Nació en una
familia obrera en los años 50 con poco espíritu intelectual y escaso interés
político, por lo que los libros que había en casa eran limitados, reducidos a
un catecismo, algunos cuentos que nunca supo cómo llegaron allí y una Biblia
con lomo dorado que compraron a plazos a algún vendedor a domicilio. Quedaba
bien como decoración y te regalaban un pequeño atril de madera. La verdad es
que no sólo no había libros, sino que los huecos de la estantería seguían
siendo huecos después de que algún jarrón u objeto de porcelana rellenasen.
Había poco
dinero y éste se debía a otras necesidades más imperiosas.
Esta
introducción simplemente para destacar que su afición por la escritura provenía
más de su escasamente fructífera imaginación que por su extenso conocimiento en
lectura, por lo que sus escritos eran de una calidad mediana y una mediocridad
intensa. Es sabido que para llegar a convertirse en un escritor es necesario
iniciarse anteriormente en la lectura. No conozco muchos escritores que se hayan
convertido en tales sin haber sido grandes devoradores de libros, aunque puede
que diga esto precisamente por mi escaso conocimiento en la lectura. Esta
ofrece al futuro escritor vocabulario, expresividad, conocimiento sobre la
lengua, además de ayudar a la imaginación y fomentar fórmulas que ayudan a
definir lo cotidiano con una mirada diferente.
Cuando llegó al
límite vital que para muchos hombres suponen los 40, un día, mirando un
programa de televisión, de esos estúpidos que sirven para evadirse del
cansancio diario, empezó a darle vueltas a la cabeza. No había logrado
encontrar aún a una mujer ideal para casarse, sin prisa, pues el reloj
biológico para el hombre no presiona en sus decisiones. Pensó en pedir un año
de excedencia en su trabajo y poderlo dedicar a escribir aquella novela con la
que siempre soñó. Fantaseó con hacerse famoso y rico, además, su vida cambiaría
y se convertiría en un hombre atractivo para ese tipo de mujeres inalcanzables
que siempre deseó.
Tenía un gran
problema, seria dificultad si, como dijimos, su conocimiento lector llegó
tarde, con muchas deficiencias, aunque llegó a realizar algunos estudios.
Afrontar la creación de una novela supondría un conocimiento, o, al menos,
haber aprendido a saber imitar, y, ¿por qué no? a plagiar cierto estilo,
recursos lingüísticos que le ayudaran a resolver la ardua tarea.
Muchos
escritores lo han conseguido, son expertos en absorber de otros los elementos
para desarrollar ideas y frases que se sitúan bien en las novelas, frases
llenas de ingenio que otorgan ese modelo expresivo tan característicos de los
grandes best.-sellers.
Cuántas veces se
había puesto a escribir. Se le ocurría algún relato, más o menos imaginativo,
pero atrapar una idea original con un argumento interesante que mantuviera al
lector, con ávido entusiasmo hasta el final, era algo que se le hacía
inalcanzable.
Tenía que
hacerlo, estaba en el límite, hasta aquí había vivido, y, a partir de ahora,
utilizaría su experiencia para crear una historia con la que conseguiría que la
vida, a partir de ese momento, no sólo fuera vivida sino que comenzaría el
verdadero paraíso, la magia que todo el mundo desea y espera, por lo general,
banalmente. Unos lo intentan con la suerte y juegan a la lotería o a otros
juegos de azar; otros desean conseguirlo llegando a la televisión y
convirtiéndose en grandes provocadores. El, sin embargo, había optado por el
camino intelectual. La cuestión ahora era resolver ese hándicap que tenía con
la lengua y que había adquirido congénita y hereditariamente.
Se llevó los
tres primeros meses de excedencia emborronando folios, que llenaba de izquierda
a derecha, agotando hasta el último espacio en blanco del folio, pero los
resultados eran bodrios. Alguna frase o párrafo ingenioso, pero no iba más
allá.
Se tomó en serio
esta tarea que tenía entre manos y cada mañana se entregaba sistemáticamente
después del desayuno hasta el almuerzo frugal
-pues el acto creativo lo tenía absorbido, extasiado, aunque,
desgraciadamente con pésimo desenlace- que retomaba hasta últimas horas de la
noche que arrancaba al día.
No lo conseguía,
y día tras día, la evidencia de la falta de talento le abofeteaba la cara. Un
día decidió tomarse un descanso. Pensó que, quizá un largo paseo, y observar le
vendría bien para el acto inspirativo. Una intuición, una chispa creativa que
iría prendiendo para lograr su fin. Anduvo calle abajo, y al final de la
avenida, en un kiosco, de esos repletos de fascículos y cartones con los que
las editoriales intentaban aumentar sus ventas, se entretuvo ojeando qué
comprar, a ver si así, se le ocurría algún argumento para su novela. Aprovechó
una oferta bastante barata de unas novelas clásicas, y, además, compró una
revista, de esas que pretenden ser feministas, pero que repiten los mismos
patrones de las mujeres-objeto, pero camuflados en falsos argumentos de
“quiérete y dáte esos caprichitos…”. Sí, caprichitos, que por lo general nos
gusta a los hombres, y alimentan nuestras fantasías eróticas. Bien lo hemos
hecho, logramos salirnos con la nuestra. También compró un periódico que venía
con un suplemento dominical y, además, traía unas gafas de sol que imitaban
unas Ray-ban ahora tan de moda.
Se fue al parque
y allí estuvo echando un vistazo al periódico, a la revista semanal y de
chicas. Tuvo un flash, encontró un par de frases geniales, unas en el
periódico, otras en las revistas, jugó con combinarlas y la idea obtuvo curioso
resultado. Viendo que su estómago se revolvía para llamar la atención, decidió
volver a casa para comer. En los pasos de vuelta, de regreso, la intuición se
redondeó, “fantástico”, pensó, eureka, la idea estaba comenzando su hervor a
medida que iba burbujeando parecía cada vez mejor. Abrió con ímpetu la puerta,
corrió hacia su mesa, sacó un bloque de folios y abrió, más bien extendió, las
hojas del periódico, de las revistas, de los libros y empezó, como alucinado, a
mezclar frases, palabras, todas copiadas de los textos que tenía en frente; no
tenía que buscar en su memoria la palabra más adecuada, no tendría que buscar
continuamente en el diccionario, ni tratar de decir lo que pensaba, sólo
escoger. Escogería la frase bien hecha, la ocurrencia original, los vocablos
perfectos y combinarlos. Ellos solos irían creando el argumento, ellos irían
desarrollando la novela, y él, sólo iría escogiendo, robando de aquí y de allí,
sus palabras serían aquellas, y áquellas acabarían siendo sus frases,
redondeando la novela fantástica con la que siempre soñó.
Sonó el
despertador, eran las cinco de la tarde, la noche anterior estuvo de fiesta y
tocaría un par de entrevistas, una en la radio y otra en la televisión. Además,
ahora comenzaría la promoción y tenía por delante algunos meses de viajes,
entrevistas y conferencias. Se desperezó feliz, y al estirarse rozó la piel
suave de una mujer. Tenía al lado una chica joven y preciosa a la que anoche
firmó un autógrafo después de la entrega de premios.
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