martes, 5 de mayo de 2009

Nació en una familia obrera


Nació en una familia obrera en los años 50 con poco espíritu intelectual y escaso interés político, por lo que los libros que había en casa eran limitados, reducidos a un catecismo, algunos cuentos que nunca supo cómo llegaron allí y una Biblia con lomo dorado que compraron a plazos a algún vendedor a domicilio. Quedaba bien como decoración y te regalaban un pequeño atril de madera. La verdad es que no sólo no había libros, sino que los huecos de la estantería seguían siendo huecos después de que algún jarrón u objeto de porcelana rellenasen.

Había poco dinero y éste se debía a otras necesidades más imperiosas.

Esta introducción simplemente para destacar que su afición por la escritura provenía más de su escasamente fructífera imaginación que por su extenso conocimiento en lectura, por lo que sus escritos eran de una calidad mediana y una mediocridad intensa. Es sabido que para llegar a convertirse en un escritor es necesario iniciarse anteriormente en la lectura. No conozco muchos escritores que se hayan convertido en tales sin haber sido grandes devoradores de libros, aunque puede que diga esto precisamente por mi escaso conocimiento en la lectura. Esta ofrece al futuro escritor vocabulario, expresividad, conocimiento sobre la lengua, además de ayudar a la imaginación y fomentar fórmulas que ayudan a definir lo cotidiano con una mirada diferente.

Cuando llegó al límite vital que para muchos hombres suponen los 40, un día, mirando un programa de televisión, de esos estúpidos que sirven para evadirse del cansancio diario, empezó a darle vueltas a la cabeza. No había logrado encontrar aún a una mujer ideal para casarse, sin prisa, pues el reloj biológico para el hombre no presiona en sus decisiones. Pensó en pedir un año de excedencia en su trabajo y poderlo dedicar a escribir aquella novela con la que siempre soñó. Fantaseó con hacerse famoso y rico, además, su vida cambiaría y se convertiría en un hombre atractivo para ese tipo de mujeres inalcanzables que siempre deseó.

Tenía un gran problema, seria dificultad si, como dijimos, su conocimiento lector llegó tarde, con muchas deficiencias, aunque llegó a realizar algunos estudios. Afrontar la creación de una novela supondría un conocimiento, o, al menos, haber aprendido a saber imitar, y, ¿por qué no? a plagiar cierto estilo, recursos lingüísticos que le ayudaran a resolver la ardua tarea.

Muchos escritores lo han conseguido, son expertos en absorber de otros los elementos para desarrollar ideas y frases que se sitúan bien en las novelas, frases llenas de ingenio que otorgan ese modelo expresivo tan característicos de los grandes best.-sellers.

Cuántas veces se había puesto a escribir. Se le ocurría algún relato, más o menos imaginativo, pero atrapar una idea original con un argumento interesante que mantuviera al lector, con ávido entusiasmo hasta el final, era algo que se le hacía inalcanzable.

Tenía que hacerlo, estaba en el límite, hasta aquí había vivido, y, a partir de ahora, utilizaría su experiencia para crear una historia con la que conseguiría que la vida, a partir de ese momento, no sólo fuera vivida sino que comenzaría el verdadero paraíso, la magia que todo el mundo desea y espera, por lo general, banalmente. Unos lo intentan con la suerte y juegan a la lotería o a otros juegos de azar; otros desean conseguirlo llegando a la televisión y convirtiéndose en grandes provocadores. El, sin embargo, había optado por el camino intelectual. La cuestión ahora era resolver ese hándicap que tenía con la lengua y que había adquirido congénita y hereditariamente.

Se llevó los tres primeros meses de excedencia emborronando folios, que llenaba de izquierda a derecha, agotando hasta el último espacio en blanco del folio, pero los resultados eran bodrios. Alguna frase o párrafo ingenioso, pero no iba más allá.

Se tomó en serio esta tarea que tenía entre manos y cada mañana se entregaba sistemáticamente después del desayuno hasta el almuerzo frugal  -pues el acto creativo lo tenía absorbido, extasiado, aunque, desgraciadamente con pésimo desenlace- que retomaba hasta últimas horas de la noche que arrancaba al día.

No lo conseguía, y día tras día, la evidencia de la falta de talento le abofeteaba la cara. Un día decidió tomarse un descanso. Pensó que, quizá un largo paseo, y observar le vendría bien para el acto inspirativo. Una intuición, una chispa creativa que iría prendiendo para lograr su fin. Anduvo calle abajo, y al final de la avenida, en un kiosco, de esos repletos de fascículos y cartones con los que las editoriales intentaban aumentar sus ventas, se entretuvo ojeando qué comprar, a ver si así, se le ocurría algún argumento para su novela. Aprovechó una oferta bastante barata de unas novelas clásicas, y, además, compró una revista, de esas que pretenden ser feministas, pero que repiten los mismos patrones de las mujeres-objeto, pero camuflados en falsos argumentos de “quiérete y dáte esos caprichitos…”. Sí, caprichitos, que por lo general nos gusta a los hombres, y alimentan nuestras fantasías eróticas. Bien lo hemos hecho, logramos salirnos con la nuestra. También compró un periódico que venía con un suplemento dominical y, además, traía unas gafas de sol que imitaban unas Ray-ban ahora tan de moda.

Se fue al parque y allí estuvo echando un vistazo al periódico, a la revista semanal y de chicas. Tuvo un flash, encontró un par de frases geniales, unas en el periódico, otras en las revistas, jugó con combinarlas y la idea obtuvo curioso resultado. Viendo que su estómago se revolvía para llamar la atención, decidió volver a casa para comer. En los pasos de vuelta, de regreso, la intuición se redondeó, “fantástico”, pensó, eureka, la idea estaba comenzando su hervor a medida que iba burbujeando parecía cada vez mejor. Abrió con ímpetu la puerta, corrió hacia su mesa, sacó un bloque de folios y abrió, más bien extendió, las hojas del periódico, de las revistas, de los libros y empezó, como alucinado, a mezclar frases, palabras, todas copiadas de los textos que tenía en frente; no tenía que buscar en su memoria la palabra más adecuada, no tendría que buscar continuamente en el diccionario, ni tratar de decir lo que pensaba, sólo escoger. Escogería la frase bien hecha, la ocurrencia original, los vocablos perfectos y combinarlos. Ellos solos irían creando el argumento, ellos irían desarrollando la novela, y él, sólo iría escogiendo, robando de aquí y de allí, sus palabras serían aquellas, y áquellas acabarían siendo sus frases, redondeando la novela fantástica con la que siempre soñó.

Sonó el despertador, eran las cinco de la tarde, la noche anterior estuvo de fiesta y tocaría un par de entrevistas, una en la radio y otra en la televisión. Además, ahora comenzaría la promoción y tenía por delante algunos meses de viajes, entrevistas y conferencias. Se desperezó feliz, y al estirarse rozó la piel suave de una mujer. Tenía al lado una chica joven y preciosa a la que anoche firmó un autógrafo después de la entrega de premios.

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