miércoles, 2 de abril de 2014

El escaparate indiscreto



Llevo dos o tres días que sueño con olores, y todo viene a raíz de haber cogido la gripe. He estado recluido en casa y en la cama, acurrucado con el edredón, durmiendo y comiendo y de vez en cuando reunía fuerzas para entrar al cuarto de baño aunque no para ducharme.
Mi mujer me cuida de maravilla. Cuando vuelve del trabajo me acaricia la cabeza y me ha vuelto a hablar, como cuando comenzamos a salir, con ese tono siempre dulce y cariñoso. Incluso cuando me riñe o se enfada por mi falta de aseo, me lo dice con una voz como de mimo, como una madre comprensiva, cogiéndome la cara y diciéndome: voy a tener que meterte en la bañera uno de estos días, que ya apestas. Y me achucha. Pero no lo dice enfadada y entonces yo le hago arrumacos y le lamo el cuello, aunque eso no le gusta demasiado porque dice que le hago cosquillas.
Ayer, cuando volvió de su trabajo me preparó una comida exquisita. Como me encontraba algo mejor, nos sentamos para ver una película que echaban en la tele. Se puso a comer galletas como una niña pequeña y a ratos me daba una, me froté contra ella, con cariño y ternura apoyé mi cabeza en su regazo mientras ella la acariciaba dulcemente y bajaba por mi espalda su mano suave, haciéndome estremecer. Era extraña la comunión que sentíamos, estábamos disfrutando del contacto como nunca lo habíamos hecho, o al menos hacía tanto tiempo que no gozábamos de esta cercanía.
Así en esta postura, ella comiendo galletas y viendo la peli, y yo apoyado en su regazo, debo decir que agudizado mi olfato, olía su sexo y comencé a olisquear su entrepierna. A ella le molestó pues sin decirme nada apartó mi cabeza, aunque no enfadada pues me volvió a acariciar la espalda.
Yo me sentía excitado aunque no podría decir que tipo de excitación recorría mi cuerpo. La intensidad de los olores fomentaba en mí una nueva visión de las cosas.
Cuando acabó la película, me dijo de salir a dar una vuelta por el barrio, y me pareció una idea estupenda, me puse feliz como un crio, dando brincos. Cuando salimos del portal, un vecino se nos acercó iba con su perro y se nos unió al paseo. Me pareció de mala educación pero muy a mi pesar, comenzó a caminar con nosotros. Eso me molestó bastante, porque además sólo se dirigía a ella. Comenzó a hablarle de su perro, que si le había enseñado tal o cual cosa, que si comía no sé qué, que si aún no controlaba bien sus necesidades. Yo creo que por educación o por seguirle la corriente, ella dijo que el suyo era muy inteligente y hacía las suyas en el cuarto de baño. Se rieron un poco y yo no atinaba más que a continuar a paso ligero y adelantado y de cuando en cuando ella me decía, cariño espera. El tipo después de dejar que su perro orinara en cada árbol y de paso plantara un pino que recogió con una bolsa de plástico, dijo a mi mujer, bueno después de esto tengo que lavarme las manos. Y al fin, dijo que se marchaba.
Yo comencé a saltar de alegría y ella me habló como si nada pasara, yo tampoco quise decirle nada sobre lo inoportuno del tipo y de su descaro, porque estábamos tan bien en tanta armonía que no quería molestarla. Eso sí, antes de que él se fuera, le dirigí una sonrisa mostrándole los dientes, ¡a ver que se piensa ese ligón de perra!
Ya en casa, mientras que ella se preparaba en el cuarto de baño, me metí en la cama y con deseos de sentir su cuerpo, pero estaba tan cansado que me quedé dormido sobre la colcha. Cuando me desperté amaneciendo, ella estaba a mi lado tan calentita metida debajo de las sábanas que me introduje en ese nidito confortable y empecé a lamerla, a subirme sobre ella, despertándola, con tan mal humor que me tiró sobre la alfombra a los pies de la cama y gritándome me dijo, ¡déjame en paz que estoy aún dormida! ¡Y quédate ahí quieto!. ¡Vaya, qué mal despertar!, pensé. Así que me fui a la cocina y bebí agua de un cuenco y la esperé a que se levantara y pudiéramos desayunar, con la esperanza de que no estuviera aún tan enfadada conmigo. Por eso cuando entró en la cocina me acerqué con cuidado, rozándome un poco contra ella, pero suavito que no la molestara demasiado.
Ella empezó a desayunar y yo también: un gran tazón de unos cereales que sabían raros pero estaban buenos. Ella me hablaba contándome que ahora aprovecharíamos el sábado para dar un paseo e ir de compras al menos para ver escaparates. Yo la miraba embelesado, me hacía sentir tan a gusto, tan compenetrado con ella, y a ella la veía tan feliz conmigo, tan calmada, tan hermosa esta mañana, que le perdoné inmediatamente que me lanzara al suelo de aquellos modos y que ahora ni siquiera me pidiera disculpas, o me diera explicaciones.
Pero antes de salir te voy a dar un baño, me dijo, que estás muy guarrete. Y yo todo blandito me dejé meter en la bañera y que ella me lavara. ¡Qué gustazo! El agua me molestaba un poco por la nariz y estornudé, ella se echó a reír y me decía palabras cariñosas. Aunque no le gustó nada que me sacudiera los pelos llenándole todo de agua y manchándolo. Le hice un cariño apoyando mi cabeza sobre ella, percibiendo su olor corporal tan excitante, tan distinto por zonas, me encantaba sobremanera el olor que desprendía su sexo y su cuello, y ese aroma que la rodeaba, me hacía sentir bien pero también amarla de modo diferente.
Cuando salimos a la calle los olores eran tan intensos: los árboles y las flores eran cosas normales de oler, pero es que olía a la gente que se cruzaban con nosotros, el suelo, los coches, las cosas inanimadas las descubría con su olor personal, sí, como algo propio de ellas. No sé si sería la primavera o la gripe, pero el mundo me parecía totalmente distinto, era un mundo lleno de olores, olores sin nombres, indefinibles, no podía hacer con ellos como con los colores, que por contraste éstos, sin embargo, aparecían más apagados.
Mi mujer estaba esta mañana radiante, ¡guau! Qué bella es. Caminábamos con paso firme, yo al lado de ella, escuchándola hablarme, contándome cosas sin esperar respuestas. Se quedó mirando un escaparate e intentó asomarse a la tienda, pero la dependienta, le dijo que no podía entrar con perro. ¡Pero que perro ni ocho cuartos! Ella me dijo, pequeño, debes quedarte un momento fuera. No sé, querría ver algo tranquila o darme alguna sorpresa, mientras la dependienta no me quitaba ojo, valiente estúpida, maleducada.
Al fin mi mujer salió de la tienda, íbamos callados, a mí el asunto de la dependienta, me había molestado y contrariado bastante. Pero ya el colmo fue cuando un chico se acercó a mi mujer con el pretexto de pedirle fuego. Ese hombre me repugnaba, me hacía sentir mis más bajos instintos, su olor provocaba mi rabia, pero me contuve, por no provocar ninguna situación desagradable. Después de encender su cigarro y exhalar una bocanada de humo girando la cabeza para un lado, le dijo a mi mujer: que perrito más bonito, y sin pensarlo dos veces, le salté al cuello, dándole un buen mordisco en el brazo. Entonces se armó tal barullo, el hombre gritando, mi mujer gritando, los transeúntes diciendo dele con una revista o algo. Mi mujer me cogió de la cabeza, hablándome: estate tranquilo, no hagas eso, entre disculpas con ese tipo. Yo enfadado con él, con la gente y hasta con mi esposa, aunque no sabía bien por qué había reaccionado yo así y ella también.
Me aparté del grupo que se había formado alrededor, y aún nervioso y sofocado me apoyé en el escaparate de una zapatería. Al mirarme en su reflejo, en un primer momento pensé que me estaba volviendo loco, luego enfoqué bien la vista y aquella limpia y brillante vidriera, me devolvía en mi asombro la imagen peluda y el rostro ofuscado de un perro, con sus mandíbulas salivando todo el cristal.
¡Fuera, fuera de aquí maldito perro!, el dependiente con la escoba me empujaba y después de morderle el palo, salí corriendo como un loco desaforado, tan extrañado yo de mí, como la gente y tan confuso estaba que gritándome mi mujer: ¡ven aquí, ven aquí cariño! Crucé tan rápido la calzada que no me dio tiempo ni a ver, ni tan siquiera oler, el autobús que venía.
Perdí la conciencia. Por un momento todo era silencio. Entonces la vi a ella, apoyó mi cabeza sobre su regazo, acariciándome, llorando a lágrima viva, suplicándome: no te mueras, no te mueras, ¡ayúdenme! Yo no escuchaba nada, ya tampoco veía pero aún olía su cuerpo lleno de amor hacía mí y lleno de ese inmenso amor, al fin expiré.

No hay comentarios: