domingo, 16 de noviembre de 2014

Borrachos de otro Velázquez

A la puerta del bar apoyado en el quicio, un hombre pequeño guardaba todo el aspecto de un alcohólico. Su piel, enrojecida por los altos grados de taninos en sangre, estaba flácida, marcado el rictus como en todos los borrachos. Los ojos, también muy característicos, tenían la acuosidad exagerada, como si confluyeran en el pozo de su mirada todas las lágrimas de su gran pena, tal vez la que le lleva a beber.
Pasé fugaz como el encuentro de su visión, una línea oblicua unió sus ojos con los míos, mi coche nos cruzó, apenas unos segundos para contemplar su desesperación, expresada en ese frágil cuerpo que apenas si se sostenía sobre el marco de la puerta, de caer al suelo parecería un pequeño amasijo de harapos.
Se puede sentir todo el dolor ajeno en un instante, comprender la amargura impresa en una existencia y me compadecí de su destino y el de la propia humanidad. Todos anónimos, unidades excéntricas separadas, y sin embargo somos uno. Girando vamos a una velocidad cósmica sin percatarnos. Quizá por eso estemos todos perdidos, sin hallar la estabilidad que sólo promete la muerte, y andamos buscándola cada uno como sabe o puede. Somos pobres criaturas que se creen prepotentes y ante el espejo se reconocen débiles, pidiendo perdón por una culpa que no es nuestra.
Aún recuerdo en él todos los borrachos con sus mundos apocalípticos, buscando en el líquido que les mata lentamente su particular paraíso. Los vi agresivos y a veces tiernos, hubo ocasiones para lo cómico y lo grotesco. Su abismo inundándolo todo, los ojos asustados de un niño aporreando una puerta ajena, pidiendo ayuda a gritos, temiendo que el padre tire por la ventana el nuevo dios que se paga a plazos
Y está en mi memoria la invisible presencia de sus universos, cuando alguna vez me encontré con algunos de ellos, José, Manuel, Antonio, Luisa, Juan, Carmen. A veces además de sus alientos, olías el rancio olor de sus cuerpos a vómitos, orines y heces, el vaso de vino sobre la mesilla de noche, las piernas amputadas como tronco talado sobre una silla de ruedas, la suciedad que nos repugna. Es la expresión más dura de su verdad, aquella que les llevó a esta destrucción de todo lo vivo que dentro o fuera les pertenecía. Hasta consumirse toda su esencia en un simple bulto corrompido, pura podredumbre del sufrimiento mal encauzado. ¿Qué lleva a unos a enfrentarse con uñas y dientes al monstruo que controla nuestras vidas; y otros se dejan capturar sumisos, sin lucha o se convierten en sus débiles vasallos, frágiles marionetas entregadas a una fe que hacen suya? Se bañan en su piscina de cuerpo sinuoso y sensual olvidando la vida, olvidándose de ellos y de los demás. El mundo que les rodea les deja indiferente, cegados por su dominio. Sin saber quiénes son ni de dónde vinieron y qué más da hacia dónde irán.
Llegaron antes de tiempo al ataúd, se corrompieron comidos por gusanos ante la presencia de los vivos que los desprecian porque no los comprenden, porque se negaron a ver otros caminos, porque aun comprendiéndoles no pueden mirar tanta degeneración en un hombre, porque les hace sentir la vergüenza de su especie. Aunque los lleguemos a entender, los que permanecen en la superficie sobre el lodo de ese estanque, no podemos evitar compadecernos porque vemos en ellos el sufrimiento que germina en lo más profundo de nuestro ser. 

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