jueves, 13 de marzo de 2014

Se suele decir



Se suelen personificar las agujas del reloj. Éste tiene piernas que retroceden o adelantan. Piernas que avanzan con su tic tac a paso marcial. Piernas que corren y últimamente vuelan.
Parece de este modo que el tiempo a pesar de tener su medida, no siempre va al mismo paso, a veces pasea por el espacio y otras va con prisas. Uno se adapta lo mejor que puede a las circunstancias, pero siempre anda en lucha con él. Acaba, cómo no, ganándonos irremediablemente la carrera. Hubo un tiempo en que el tiempo no existía como lo conocemos, ni controlaba ni absorbía todos nuestros movimientos en torno suyo. No había palabras que lo nombrara, ni artilugios intentándolo dominar atrapándolo en frascos o esferas. Pero es una ilusión vana, uno se cree ganador cuando llega a la hora, termina las cosas a su tiempo, proyecta acordando con él un futuro y basta un sólo segundo para que el mundo se paralice y las agujas nos señalan amenazadoras como dedos de un dictador o una enorme señal de stop.
En aquellos lejanos Tiempos, los cambios nos hicieron ver que algo se movía. Vivíamos sumidos en un tiempo inmenso, un tiempo básico por el que deambulaba la vida. Podíamos pensar no que hay una noche y un día, sino que eran muchas noches y muchos días. Que a este sol que mirábamos le diríamos adiós al llegar la luna y las estrellas. Y el nuevo sol naciente, sería eso, un nuevo sol recién nacido, un sol que estrenáramos con su brillo intenso antes de marcharse con su fulgor apagándose, anaranjado, empequeñeciéndose, como los viejos, replegándose sobre sí y llenarse el firmamento de nuevas estrellas y distintas lunas que repetían de vez en cuando formas. Así ocurría también con las personas, los animales, los árboles y las flores, todo el universo, nacía y moría en otro igual hasta que un día aparecía distinto y a final desaparecía. Pues ayer, hoy o mañana no existían. Al llegar la oscuridad todos nos despedíamos, decíamos adiós a los que nos rodeaban, decíamos adiós a todo lo que veíamos, al hermano y al enemigo, al rio y a la montaña, a los árboles y al camino. El reconocimiento mutuo no era por creernos los mismos de siempre sino por ser reconocidos en uno aún más grande, una identidad universal, porque el yo, el tú, o el nosotros no estaba en nuestro vocabulario, porque en cada hombre, mujer o niño, en cada planta, piedra o mar estaba la esencia única de la vida.
No sé a quién se le ocurrió la idea, ni por qué fue tan secundada, pero alguien quiso poner puertas al campo, fronteras en el mar y cotos en el aire. Alguien que seguramente se creyó diferente, tal vez mejor que cualquier otro hombre. Y quiso diferenciarse, separarse del resto, dividir y fraccionar, marcando distancias, siempre en una categoría de valor. Quiso regular ese movimiento vital y controlarlo, decidió que sólo habría un sol y unas estrellas y lunas que girarían y girarían en un espacio sin fin pero limitado por un número incontable, donde el principio se unía de nuevo con el final de un recorrido repetitivo y este sí, infinito.
Poco sabemos de lo desconocido y de lo que sabemos, poco podemos entender. Necesitamos conocer y cuando llegamos a algún sitio comprobamos que apenas si es la antesala de un espacio inabarcable. Nuestras cábalas no tienen más fundamento que el trazado por nuestras deficientes miradas. Sin embargo, creemos poder controlarlo todo y al final vamos pagando nuestras esperanzas frustradas contra la humanidad. En el fondo que incógnita mayor que el hombre y su destino.
Pero esta infinitud de desconocimiento, no se podría entender sin límites y por ello cada una de las cosas, de los seres vivientes o no vivientes debían tener una caducidad. Sin esta limitada existencia no se podría entender la muerte. El fin de las cosas que observaban nuestros ojos, que entendíamos como una continuidad del mismo ser, que en un momento dado desaparecía para no volver a ser. Así es como empezamos a especializarnos en la diferenciación, poco a poco al principio y actualmente contra reloj.   
El tiempo para el hombre es fundamental, regulamos continuamente nuestras vidas con respecto a un tiempo, que transcurre entre las pautas que hemos creado a nuestra medida. Fijándonos en el cielo y en la tierra. Lo aquí presente y lo que ya no está porque elementos como la distancia, los cambios entre el sol y la luna, las lluvias y las sequias, el frio o el calor, lo que aún nos separa, lo que aún no está y tal vez esté allí, marca un paso, un número, un cambio que dirige este tiempo nuestro.
Hemos otorgado demasiado poder a ese pequeño dictador que controla esos cambios que percibimos, que primitivamente hicimos tan grande y extenso como el universo y que poco a poco lo redujimos, minimizándolo hasta los nanosegundos. Pero aún no quedará ahí nuestro afán perfeccionista, todavía llegaremos a reducirlo a la mínima expresión, y entonces el tiempo no correrá sino que será supersónico y nuestras existencias apenas serán flases de luz.
Ya no corre el reloj, ni le damos cuerda. Hoy más que piernas, el reloj tiene alas, vuela, desaparece en el cielo, volviendo a aparecer y encontrándonos repitiendo otro lunes más, cuando permanece todavía, el desagradable despertar del lunes anterior.
El tiempo, se va tan rápido, que las semanas, las estaciones, los años, pasan delante de nuestros ojos como fotogramas de una película muda, como postes y árboles en una autopista, como el paisaje que vemos a través de las ventanillas de un tren. Y como el tiempo pasado lo miramos desde la distancia, estático, grandioso y reposado casi eterno ajeno a la velocidad de la máquina, lleno de todo el tiempo del mundo desde sus inicios.
No es el tiempo el que provoca los cambios, ellos solitos ya existían por sí mismos. Ni siquiera es la vida la que nos impulsa en este recorrido, es la muerte, la presencia continua que nos despide de un sol para siempre. El tánatos, la fuerza impulsora que nos hace matar a la vida, al otro o a nosotros mismos. El miedo atenazador que evidencia nuestras vulnerables vidas. La muerte, esa princesa sin rostro que se presenta parando todos los relojes. Su beso frio intercambia un segundo lleno de luz y calor por otro segundo helado y oscuro. Dejando sobre el pavimento una materia ya inerte y paradójicamente aún llena de otras vidas, reguladas por otros tiempos, otros relojes marcando su patético tic tac.

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