Cada mañana
lo planeaba y por una cosa u otra acababa cada noche vivito y coleando. Estaba
cansado de esta vida que ya me parecía muy larga, y el día a día sin sorpresas
más que las acostumbradas: problemas al orinar, la pierna fastidiada, la
compañía ruidosa de una sala llena de viejos y viejas como yo en una mezcla
extraña de murmullos solitarios, algún que otro quejido o suspiro, a veces
llegando al lamento, y esa maldita tele con su griterío de fondo, su mundo
multicolor y paradójico de desgracias y anuncios ayudando a una ilusión casi ofensiva, sobre todo en este
contexto donde sus prometedoras perspectivas caían en un destartalado saco
roto.
Estaba
harto de todo, de la comida, del horario estricto, saturado del muestrario variado
de pastillas como carta de colores, repartidas en desayuno, almuerzo y cena. De
tener que comer cuando no quería, de no poder comer lo que deseaba, del timbre
para las llamadas, de las palabras de condescendencia y de reñirnos como si
fuéramos niños mal criados. Sin más distracción y movimiento que el intento,
qué digo, simple amago para coger la pelota en los juegos, el párvulo machaqueo
en las sesiones de ejercicios que, con cierta grandilocuencia, llamaban hacer
deporte. Mucho nombre para mover dedos hacia arriba y abajo, inclinar la cabeza
de un lado a otro, que parecíamos patosos cabezudos en desfile. Giro del pie
completo, nos insistían, marcando ese círculo perfecto. Pues antes hago la O
con un canuto a pesar de este temblor de manos, porque este movimiento no llega
a más que a un torpe intento frustrado, si de algo tuvo de ángulo, fue del
llano y del círculo sólo el diámetro.
Lo
había intentado con todo, un bote de pastillas robado al vecino de cama, que ya
apenas se enteraba de que aún seguía en este mundo. Comiendo cosas en mal
estado, un yogur, unas galletas revenidas, un pan con moho, pero nada,
acostumbrado el estómago a la porquería con la que aquí nos alimentaban, ni se
inmutaba siquiera, ni una triste diarrea que me llevara de este mundo cagando leches.
Dirán
ustedes que dónde queda la fuerza, la valentía, el desgarro horripilante, la
grotesca mueca de un buen trago de lejía, o ingerir aguafuerte; tirarse a la piscina
sin agua o con agua y cargar el flotador con piedras o salir corriendo desde la
puerta y lanzarse por la ventana. Incluso decidí un día dejar el bastón y
aprovechar un suelo
encerado o mojado para dar una carrerilla bochornosa y descalabrar mi maltrecho
esqueleto. Pero ni las venenosas bebidas estaban a mi alcance, que estas
jodidas limpiadoras guardaban a buen recaudo, ni la piscina era tan honda, que
más parecía una fuente donde esta macedonia de carnes arrugadas se remojaba,
pasando ya de garbanzos a la maceración putrefacta. Tampoco, como es de lógica,
servirían anclas de peso para hundirse uno, pues de las pocas veces que intenté
refrescarme en ese charco caliente, ni hueco tenía para moverme y mucho menos
para intentar hundir la cabeza. De la ventana ni para asomarme, a no ser que
tuviera un gato a mano para abrir las rejas y para el caso, apenas un metro
tenía del suelo al piso, pues todo el edificio era de una sola planta baja. Y
lo de provocar el resbalón lo pensé un poco mejor y creí que como mucho
conseguiría romperme la cadera, y creo que eso aún complicaría más las cosas y
no sería la solución perfecta, la despedida triunfante, el brindis al sol y
decirle a la vida, ¡ahí te quedas, puñetera!
En fin,
que hoy, no sé bien cómo fue, que se me ocurrió esta solución. La salida de los
jueves tenía la clave. Las monitoras, dos chicas alegres y amables, muy jóvenes
y guapetonas, siempre con sus bromas con estos pobres ancianos que apenas les reímos
sus gracias, no por malajes, claro, sino más bien por falta de oído. A nosotros
lo que realmente nos gusta es contar nuestras batallitas e historias, retahílas de quejas,
mostrar orgullosos nuestras fotos que llevamos en la cartera, demostrarles a
estas jovenzuelas que uno también fue joven y con buen porte donde los haya,
que este cuerpo trajinó a más de una como ellas. A las mujeres más dadas a los
hijos y nietos les gusta contar sus vidas, duras pero hermosas, sus atentos cuidados
con su familia, su conformismo en no ser ya lo que eran, ni sombra de aquellos
ojos ni boca jugosa, ni dientes dentro de ella, ay todo se fue con los años y
trajo el dolor inevitable ante cierto abandono de aquellos y de tantas
soledades desde que se muriera su Paco, Manolo, Antonio o Eustaquio.
El
jueves, como digo, nos sacan de paseo, nos hacen un pequeño recorrido por el
parque, nos permiten hacer algunas compras, pero siempre bajo la atenta mirada
y custodia de las monitoras, no vaya a ocurrir alguna desgracia o alguno se
pierda tal como tienen la cabeza. Así que vamos vigilados como niños, pero
recorriendo las calles como turistas del Imserso.
Ya lo
tenía, lo único que me echaba para atrás era mi preocupación por buscarles un
disgusto a estas chicas tan majas. Como todos vamos lentos, unos más y otros
menos, con ayudas de sillas o taca-taca algunos, otros aunque confiados de sus
piernas sus pasos ya no dan para grandes zancadas, en los semáforos siempre nos
juntan a todos para cruzar en el mejor momento. Pero siempre en los minutos que
dedicamos a visitar alguna tienda, comprarle algo al nieto o un capricho para
uno y como casi siempre lo normal es que estos establecimientos estén situados por
las calles más céntricas, nos obligan a ir caminando apretaditos abarcando toda
la acera, a veces casi por el filo con el consiguiente peligro. Fue pensando en
esto donde vi la ocasión.
La idea
me vino tan de improviso, clara y nítida como una revelación, tan buena me
pareció que dudé de mi inteligencia por no habérseme ocurrido antes, tan audaz,
eficaz y simple solución. Sí señor, por si todavía no lo habéis imaginado, mi
decisión era lanzarme al asfalto cuando los coches estuvieran pasando.
Pero gracias a las fantásticas resoluciones
municipales para la seguridad de los ciudadanos y el extremo cuidado que
últimamente ponen en el mobiliario urbano, las aceras por donde ahora nos
llevaban tenían barandillas protectoras, abiertas sólo en aquellos espacios
donde cruzar la calle era recomendable. Sin embargo, como ya estaba mi mente dirigida a, es decir,
enfocada hacia ese fin, uno metido en el tema tiene más fácilmente respuestas
alternativas, y fue así como ya lo vi del todo clarísimo. Cómo no lo había pensado
antes… ¡el paso de peatones! Pues claro, ¿quién respeta ese espacio pintado,
esa cebra de la selva de asfalto caliente? Nadie o casi nadie. Aprovecharía el
descuido de las monitoras o mientras las viera atendiendo a otro compañero y, ¡hala!
me lanzaría confiado como adolescente queriéndose comer el mundo y al fin ser
tragado por él.
¡Vaya
bochorno! No conseguí más que un rapapolvo.
¡Por qué me tuvo que tocar el conductor más cívico, el vehículo con el mejor
sistema de frenado! ¡Qué ridículo hice! Fue tan grande que si no morí en ésta
podría haber muerto de vergüenza. Encima me sentí culpable porque las jóvenes,
aparte del gran susto que se llevaron, recibieron una reprimenda en el despacho y, por si fuera poco,
tengo a todos los demás ancianos en mi contra pues el asunto este ha traído
consecuencias. Por lo pronto, dos semanas sin salir y a partir de ahora, nada
de compras por estas zonas, a lo sumo parque y palomitas, cháchara al aire libre,
a la sombra de un buen árbol y el reposo tranquilo y sin peligro del duro
banco.
Nada,
los días van pasando y la amenaza de los años parece no ser suficiente para que
ya vaya acabando esta rutina de una vez, pesada y cansina, venga sonda cuando
esta agüita amarilla se niega salir, estas llagas en la boca, estreñimiento
cada dos por tres, malas noches de insomnio y días de esqueleto oxidado,
dolorido que dicen tiene que ser esta maldita humedad del mes de abril. Pues no
sé yo que pensar cuando llegue otra vez diciembre.
Mira,
lo que ahora me he propuesto es matarme a cigarrillos, en plan vicioso, así que
a ver si puedo chantajear a alguno de éstos y los compro de contrabando conseguido
a través de algún nietecillo que les hace de camello. Me he propuesto gastar la
paga entera para esto, en fin, ¿para que la quiero? Mejor comprar todas las
cajetillas que pueda y fumar como un carretero a escondidas, a lo loco, como
una chimenea, poniendo en peligro mi vida si hace falta al relente de la noche.
Si no caigo de esta ya lo que me queda es atragantarme con algo o, ¿quién sabe?,
si cerrar pico y negarme a comer, pero esto no es posible pues corriendo te
meten un tubo o te atan a la cama con la aguja del suero… ¿Y si esta noche me
niego a respirar cuando todos estén dormidos? A ver, ya les cuento, ¡qué digo!,
ojalá al fin me calle.