lunes, 14 de marzo de 2016

La huella



Hay una cuestión infalible, que es la mortalidad, que me sitúa irremediablemente en ese espacio indeterminado ante el fin de mi existencia. Sé con certeza que será mucho más corto que el ya recorrido.

Confieso que he vivido, como dijo el poeta, y ahora que ya podría, más o menos, cerrar el libro que contiene mi vida, una la escruta como un microbio extraño bajo un microscopio, donde sobresalen en ese elemento las partículas más inverosímiles, porque, curiosamente, hall as en ese revoltijo acuoso de la memoria detalles insignificantes que, sin embargo, se agarraron con fuerza a un cajón de tu cerebro, como el polvo oculto en sus ranuras, atrapados con cierta obstinación, marcando su presencia con determinante propósito a pesar de que tú los pasaras por alto.

He tenido una familia, un gran compañero, unos hijos sanos y felices, ahora estoy sola porque en este trayecto viajo sólo yo, no hay protesta en esta condición, la acepto con la misma normalidad que la sucesión de las cosas que esperas.

Inevitablemente quedaron inquietudes irrealizadas, defectos de fábrica, no hay vida sin errores ni frustraciones. Mi padre siempre quiso que yo hubiese sido un hombre. Ocurría con frecuencia, mejor un hijo que echara una mano, que consiguiera triunfar en la vida, superarlos para después poder ser ellos los protegidos. Sin embargo, nací yo y, aunque en principio no cabe duda que aquello le fastidió, procuró aficionarme a aquellas cosas que a él le gustaban y que hubiera preferido compartir con un chico, pero a falta de…, ya sabemos, buenas son hijas.

Pero una niña puede hacer las veces de un niño sólo mientras estés en esa edad indefinida donde los detalles no te diferencian. Todo cambió cuando me hice mayor y el mundo entero, que podría haber sido para mí, se me prohibió.

En duermevela aparece, bajo la lente de una inconsciencia agazapada, la visión nítida de un día que, sobre la arena del mar, escribí con orgullo, ya soy mujer.

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