miércoles, 18 de octubre de 2006

(des)encuentros

Su piel era fresca y brillante. Tenía un bonito tatuaje en el culo.

Bailaba en la jaula, movía la cabeza de un lado a otro bajándola de golpe, tendiendo toda su larga melena negra.

Dio la vuelta, giró la cintura hacia la derecha, extendiendo el brazo izquierdo hasta la punta de su zapato de tacón alto derecho, mostrando todo su hermoso culo hacia todos los que la mirábamos embelesados.

La música cambió de canción y miró al público lanzando un beso marcando los labios rojos exageradamente en un coqueto mohín. Fue sustituida por otra chica menuda rubia.

Bajó las escaleras moviendo sus caderas y se dirigió a la barra, pidió un gin-tonic. Me acerqué y me senté a su lado, la miraba disimuladamente hasta que ella me miró y preguntó: ¿qué haces aquí? Me intimidó que se dirigiera a mí con tanta naturalidad. Apenas acerté a decir, ¿me preguntas a mí? Vi que me mirabas allí abajo y te has dado prisa para acercarte. Me pareció un poco descarada, pero había algo en su aspecto que eliminaba esa fría y casi antipática actitud y la convertía en una mujer muy atractiva.

Nuestra conversación fue avanzando por terrenos cada vez más provocativos.

Inclinó su cuerpo hacia mí, elevando sus pechos firmes y prominentes, rozando mi brazo... me estremecí.

Bueno, ¿me invitas a otra copa antes que suba de nuevo? Por supuesto, me envalentoné. Si quieres puedo invitarte a todas las que quieras después de tu actuación. ¿Qué te parece? Hizo una señal al camarero; otra Víctor, el señor me invita.

Bebió un par de sorbos y marchó para la pista. ¡Mírame! Me dijo con voz sensual. Este baile te lo dedicaré a ti.

Sentí excitarme por momentos, deseaba sujetarla por la cintura y besarla. Era extraño, pero en aquel instante, si estuviera en mi mano, hubiera eliminado a toda aquella gente que ahora la miraban bailar. Quería disfrutarlo sólo para mí.

El juego de luces insinuaba su figura provocando mi deseo. Así estuve sin dejar de observarla, haciéndole el amor con la mirada. Los movimientos de ella parecían entender mis pensamientos.

Elevó su pelo sobre la nuca. Echó su cabeza hacia atrás, y antes que me diera cuenta, despareció.

La busqué con la mirada desesperadamente entre la gente y, al no verla, fui a su encuentro, pero dos gorilas me impidieron la entrada al pasillo de los camerinos.

Las limpiadoras realizaban su faena como cada día en la oficina. Ana y Mª Carmen llegaban a las ocho de la mañana y marchaban a las doce del mediodía.

Habitualmente, yo disfrutaba de mi asqueroso café de máquina y mi dónuts. A esta hora de la mañana ponía en orden la mesa que la tarde anterior había dejado hecha un desastre, papeles por todos lados, carpetas abiertas y otras amontonadas.

Hoy, sin embargo, sorbía lentamente mi café pensando en ella, dudaba si la noche anterior había sido un sueño o fue una bella realidad.

Ana pidió permiso para entrar.

Sí, pasa, ¿quieres que me salga? No molesta, señor, no se preocupe.

... Sí, qué maravilla de mujer, qué cuerpo, qué voz más dulce. No dejaba de pensar en ella mientras la chica de la limpieza hacía su trabajo.

Tenía ya 45 años. Había tenido algunas aventuras esporádicas y una novia formal que acabó marchándose con un compañero de trabajo mucho más joven, hace cinco años. No había vuelto a enamorarse y no se iba a enamorar ahora, a estas alturas, y menos de aquella mujer que trabajaba de gogó en un club nocturno. Sería inmigrante, quizá tendría un chulo al que mantendría clandestinamente. Prefería así apaciguar su deseo.

Absorto en sus pensamientos, a veces dulces, a veces amargos, creía tenerla y la perdía antes de empezar.

Pasaba la mopa por el suelo Ana y quitaba el polvo de las estanterías, tiraba las colillas del cenicero y lo miró de reojo. Sonrió amargamente. Míralo, pensó, ni siquiera me mira. Ana era una mujer de 30 y pocos años, estaba separada y tenía dos hijos. Era una mujer hermosa y bastante atractiva, que quedaba oculta debajo de esa bata horrorosa de color celeste hospital, ese pelo recogido en una cola y esas feas y anticuadas gafas, porque no podía permitirse el lujo de comprar un par en Alain Affelou.

Lo amaba desde hace mucho tiempo, casi desde que entró a trabajar en la empresa hace dos años. Acababa de separarse de su marido que la dejó deprimida, desesperada y sin saber cómo poder ganarse la vida. El trabajo en la oficina ayudó a poder pagar la hipoteca y poco más. De modo que aquella tarde de sábado, de compras en el Carrefour aquel viejo amigo de la adolescencia se le acercó. Estuvieron intercambiando las frases típicas, tomando un café, cuando le ofreció esa oportunidad de incrementar sus ingresos y poder vivir con mejores condiciones.

Pero tú sabes qué edad tengo, ya no soy ninguna jovencita. A dónde voy, si ya me cuesta encontrar otros trabajos que no exigen demasiado ni física ni intelectualmente. Nadie quiere mujeres ya de más de 30, el mercado sexual ha rebajado los límites. Chico, ahora se llevan las lolitas. Mírame, ¿tú crees que puedo provocar a alguien como no sea lástima?

Ana, tienes que valorarte más y creértelo. Eres una mujer preciosa. Hazme caso, ven esta noche y probemos, a ver qué tal te va.

Le constó muchas lágrimas, vergüenzas e imaginar que podía hacerlo. Las compañeras la arroparon y le enseñaron algunos trucos para calentar el ambiente. Pónte un tatuaje de pega en un lugar estratégico y ya verás que los vuelves locos. Le aconsejaron...

Ya ves qué hombre, en qué pensará, se dijo ella mirándolo.

¿Te queda mucho, Ana? No señor, recojo esto y ya me marcho.

Ana se inclinó hacia el suelo para recoger algunos papeles arrugados que él tiró la tarde anterior. El miró su trasero y... siguió ensimismado en sus pensamientos.

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