martes, 7 de abril de 2015

Y con la manzana llegó el miedo

Qué es la vida sino un aprender a vivir con el miedo. Los primeros miedos, aquellos grabados en nuestras células, los primigenios, los ancestrales. El niño llora al estar indefenso, la oscuridad le aterra. El espacio abierto le angustia porque su soledad se hace inmensa. Sólo al vacío se atreve, acostumbrado en el seno materno a existir sin dimensiones de alto y bajo, un límite esférico donde el horizonte no es el ignoto mundo.
Más tarde aparecen los miedos vitales, el hambre y la sed; el dolor y el sufrimiento físico y emocional. Miedo al frío, al fuego, ahora sí, al vacío, al vértigo a las profundidades, sometidos a la gravedad bajo amenaza de ser tragados por ellas. Persisten los miedos ancestrales a los espacios abiertos, inmensos desiertos donde perdernos sin brújula que nos oriente. A la muchedumbre que nos ahoga sin el espacio suficiente, sin la perspectiva ni la distancia necesaria desde con nuestra vista alcanzar el destino, multitud humana, bosque donde los árboles nos impiden ver el horizonte, sujetos a la tierra como troncos perdidos sin este ni oeste, tan solo con el cielo por norte y el suelo por sur.
Vendrá cargando nuestras espaldas el saco de los miedos ambientales a la tormenta con sus desahogos violentos de relámpagos y truenos, del frío y el calor, de un amado y respetado abismo del océano. Las fuerzas de la naturaleza que desatan su rabia contra nuestras frágiles prepotencias. De un cielo que se hace infierno y el tormento desbocado de lo recóndito de las entrañas de la tierra. Miedo del enemigo, del desconocido que nos rodea, de la amenazadora consciencia del peligro externo que nos puede llegar de cualquier parte, del otro, de una máquina, la simple rama que cae sobre nuestras cabezas, del tropiezo que nos descalabra, del grito, de la bofetada y hasta de la risa irónica del que nos ridiculiza. El miedo interno.
Miedos circunstanciales, de una guerra, una enfermedad, una pierna rota o un dolor de muelas, esa vulnerabilidad manifiesta de una seguridad tan esquiva. Miedo al desamor, de la lanza de una palabra que nos atraviese el corazón, del pánico de un silencio. De perder un refugio, un sustento, un confort y quedarnos al amparo de los vientos que nos lleven a su antojo, como diminutas pelusas sin ofrecer resistencia, hojas secas engañadas a participar en un baile, una danza sin coreografía estudiada en un girar y girar, a veces sujetas a la deriva de la dirección antojadiza del aire que ahora las eleva y luego las arrastra por el suelo.
Aquellos miedos y temores previsibles e incuestionables al perro rabioso, a ser blanco perfecto en el centro de una sabana, rodeado de depredadores en la selva de la urbe. Miedo a la inestabilidad de la felicidad, a los refranes que nos advierten que no hay bien que cien años dure como no duraron los del mal. Miedo a la voz oscura, a la mirada aviesa, a la sirena, al ulular del viento amenazante, al diagnóstico irremediable.
Sentir miedo de nuestros propios miedos y de los ajenos, contagiados los unos de los otros como un círculo vicioso irrompible, en la costumbre de la supervivencia.
Somos responsables y víctimas de nuestros miedos inventados, creando fantasmas y monstruos donde no los había en principio que acaban apareciendo por arte de magia traídos de sus ficticios mundos al nuestro con la esencia de lo real, antes libres y ahora esclavos de ellos. Prisioneros somos también de los miedos impuestos, instaurados por los otros, los allegados, transmitidos con la leche materna, la dirección determinada por el dulce amor progenitor. Los comunes por ser lo que somos, mujeres y hombres que comparten una misma sociedad. No siempre necesarios, casi siempre evitables pero que lenta pero firmemente van recorriendo las venas de nuestro ser, aceptando sin remedio sus estímulos dirigiendo nuestros cerebros sin juicio previo, sembrando la desconfianza que expresamos como actos reflejos ante la más mínima insinuación de un posible sospechoso.
En ese batiburrillo se mezclan los miedos reales y los imaginarios, se hacen un solo cuerpo. Los miedos a lo desconocido y también a lo que por conocerse se temen.
Miedo a la vida y miedo a la muerte. Miedo de ti y de mí mismo, porque es imposible eliminar nuestros miedos para siempre, como la energía que no se destruye, solo se transforma en otro miedo. A veces, no quedan más que soluciones intermedias y limitadas, sujetas a cuestionables ayudas químicas, legales o no. Cuando el miedo nos atenaza podemos tomar un camino radical e ilimitado, sin retorn, ni desvío, la locura o el dramático suicidio.
Tristemente no nos queda más que reconocer si las anteriores decisiones no nos convencen, que debemos aceptar estoicamente vivir con nuestros miedos, lo más cuerdo y de la mejor forma posible, conociéndolos a fondo, reconociéndolos cuando los tenemos frente a frente, con honestidad, sin engaños, sin trampa ni cartón, tal cual, ahí los tienes míralos a los ojos con valentía, sin enfrentamiento absurdo sabiendo que tienes todas las de perder. Aceptemos resignados nuestra fragilidad porque ellos siempre serán más fuertes.
Los miedos dominan nuestras vidas, están tan presentes que hasta tememos por diversión, jugamos con el miedo, lo generamos con nuestra fantasía, en los sueños y para soñar y probar nuestros límites. Miedo por culpabilidad, pillado in fraganti, esconde el niño el cuerpo del delito inútilmente. Siempre el miedo como espada de Damocles pendiendo sobre nuestras cabezas, temiendo ser descubierto nuestro secreto, el error cometido, el vicio que nos subyuga, la vergüenza que nos humilla, la desviación que nos pierde y nos esclaviza, nos oprime y nos controla, el crimen que nos delataría.
Miedos a nuestras imperfecciones, no hay mayor miedo que el descubrirnos que no somos perfectos, que somos mortales, débiles criaturas que viven en un perpetuo infierno con breves espacios en el purgatorio y apenas segundos en un paraíso efímero que se desvanece como la oscuridad al encender una bombilla. El miedo se expande por toda nuestra existencia como gota de tinta en un vaso de agua, y toda la claridad se vuelve turbia y así miramos la vida a través de una lágrima permanente que desdibuja el paisaje.
Tenemos miedo a envejecer, a que no nos quieran, a que nos odien hasta causarnos la muerte. Miedo a la crítica y a ser menos que el otro. Miedo al deseo. Existen miedos cervales a volar, a las serpientes, al abismo o a ser perseguido. También hay miedos superficiales que sin embargo nos amargan la vida con la hieles de sus costumbres, son los nimios pactos sociales y los cánones publicitarios. Pequeños miedos a un examen, a mirarnos en el espejo y no reconocernos y nos cuestione, al grano subversivo, a nuestro reflejo en la mirada del otro, a engordar, al jefe, a levantarse con esos pelos o quedarnos calvos, a soñar que se nos caen los dientes, a no poder disimular las apariencias, al pronóstico del tiempo que nos amargue las vacaciones, al virus informático y a perder el internet. 
Miedo a la tierra y al cielo. Miedo al espacio infinito que el hombre intenta alcanzar con insistente empeño, aunque no habría mayor logro para él ni mejor sueño ni invento que lograr una vida sin miedo, porque hasta tenemos miedo del propio miedo y como en el cuento, miedo a no tener miedo.       

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