lunes, 4 de junio de 2012

Por el perfume de otras palabras.


¡Soooo! Resoplaron con profundos bufidos los caballos a la tensión de las bridas. El carruaje frenaba en el centro de una plaza bulliciosa y entraba en los oídos de sus pasajeros el intenso rumor de las conversaciones de otros muchos viajeros, sonidos dispersos e inconexos que llenaban el aire de un ajetreo vital, más bien vivificador. Traían aquellos el alma distraída, adormecidos cuerpo y espíritu por el soporífero sonido del campo, donde el rítmico avanzar de los caballos y el trino de los pájaros eran únicamente interrumpidos por una voz lejana de la llamada de un campesino a otro. Los campos verdes, en vísperas de cosecha, traían también el molesto zumbido de los insectos, algunos, inoportunos e impertinentes se colaban en la cabina incordiando el tranquilo sueño.

Se situó el cochero en un lateral libre cercano a un mesón. Los viajeros bajaron, las señoras entraron buscando en primer lugar los retretes del local, para aliviar sus vejigas torturadas por el trotar del carro y para acicalarse un poco, sacudir sus vestimentas del polvo y añadir otros en sus mejillas. Los hombres, sin embargo, siempre igual, buscando cualquier esquina o rincón para descargar. Entraron al mesón después y tomaron vino fresco para suavizar sus gargantas.

Habían llegado a la primera parada de su destino. Apenas tenían una media hora de descanso, lo suficiente para que los caballos comieran y bebieran. Debían continuar el camino hasta hacer noche en algún lugar despejado del campo.

Las señoras estuvieron un buen rato en los servicios del mesón así que apenas les quedó tiempo para beber o comer algo. Las mujeres siempre igual, dando siempre más valor a las apariencias que a las apetencias del cuerpo.

El cochero no se mezcló con los pasajeros, se quedó al lado de sus caballos, a la fresca sombra de un árbol. Allí sacó de su bolsa un buen trozo de chorizo y un basto pan de dura corteza, que cortaba a trozos con sus sucios y oscuros dedos. Debía estar el pan más seco por el calor, que terminó sacando una pequeña navaja.

Al sonido de la campana comenzaron a salir del mesón montando cada grupo en sus carros. Vendedores ambulantes ultimaban sus negocios. Vendían telas, especias y legumbres, vasijas y jarrones. También algunos montaban tenderetes donde se mezclaban frutas y verduras con bizcochos y galletas; pan, miel y vino y hasta abanicos y bisutería con productos de coquetería femenina. Los hombres compraban tabaco y vino, pan y longaniza. Las mujeres llevaban paquetitos de pasteles y fruta. Adquirían alguna baratija y dudaban si llevar algún objeto de barro por temor a que se pudiera romper con el traqueteo del viaje.

El camino se fue sombreando con grandes hileras de árboles, y entre espacios aparecía radiante e intenso el sol. Corrieron las cortinas dejando el interior con una agradable penumbra que invitaba al sueño.

La tarde fue cayendo y aunque los árboles se fueron haciendo escasos, el sol bajo y amable del atardecer, refrescaba la cabina dejando correr el aire tras sus pequeñas ventanas. El ocaso se aproximaba y el cochero anunció la parada nocturna, segunda a destino. Aún quedaba la aldea lejos y decidieron pernoctar en un claro protegido por algunos pequeños árboles. Bajó el cochero y preparó algunos troncos para hacer la hoguera. Las señoras pasearon un rato juntas estirando piernas por los alrededores mientras los hombres preparaban el fuego. Ellas, con pudoroso disimulo, buscaron un apartado para las necesidades del cuerpo.

La noche al fin había caído sobre el campo. Una bonita noche estrellada, dejando ver sus diminutas presencias gracias a haber una luna creciente, aún fina y delgada, que tenía bajo su punta dos pequeñas estrellas a modo de pendiente. Las mujeres, soñadoras, se admiraban con tan hermosa e idílica imagen y los hombres barruntaban para el día siguiente un día aún más caluroso.

Después de compartir alimentos y bebidas, los hombres se recostaron cerca de la hoguera tapándose apenas con una fina manta con la que acompañaban su equipaje. El cochero durmió cerca de sus caballos y ellas quedaron al resguardo del coche cubriéndose con sus mantillas y cerrando la portezuela con el cerrojo interior, para evitar impetuosas lujurias que del hombre todo se puede esperar, desde el más joven hasta el más viejo, las noches así tan hermosas les remueven el cuerpo y les confunden el pensamiento.

La mañana surgió como el ímpetu de la juventud, bonita, agradable, risueña, voluptuosa, y llena de bucólicos sonidos. Buscaron las mujeres un lugar para el aseo, los hombres apenas se echaron un poco de agua a la cara del barril que portaba el carro y buscaron un árbol donde soltar el vientre. Quedaron ellas preparando café y tostadas que untaron algunas con miel, otras con aceite y alguno la mojó en vino. Tomaron algo de fruta y emprendieron la ruta. Aún quedaban dos horas para la tercera a destino.

La segunda noche alcanzaron una pequeña aldea. Los dueños del único bar del pueblo les ofrecieron dos habitaciones, una para los señores y otra para las señoras. El cochero quedó en la cuadra con los animales. Allí, el descanso y el aseo pudieron realizarse con la comodidad y discreción necesarias y a la mañana siguiente, las mujeres aparecieron hermosas y frescas, y los hombres afeitados y bien peinados.

Así pasaron cuatro noches y cuatro días. Al principio distantes, pero las largas horas compartidas dieron la ocasión para charlas amenas y ánimos cordiales. Hubo algunas historias contadas, algunas bromas y algún coqueteo sin ir a más, que se supiera o se diera a entender. Pero, entre conversación y conversación, sustituyeron la distancia del descanso en animados momentos durante el recorrido. Juegos y bailes, cantaban ellas y ellos tocaban las palmas. Tomaron vino y todos estaban alegres, en el silencio de la noche les pareció oír el roce de la tela de una falda entre las hojas secas del maizal. Quiénes se movieron protegidos por la oscuridad no se sabe, sólo los vio el ojo negro del cielo.

Gente bien diestra en disimulo, no se dejaron al descubierto los amantes nocturnos, y a la mañana siguiente, última a destino, decidió el cochero llegar sin hacer paradas, tan sólo para comer. Hubo dos corazones que probablemente lo lamentaron y tal vez se conformaron con pequeños roces. Esperaba llegar temprano a la ciudad a la hora más o menos concertada, si no había ningún imprevisto. Hasta el momento no hubo percances, caballo y carro se estaban portando bien. Los descansos para los animales fueron respetados, y la calidad del coche quedaba demostrada, también fue mérito el recorrido por caminos planos y amplios, cubiertos de gravilla fina. Apenas encontraron un par de zonas malas, algo pedregosas y con algunos baches que se pasaron sin dificultad. Démosles también su importancia a los caballos nobles y de buena raza, y cómo no, al cochero, diestro conductor que logró llevar a buen fin, con la máxima comodidad y seguridad a sus pasajeros.

Fin del viaje a destino, apenas había aclarado el día, la ciudad se vislumbraba con las primeras casas que iban apareciendo. Una gran plaza los recibía. Gente que iba y venía como locos sin un rumbo cierto, porque aparecían y desaparecían por la plaza como actores en escena. Carros y caballos se cruzaban con algún moderno vehículo a motor, y gente, mucha gente, como un caos de bultos humanos, restaurantes y tiendas. Toda una explosión para los sentidos, sentidos que venían abotargados. Sus miradas, acostumbradas a la tranquilidad del campo, no lograban adaptarse a todo aquel barullo. Cuando pararon los caballos a la voz del cochero, había en sus rostros un aire triste y melancólico, un abandono del espíritu al recuerdo de una fugaz vivencia, de exhuberancia campestre y goces mundanos.

A la más joven la esperaba un señor alto de mediana edad, tal vez algún pariente que venía a recogerla. Las otras dos fueron corriendo y excitadas hacia un pequeño grupo familiar que las recibían escandalosamente. Los hombres, más independientes, salieron cada uno en una dirección, dos cogieron un coche porque coincidían el camino. El cochero llevó los caballos a beber. Respondió al adiós a los hombres con la mano, y a las señoras, con un ridículo pero respetuoso saludo con el sombrero. Alcanzada la ciudad que recibía a cada uno, también separó sus vidas, sus destinos.

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