domingo, 10 de mayo de 2009

Amigos inseparables desde muy pequeños. Su cabello y ella habían crecido juntos, cambiaron los tiempos, las modas y también su fisonomía. Pero su unión nunca cambió. Uno era rebelde y libre, la otra, controladora e indecisa. A veces no podía soportar ese aire despreocupado de su amigo, hacía lo que le daba la gana siempre, ya podía intentar dominarlo con champús y acondicionadores antiencrespamiento que él iba por libre. Nunca amanecía igual, un día venía revuelto, otro, suave como la seda. Unos días se rizaba de emoción, y otros perdía la gracia. Le daba rabia que se dejara llevar por algunos coleteros y pinzas de poca monta, que trataban de modificarlo dejándole siempre alguna huella. Alguna coletilla de moda. Intentaba convencerle, más bien obligarlo a ciertos moldes y aires; en ocasiones lo atiborraba de lacas que nunca lograban el efecto fijador que calmara su carácter; su alma, llena de fantasía, ese niño rebelde, ese espíritu libre. En fin, tuvo que hacer de espuma corazón y aguantar los discursos ecológicos sobre aquellos productos contaminantes.

El trataba de hacerla entrar en razón, que comprendiera con aquellas muestras de rebeldía que debía ser ella misma, decidir por sí misma, saber qué quería y no dejarse llevar por los demás. ¿Cómo puedes pretender ser feliz si nunca te decides a elegir tu camino, a aceptarte tal como eres?

- Eres tú -le reprochaba ella-, el único culpable de mi infelicidad, nunca me haces caso, intento imponer mis gustos y tú lo desbaratas todo.

- Tú lo has dicho, querida, IMPONER; tú sólo deseas controlarme y no me dejas ser yo mismo. Me odias porque yo sí sé lo que quiero, tú sólo te dejas arrastrar por convencionalismos. Estoy harto de ti.

- Yo sí estoy harta de ti, no quiero verte nunca más.

Aquella noche se fue a la cama tan enfadada que no concilió el sueño hasta bien entrada la madrugada y las pocas horas que durmió las pasó con terribles pesadillas de infinitos caminos y monstruos que ponían los pelos de punta. Al levantarse, casi con los ojos cerrados, entró en el baño, cogió las gafas y, al mirarse al espejo… él se había ido. No estaba, su cabeza blanca, reluciente, no como una bola de billar, sino más bien como un huevo. Su primera reacción fue de horror, después de rabia. Se puso tan furiosa que empezó a tirar todo lo que encontró a su paso, después cayó rendida en la cama, llorando desesperadamente hasta que el agotamiento la venció. Cuando el hipido de su llanto se fue calmando, comenzaron las recriminaciones:

- Vete, no te necesito –se dijo con despecho-. Ahora te vas a enterar. Creías que no soy capaz de decidir, de ponerme el mundo por montera. Se tiró a la calle y buscó otro sustituto.

Cada noche se levantaba con uno diferente, un día era lago y moreno, otro rubio o pelirrojo, corto y super largo, hasta con uno azul eléctrico se atrevió.

Así pasó algunos meses, se sentía eufórica, con poder, decidida pero infeliz, le hubiera gustado verlo ahora, decirle que había tomado las riendas de su vida, que había sido capaz de ser libre, como él decía, pero ¿a quién quería engañar? Esto no era lo que él hacía, él si que era libre, dejándose llevar un poco por el viento, evitando tecnologías y químicas manipulativas que querían hacer de él un muñeco, un simple objeto de decoración. En eso se había convertido ella, en una muñeca, como la cabeza de maniquí que reposaba en la mesilla con uno cada temporada; perfectos, brillantes, triunfadores, pero superficiales y artificiales, vacíos de naturalidad, encorsetados en estereotipos que no la amaban y sólo deseaban su lucimiento. Narcisistas que sólo se admiraban a ellos mismos, con los que nunca encontraría la unión que existió entre él y ella.

Abandonó esa vida y no volvió a estar con otro. Salía con un bonito pañuelo de colorido abstracto y paseaba pensando en los años que pasó con él. Era una relación algo esquizofrénica, porque nunca llegaron a entenderse y comprendió que todo falló, por su afán controlador. Así hubieran sido felices, Así estarían ahora juntos.

Un día se lo encontró en un café. Se notó una pequeña pelusilla, estaba sentado con una chica, pero él se acercó y la saludó, quedaron para otro día.

- Ya te llamaré –le dijo.
- ¿Seguro? ¿No me tomas el pelo?

Fueron viéndose de vez en cuando, su relación creció más fuerte y densa y, como un nuevo resurgir, fueron creciendo juntos. Una relación hermosa, brillante, natural, ella lo dejó ser él, y él la hizo cada vez más bella. Porque es lo que tiene el amor, nos hace más libres y únicos, por cada poro renacía el fruto de ese amor. Estaba deslumbrante, llena de brillo y color, y su hermosura ahora sí que fue auténtica.

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