miércoles, 2 de febrero de 2011

Libro interminable

Lo eligió por su presencia, pequeño, coqueto, aunque no son atributos por los que se valore un libro, pensó, tengo poco tiempo y debo leer. Se insiste en programas culturales, se alardea en reuniones y comidas de trabajo. Entre los compañeros se intercambian títulos y autores. Oye, leíste tal o cual libro. Me ha tenido embebido toda una semana. Seiscientas páginas de intriga y aventura. Lo típico, los ránkings de los más leído influyen entre el personal y todos se dejan sugestionar por la publicidad latente y visible. Libros que adornan los escaparates de todas las librerías, pequeñas y de tipo supermercado. ¿Tiene usted este libro? Basta nombrar la primera palabra del título o el nombre de pila del autor para que atentamente el librero te indique su lugar en la estantería. Él compró ese pequeño libro, era de estas colecciones que se venden en los quioscos, de bonita encuadernación pero de baja calidad para poder abaratar su precio.
Su portada era roja y además, como detalle encantador, tenía la cinta clásica para marcar la página. Buscaba lo práctico, lectura fácil y corta, cosa que, por otro lado no prometía precisamente su título. El libro interminable. Vaya chorrada de márketing, pensó. Cuando llegó a casa cogió las tijeras del cajón para quitar el plástico protector. Lo pequeño del volumen le hizo sonreir, pero un libro es un libro y éste le serviría precisamente para comentar con los compañeros de trabajo o con los amigos, al menos para tener conversación unos pocos de días. Nadie tenía que conocer si era de edición tan minúscula. Así que, con poco esfuerzo y tiempo contaría su historia y divagaría con su argumento. No encontró más tiempo que en el baño, después de la cena para comenzarlo mientras liberaba su vientre de cierto peso. Comenzó como le gustaba a él comenzar, desde el principio, leyendo un breve, como no iba a ser, prólogo de la editorial y pasó directamente a la historia.
La letra parecía grande, que no comprendía como tan pequeño espacio permitía esa medida de letra. John Stuart, campesino de una colonia británica trabajaba en el campo por un jornal mísero que, sin embargo le ocupaba todo su tiempo. Apenas llegaba a casa para asomarse a la cama de los hijos que ya andaban en el mundo de los sueños. La mujer, de piernas gruesas y robustas, le esperaba cada noche cuando llegaba normalmente borracho, pues sin un alto en el camino en la taberna, no creía que tuviera fuerzas suficientes para terminar el trayecto a casa. Engaño de nuestro espíritu que hace al cuerpo creer lo increíble con tal de darnos un segundo de placer. Ella ya lo sabía, y había aprendido a callar para no despertar a la fiera en la que el alcohol transformaba al esposo. Ponía el plato de comida, poca cosa caliente, y dejaba que los efluvios que intoxicaban su carácter se fueran diluyendo entre el calor del hogar y el humo de la sopa. La historia prometía, pero su desahogo había sido culminado y no era persona de perder el tiempo y menos si el lugar tenía apenas poco más de un metro cuadrado de su húmedo cuarto de baño.
Después de la ducha, y ya sentado en el sofá, como el recorrido por las distintas cadenas no atrajo su atención, decidió, con el volumen bajo, a la espera del programa de humor que se anunciaba para dentro de media hora, retomar la lectura. No advirtió el comienzo del programa. La pantalla seguía emitiendo imágenes en ese juego de luces en los espacios publicitarios que, aunque estén sin sonido, no dejan de atraer al espectador. Pero él seguía así, ensimismado en su lectura, que no advirtió que la programación ya había pasado a los programas de concurso de madrugada presentados por chicas llamativas y los publirreportajes que anuncian desde zapatillas hasta cremas rejuvenecedoras pasando por extraños artilugios que prometen atributos para el orgullo y vanidad masculinas, y ollas fantásticas que liberen a la mujer de las esclavitudes culinarias. El reloj siguió avanzando hasta amanecer el día, no se inmutó por la insistente y compulsiva llamada del despertador. No notó tan siquiera que las letras fueron disminuyendo de tamaño hasta ser casi imposible su lectura. Por el contrario, alentó más su interés.
Por la tarde sonó el teléfono que, desde el trabajo querían saber a qué era debida su asusencia. No comió, no bebió, no hizo ninguna visita al aseo. No se sabe cuánto tardaron sus fuerzas en agotarse, en qué momento ya no tuvieron imagen sus ojos, ni sentido su cerebro. Para cuando derribaron la puerta, ya estaba muerto, la tele encendida, muda ante aquel espectáculo que se le ofrecía, ocupando ahora ella el lugar del espectador. El hombre yacía sentado, la cabeza baja en dirección a un pequeño libro que aún sostenía en sus manos rígidas por el rigor mortis. Pobre hombre, dijeron y, alguno disimuladamente se rió por lo ridículo del libro. Ironías de la vida, hay lecturas que matan. Y otro rió también sin querer. Él, tan preocupado por el tiempo, fue tragado por todo el tiempo del mundo.

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