ilusión de ver realizados nuestros sueños. Más nada dice la muerte que calla y vacía de tiempo, ignora todas las palabras, así su nombre es sólo un fantasma que atemoriza nuestras conciencias, vanos temores como aullidos del viento.
Mientras tanto, surquemos el tiempo descubriendo nuevos mundos a través del universo de las palabras.