miércoles, 16 de enero de 2013
domingo, 13 de enero de 2013
Estoy muerto
Estoy
muerto. Soy un padre de familia, de clase media y a punto de cumplir los
cincuenta. Pero estoy muerto, si por extraño que parezca, no es una metáfora,
ni siquiera una sensación de ánimo. Literalmente estoy muerto. Morí hace ya
muchos años, en mi adolescencia, mientras paseaba sobre las piedras que la
marea baja deja sobre el bonito mar de mi ciudad. Era verano y todos sabemos,
bueno los que estamos acostumbrados al mar, que las piedras tienen una alfombra
verde de líquenes muy resbaladiza.
Avanzábamos
mis amigos y yo, saltando de piedra en piedra, cuando coloqué mal el pie, en el
lugar menos indicado y resbalé dándome un fuerte golpe en la cabeza. Un enorme
chichón se me formó en la zona occipital. Ahí quedé herido de muerte, pero más
preocupado por el ridículo que por el fuerte dolor, me levanté aguantando las
lágrimas y volvimos por la orilla mansa de la playa. En ese paréntesis
desaparecí, pero seguí viviendo en un mundo paralelo, donde todo se mantenía
igual, donde mis padres eran mis padres, mis hermanos seguían siendo mis
hermanos y aún mantenía también mis amigos, mis costumbres, mi vida.
Yo
estaba muerto pero una vida paralela tomaba el relevo.
Por
qué, si todo seguía igual, cómo sabía yo que en realidad estaba muerto. No lo
puedo explicar, eso es cierto. Sólo sé que lo sé, y que no puedo entrar en
aquel mundo que abandoné y dejé a todos con mi ausencia. Yo, sin embargo, aún
los tengo y es muy duro saber, que estando aquí como estoy, habiendo crecido y
realizado una vida plena y satisfactoria, que allí estén añorando mi recuerdo.
Quizá
lo veáis como una putada, y así yo también lo siento, porque ellos no se dan
cuenta que siguen conmigo. Que han vivido conmigo mi trayectoria, mis triunfos
personales y profesionales, también mis fracasos, mis alegrías y mis tristezas.
Mis hijos disfrutan de sus abuelos, pero yo se que aquellos otros avatares ni
siquiera conocen su existencia.
A
veces me pregunto qué yo es el real, qué yo es el auténtico. ¿Vivo una
ficción?, ¿es aquel triste final de aquel yo una ficción? Esto me angustia
algunas veces, pero cuando cojo a mi hija pequeña y la abrazo y juego con ella
o cuando beso a mi mujer y me admiro de tenerla, cuando visito a mis padres que
se han hecho viejos, cuando quedo con mis amigos, entonces ¿cómo puedo dudar de
esta dualidad? Es cierto que esta experiencia mística, intransferible e
inexplicable, secreta, que sólo yo comparto, me tranquiliza porque estoy seguro
que cuando alguien se marche de mi mundo, aquellas muertes que me toque vivir,
que ocurran en este espacio en el que ahora vivo, sé que permanecerán siempre
conmigo y seguiré con ellos en ese otro mundo donde él o ella haya entrado.
Pero también sé que los añoraré cuando eso ocurra, porque esos abrazos, ese
caminar conjunto con ellos no me serán conscientes en éste y sufriré de todas
formas sus ausencias. Moriré de nuevo en este mundo que imagino ahora paralelo,
pero que tal vez sólo sea una proyección infinita, un holograma, una visión
tardía como el fulgor de una estrella muerta, un universo lleno de pequeños
espejos donde la luz que se acerca a la vez se aleja, energías que giran dentro
de ese calidoscopio creando imágenes ilusorias.
No
encuentro la fórmula de cómo indagar en todo esto, no sé cómo poder investigar,
compartir esta realidad cierta, sin que me tomen por loco o iluminado. No sé si
soy el único que tiene esta certeza, o quizá esté rodeado de muertos que no
entienden o no pueden explicar, el por qué de sus vivencias. Un mundo al fin y
al cabo todo de muertos ignorantes o no de su calidad de muertos.
A
veces la angustia se agarra a mi pecho, cuándo dudo si mis hijos, si mi mujer,
si mis padres, si todos mis amigos y conocidos, están sin estar. Y sólo sé que
debo parar con estos pensamientos, porque entonces sí que acabaría loco y
además qué consigo con ello. Así que salgo de este laberinto claustrofóbico y
me pongo en contacto con la realidad cotidiana que rápidamente me fagocita y
hasta olvido por momentos que yo, estoy seguro, soy un muerto.
Me
pregunto, ¿sería posible que tras el Big Bang se formaran mundos idénticos
concéntricos, y simplemente avancemos como las ondas y seamos la primera pero
expandida, simples reflejos del núcleo, la esencia, la unidad. Ya veis, no
puedo hablar del tema, al final parece que pierdo la cabeza, esta cabeza que
contiene todos los mundos posibles pero vividos uno a uno. Entonces, tal vez,
deba decir que este vivo estuvo muerto o que vivo y muerto sean lo mismo.
Cosas que ocurren en lugares perdidos
Hablamos
de un pueblo de cuyo nombre no me acuerdo, perdido en una sierra de nuestra
extensa geografía. Se llega a él subiendo una espiral de estrechos caminos.
Oculto en la montaña llegamos de casualidad, después de serpentear en
pendiente, largas, peligrosas y mal asfaltadas carreteras.
Tiene
pequeñas casitas blancas con techos de tejas viejas de piel marcada por lluvias
y nieves. Azotados por vientos, desde una eternidad que se pierde en la
memoria.
Apenas
creció el pueblo un par de kilómetros bajando la ladera. El pueblo es frío en
invierno y caluroso en verano. De unos años para acá, tiene muchos visitantes,
sobre todo los fines de semanas. Llegan con sus coches, que apenas pueden
entrar por las calles, así que los aparcan normalmente en la pequeña explanada
de la entrada, donde un discreto rótulo anuncia el nombre del pueblo y da a los
visitantes la bienvenida. Tiene para estos el pueblo una peculiaridad especial,
que les atrae como un espécimen en extinción. Todos alaban su aire puro y su
buena comida.
Llegan
familias con sus hijos que dejan corretear libres por las escasas calles del
pueblo, despreocupados y relajándose de la tensión que traen de la ciudad.
Parecen aves a las que se les abre la puerta de la jaula y salen en estampida
revoloteando sin ton ni son de aquí para allá, disfrutando de un parque
temático natural. Aquí no hay peligro para los chicos, nada de coches ni
muchedumbre de gente anónima y sospechosa. Van saludando a los viejos que se
sientan al sol en las puertas de sus casas. Se ven pocos jóvenes y la mayoría
de los que se ven, no son del pueblo. Vienen parejas que alquilan alguna casa vacía
o se hospedan en el coqueto y único hostal del pueblo, también situado en la
plaza del Ayuntamiento, porque todo lo importante se encuentra allí: el bar, la
farmacia, la pequeña escuela, la casa de la maestra, la del médico y por
supuesto la vieja iglesia de piedra románica.
Son
pueblos añorables como de una época utópica de gente buena y costumbres sanas.
Sobre los que expertos sociólogos y antropólogos, forasteros en general opinan
erróneamente. Donde uno al final se queda con la imagen simple y naif, como si
no pasara de la antesala del conocimiento. Qué leche, aquí nos las veíamos bien
crudas, nos diría cualquier parroquiano. Esta tranquilidad y vida sosegada, de
feliz apariencia sólo es producto del paso de los años en sus cuerpos que ya
esperan la muerte. Todos ignoran sus manos encallecidas y amoratadas por el
frío y duro trabajo. Sus espaldas arqueadas de trabajar la tierra, la piel
curtida por un sol implacable, de soledades por caminos pedregosos pendientes
del ganado, a veces sólo cubiertos con un saco cuando la lluvia o la nieve les
sorprendía. Vidas que comienzan con el canto del gallo y duermen cuando aúlla
el lobo, aunque sin descanso. Mirando al cielo preguntándole sin hallar
respuesta. Para qué tanto trabajo y sufrimiento. Luego en la casa mujeres
atendiendo las rutinas del comer, el cuidado de los hijos, los quehaceres
propios, sin comodidades domésticas y colaborando con el marido en el cuidado
de animales y del campo, mujeres y hombres fuertes, recios que envejecían
pronto y mal. Ahora, tienen su tele, su frigorífico y lavadora, sin embargo, no
dejan a pesar de estas ventajas, sus manos ociosas. Ahí las veis en la
casapuerta con sus labores o en la cocina haciendo panes, tortas, dulces de la
época o guisos que ya no saben igual.
Uno
entra en el pueblo y le inunda la añoranza, el recuerdo ancestral de nuestra
existencia primigenia. Pero esa pureza no estaba exenta de sufrimientos y
penalidades. Ese pueblo para niños caprichosos de ciudades anónimas y crueles,
miran haciendo una lectura de fantasía e irrealidad, como se leen los cuentos,
con ojos soñadores. La magia del paraíso perdido y recuperado en este paisaje
humano y natural de un mundo ideal y fuera del tiempo.
Después
de subir y bajar callejuelas, entrar en la pequeña iglesia y visitar el modesto
museo, que cómo no, también está en la plaza del Ayuntamiento, con aperos de
labranza, cencerros y silbatos del pastoreo, trajes regionales, mantas de pura
lana, artilugios rústicos y toscos pero con encanto, residuos de un reciente
pasado. En otras estanterías se ofrecen productos típicos de la zona, dulces
artesanales, quesos y jamones, mermeladas caseras y por supuesto, vinos
exquisitos.
Al
anochecer cogen sus coches ruidosos y dejan de nuevo al pueblo sumido en un
bullir de luces alejándose y un tímido alumbrado acompaña a un inmenso
silencio.
La
gente del pueblo es afable y de fácil conversación, tratan a los visitantes con
cariño y hasta agradecidos por traerles distracción y alegría. Los forasteros
pasean con la curiosidad de lo novedoso de un tipismo que para sus habitantes
no es más que su rutina dura del día a día. Le alaban la suerte que tienen de
poder disfrutar de esta tranquilidad y de su paisaje. Los del pueblo sonríen
cuando oyen esto, y los compadecen por su ignorancia e ingenuidad infantil.
De
un tiempo a esta parte lo visitan también algunos extranjeros, vienen de países
lejanos, son altos y rubios, elegantes y educados. Son mayores pero se mueven
ágiles y seguros. Visten bien y traen enormes coches que para nada les sirven
aquí. Preguntan mucho y hablan con la gente del pueblo, se dan a conocer y
sobre todo quieren saber si hay casas a la venta. Quieren probar sus comidas,
saborear sus vinos, que los vuelven locos. Normalmente silenciosos, cuando
llenan sus estómagos con el buen comer y aclaran sus gargantas con el buen vino
de la tierra, se convierten en personas ruidosas, arman escándalo y son más
desinhibidos. Ríen a carcajadas y sus rostros de natural blancos se transforman
en rojo bermellón. Les hacen chiribitas los ojos, felices como niños.
Cuándo
recogen concienzuda información, se compran la casa más grande del pueblo, la
transforman, la reparan, la embellecen y ya instalados, te los ves muy temprano
salir con sus perros de paseo.
Hablemos
ahora, de Antonia, una mujer mayor del pueblo, con pañuelo a la cabeza y
vestida de negro. Como todas las mujeres de su edad, después de hacer sus
faenas de la casa, se sienta a la puerta a continuar con su labor de punto o
costura, una toquilla, algún jersey, un pañolito bordado o tal vez, algún
remiendo.
Antonia
vive frente por frente con uno de estos extranjeros. Una pareja encantadora de
sexagenarios, pero que al lado de ella, que tiene la misma edad, aparentan ser
unos jovenzuelos. Tienen un perro grande de pelo rubio venido a blanco, como el
de ellos. Entre saludo y saludo, supo que eran ingleses pero hablaban
perfectamente nuestro idioma y se entendían con facilidad. Hasta captaban las
bromas típicas de los viejos, sin embargo, a ella le costaba a veces entender
su hosco sentido del humor, un tanto irónico y con dobleces. En ocasiones no
sabía bien si la estaban halagando o se estaban riendo de ella, casi mirándola
por encima del hombro. Cuando la hacían sentir así, pensaba para ella: vaya,
tal vez, no tenga tan exquisita educación, pero aunque pobre y con pocos
estudios, estoy orgullosa de cómo me han criado mis padres, honrada y
trabajadora. Además había aprendido como pocos a leer y a escribir. Aunque los
documentos oficiales que recibía siempre tenía que aclarárselos algún nieto,
pero eso, no era por falta de ella sino por defecto de ese lenguaje enrevesado
de esos impresos. Que lo hacen a propósito para confundirnos y sacar provecho
de nuestra honradez e inocencia que de trucos y sinvergüencerías no entendemos.
Los
señores Preston llegaron aquí hace unos seis meses. En las fiestas del pueblo
donde las mujeres hacen dulces y embutidos, y los hombres matan cerdos, ellos
participan en el jolgorio. Tienen ya amigos pero no son del pueblo. Son
compatriotas que vinieron igual, comprando viejas casas, reconstruyéndolas a
todo lujo y dinero. Así que, les gustan nuestras costumbres, se relacionan con
la gente del pueblo, pero sólo hacen amistades entre ellos.
Son
curiosos, les gusta aprender y siempre se lo llevan todo a su terreno. De
tradiciones y costumbres selectas y férreas que adquirieron de allí de donde
vienen y que no abandonan al llegar aquí.
En
el pueblo se hacen unos dulces riquísimos. La panadería se pone las botas los
fines de semana. Son pastelitos de manteca de cerdo, harina y huevo. Unos se
espolvorean con azúcar, otros llevan trozos de frutos secos y algunos se mojan
en miel. La variedad no es muy grande pero están todos hechos con productos
naturales y sus formas y adornos los hacen diferentes, pero a cuál más rico y
sabroso.
A
estos ingleses les gusta el chocolate. Aquí no sabemos si por tradición o
pobreza, se usa poco. Así que imitando a la gente del pueblo, aprendieron a
manejar con las manos la repostería típica de la zona y les incorporaron la
nueva delicia, el chocolate o chocolate,
como les llama ellos. La gente no reaccionaron bien al principio pues les
gustaban sus sabores acostumbrados, sus galletitas y pastas, sus tortas
blanquitas y esponjosas, y no les atraían de entrada aquella capa dura y
oscura. Poco a poco probaron lo nuevo. Se creó la polémica, que si son más
buenas que las nuestras, que si no. Que dicen que tiene poderes afrodisíacos,
que si han dicho que más de uno después de comerlos ha hecho alguna locura, y
eso que hacía años que andaba aquello muerto. Las mujeres más conservadoras
discutían con las innovadoras. Aquello se estaba convirtiendo en casi una
religión, donde las capillas enfrentadas eran las casas donde se reunían
alrededor del horno las unas y las otras. El diablo había hecho acto de
presencia en forma de esa capa marrón y reluciente con un sabor persuasivo y
dosis de locura. Pero sobre todo es que estaban riquísimas y de sabores nuevos.
Antonia
una vez las probó, se las ofreció la
vecina y para no ser mal educada las aceptó. Si hay que decir la verdad, ella
aparte de placer gustativo, no sintió nada más. Tuvo que reconocer no con
cierta reticencia y hostilidad, casi a regañadientes como una niña, vale están
buenas. Vaya que si lo estaban, tal vez, fuera la novedad del sabor, de vez en
cuándo apetece probar cosas distintas, aportan variedad a la vida. Es eso lo
que al fin al cabo buscan esos ilusos aquí.
La
seguridad que siempre habían tenido en sus costumbres y tradiciones, se
tambaleaba. Su fe en sus creencias encontraban un enemigo, un rival. Que
alteraba, como los jóvenes rebeldes, la rutina establecida, misa los domingos a
las doce a la llamada de campanas. Campanas que ya sólo avisaban cuando Manolo
se encontraba bien de su pierna y los dolores le daban un descanso para poder
subir al campanario. Total, el horario es el de siempre y a pesar de la mala
memoria de los viejos, parecen tener un reloj incorporado en su monotonía y
como autómatas se dejan llevar.
Antonia
pensaba que el pueblo estaba cambiando y no sabía si alegrarse o no. Porque a
ella también le gustaría mirarlo con los ojos nuevos de los visitantes, con la
mirada inteligente y suspicaz de sus extranjeros. Poco podía añadir ya Antonia
para mejorar su vida, ya quedaron atrás aquellos duros años de criar hijos con
la dureza y los límites de la pobreza.
Probó
la nueva religión del chocolate que poco a poco fue instaurando y mezclándose
entre los típicos y artesanales dulces del pueblo con estos modernos e
internacionales, aunque también artesanos. Competían en la acogedora
pastelería, que ahora desprendía sus nuevos olores animando el viejo y
entumecido espíritu de la gente del pueblo. Mostrados en el escaparate lucían
hermosos y golosos, ¿quién no pegaba la nariz a sus cristales?
Pronto
se hace el pueblo a las nuevas costumbres, pronto sacan algún dinero de las
casas que los muertos o los hijos que marcharon dejaron vacías.
Y
Antonia como cada día se echa la mantilla al hombro que cruza por la cara y
agarra cubriéndose la boca para evitar el frío aire de la mañana, camino de la
iglesia a rezar un Padre Nuestro y el Ave María, y después de vuelta a casa de
nuevo. La señora Preston le trajo ayer una bandeja con sus galletitas de
chocolate y estaba impaciente, después de cumplir con sus obligaciones
religiosas, coger su cafecito y comer una o dos de esas delicias.
El
pueblo protagonista y espectador de estas pequeñas cosas, algo añoso y moderno
a la vez, no deja de ser simplemente un pueblo, como otros perdidos en esta
extensa tierra de un mar de mundos, pequeños, anónimos, silenciosos que pasan
por la vida ocultos y desconocidos entre estrechos caminos y angostas
carreteras, como lugares mágicos sorpresivos, como aparecidos por arte de
birlebirloque, entre las manos o la caja cubierta por un pañuelo de un mago.
Tras la tormenta de una noticia viene la calma
Pensaba
inútilmente qué podría hacer con su vida. Sentía que le ardía la frente y un
escalofrío le recorría el cuerpo. Podía escuchar sus neuronas impactando como
los coches choques de la feria. Chispas que desataban un caos de sentimientos.
La sangre realizaba su circuito emitiendo llamaradas de fuego que buscaban
salida por sus ojos, avivado por lágrimas que se negaban a apagarlo.
Había
salido de allí pensativa caminando lentamente, resonando aún en su cabeza las
palabras del médico. Palabras que escuchó dejando perdida la mirada en la
imagen que veía a través de la ventana situada detrás de él. El cielo estaba
gris, anunciando lluvia y sin embargo la tormenta se había desatado dentro.
Bajó
las escaleras casi midiendo cada paso, con un andar seguro, como si pusiera
todos sus sentidos en ese mecánico acto. La gente con la que se cruzaba eran
meras sombras indefinidas, tan ausente se hallaba de la propia realidad que se
sentía ajena a todo lo que ocurría a su alrededor. El mundo avanzaba a su lado
como los postes del tendido eléctrico que ves pasar cuando estás en un tren,
sentada en la dirección contraria a la que lleva sin ver venir el paisaje, sólo
viéndolo marchar.
Frente
al hospital se encontraba un pequeño parque alargado que seguía en paralelo la
calle. Espacios verdes con pequeños arbustos y árboles seguidos por un camino
de arena anaranjada. Repartidos sistemáticamente, bancos de hierro forjado,
ocupados por viejos que comparten silencios, entretenidos en ver la gente pasar
y de vez en cuando conversan sobre el tiempo, que hoy era especialmente frío.
Esperó a encontrar uno que no estuviera ocupado y algo apartado para poder
reflexionar y arreglar aquel destrozo provocado en su cerebro. Se cruzó con
unos jóvenes bulliciosos y provocadores repartidos por el banco entre respaldo
y brazos, como siempre con la mirada rebelde de lo establecido, cualquier lugar
mejor para sentarse que el impuesto. Un poco más adelante en otro banco, un
hombre joven solitario comía un bocadillo, tal vez en un descanso del trabajo
en alguna de las oficinas repartidas entre los pisos de aquellos edificios que
engullían todo un muestrario de empresas, desde agencias de seguro, consultas
de médicos o dentistas, bufetes de abogados o de empresa organizadora de
eventos. Entre tantos carteles anunciadores no faltaban ahora más que nunca los
de Se Alquila. Allí en una de
aquellas ventanas un rótulo con el dibujo de un camino que se perdía en el
infinito, el anuncio de una funeraria Tu
Último Destino. Qué cabrones, pensó no sin sentirse intimidada por sus
propias palabras.
Buscaba
el discurso adecuado para comunicarles la noticia, pero por más que intentaba
colocar las palabras en su justa medida, no hacia más que evidenciar su torpeza
y su propia debilidad. Optó por el silencio, la voz que calla para ocultar una
realidad horrible.
Sumergidos
sus pensamientos entre una melodía de un melancólico Blue Nile, sentía como la vida no es más que esto, una rutina
salpicada de vez en cuando por agradables y desagradables sorpresas que
inyectan el veneno en tu piel y agitan tu mundo como la piedra la planicie de
un estanque. Quería trasladarse a aquellas emociones que provocaron esta misma
canción hace ya mucho tiempo en el refugio de su habitación. El tiempo había
modificado el espacio de su vida en muchas cosas maravillosas. Aunque ahora ese
mismo espacio parecía derrumbarse bajo sus pies.
A
pesar de la oscuridad del día, la luminosidad del atardecer conseguía atravesar
la humedad del aire. Un sol que no se rendía, con actitud valiente aún sabiendo que la batalla ya la tenía
perdida con la llegada de la noche.
Sola
en aquel banco, sentía que había demasiados pájaros en su árbol. Sintió unas
ganas inmensas de llorar, soltar aquel torrente que le oprimía el pecho. Como
el agua irrumpe de la roca con ímpetu y rabia. Derrumbar por un instante la
fortaleza que la asfixiaba. Buscar un lugar oculto donde esconderse de las
miradas y golpearse la cabeza, tirarse en el suelo y patalear. Gritar y llorar
como una niña indefensa que no entiende la tiranía de la vida.
Vinieron
a ella soledades pasadas, días llenos de tristezas y melancolías, de paseos por
calles solitarias, de sufrimientos propios de un corazón joven. Todo aquello
parecía ahora insignificante y sin embargo la tristeza de estos momentos se
enlazaba con aquellos, dándose la mano como niñas en un corro quedando sola y
desamparada, confundida y perdida en el centro, rodeada por toda aquella
alegría de jóvenes corriendo y gritando. Risas esparcidas como semillas en
aquel minúsculo jardín exiguo, de un mundo que iba y venía con sus asuntos. Un
día más estaba acabando y todos sabíamos que de nuevo mañana volvería a
amanecer, por eso nos empeñamos en no parar.
Disimulaba
agachando la cabeza, mirando al suelo terroso, donde unas hormigas se
disputaban un pequeño trozo de pan, cien veces mayor que ellas, compitiendo en
fuerza por arrastrarlo hacía otro lugar. Ojala tuviera ella esa fuerza capaz de
tirar de ese peso que se anclaba hacía apenas unas horas en su corazón, pero
que parecía cargar sobre sus espaldas, hundiéndola, casi aplastándola contra el
suelo.
El
tiempo fue pasando como la gente, que paso a paso marcaban sus huellas en la
arena del camino.
Se
intuía en el horizonte los primeros instantes de un crepúsculo incipiente, que
en breve sería anulado por el encendido de las farolas, limitando su belleza y
el dulce placer de su presencia clandestina.
Avanzaban
unas negras nubes que oscureció tenebrosamente la tarde, una noche prematura.
Pensó que ya era hora de retomar el camino a casa, había dejado dicho que iría
a tomar café con una amiga. Él no estaría preocupado por su retraso y ella aún
no estaba preparada para volver.
Comenzaba
a llover, primero gruesas gotas caían lentas que se precipitaron cuando se
abrazaron las nubes en el cielo. La gente huía buscando algún cobijo. Llovía
tanto que temió por las frágiles ramas de los árboles, sus escasas hojas de
otoño no podían soportar la furia del agua, y sin embargo algunas de ellas con
fuerza secreta se aferraban a las ramas.
Se
dejaba empapar por el agua y recordó aquel romántico pasear por las calles de
una ciudad. Entramos en una panadería, compramos unas enormes magdalenas,
especialidad de la casa. La suavidad del aire acariciaba nuestros cuerpos que
parecían elevarse de la realidad hacia un mundo mágico de sabores mezclado con
besos.
La
lluvia la protegía, tenía la soledad tan deseada. La gente teme el agua y se
protegen en sus casas con temores absurdos.
Ella
que siempre era el hilo conductor para desahogos, angustias, indecisiones y
secretos, quién prestaría su oído ahora para sus miedos.
Se
protegió del chaparrón en la parada de un autobús. Aspiró como el aire, la
belleza de la tarde, la calidez que se intuía en el interior de la cafetería
que tenía al lado, viendo tras los cristales la gente tomando sus bebidas,
conversando, algún solitario tomando notas en un bloc, en la barra una chica
consultaba su móvil. La soledad con móvil no es la misma soledad, pensó. De
pronto como por arte de magia sus emociones cambiaban de rostro, qué extraños
estímulos invisibles las manejan. Este largo paseo para tan corto recorrido
había servido para entender que todo aquel mundo que la rodeaba, aquella
burbuja contenía toda la eternidad. El tiempo aparentemente efímero, crea una
medida distinta donde simultáneamente puedes vivir tu vida, tu muerte y la
muerte de todos. Puede que el mundo no sea más que una de esas muñecas rusas,
donde un mundo contiene otro mundo y así infinitamente.
Esos
estímulos que atraen emociones, que atraen recuerdos. Recuerdos caprichosos que
a veces se esconden y no se dejan coger. Si pudiera recuperarlos como se coge
del cajón de los calcetines o de la ropa interior. Sacar la percha del ropero
de donde cuelga nuestro recuerdo preferido. Recuerdos que se perdieron en los
rincones ocultos del armario que llamamos cerebro. Sabemos que están ahí, los
vivimos, los sentimos pero queremos traerlos al presente y se escabullen, se
escurren entre los dedos como el agua. Sabemos que están pero necesitamos el
mapa correcto, seguir el itinerario que nos lleve a ellos, y cogerlos,
atraparlos, retenerlos. Disfrutar de nuevo de aquellas vocecitas, aquellas
sonrisas, aquellos llantos que tratabas de calmar entre tus brazos. Se fueron,
se esfumaron como el humo con el viento. Dispersas quedaron sus partículas, si
pudiera de nuevo juntarlas. Es la vileza del tiempo que todo lo vuelve pasado,
un instante, un deseo siempre es memoria. No valen estrategias, mentiras de la
psicología, si se esconden, si se encierran en sus escondrijos, ya tomes rabos
de higos no vienen a ti mansos dejándose coger. Sólo tal vez una melodía, un
gesto, una leve brisa nos lleva a sus lugares secretos y entonces no es solo un
recuerdo es todo un cúmulo de sensaciones de olores y sabores, no es un
recuerdo, es un volver a vivir.
Se
puso en camino, no podía retrasar más el encuentro. Ahora se sentía más fuerte.
El aire era fresco tras la lluvia todo parecía como más limpio y bello. El
brillo del asfalto y el olor que impregnaba el ambiente creaba una belleza
inevitable de eludir. El mundo aparecía en plenitud y mi tristeza, mi dolor, mi
miedo, había salido del tiempo presente. Sabía que volverían a ella, pero ahora
se embebía de esta paz.
Entró
en el portal. Pulsó el interruptor de la luz, y al momento se arrepintió, no
quería encontrarse con nadie. Era capaz de subir los dos tramos de escaleras
con los ojos cerrados sin tropezar. Pero qué tonta, es que si bajara alguien
encendería la luz, se recriminó. Asomaban por el buzón los extremos de algunos
folletos publicitarios. El que estaba a la derecha era el de Renate, la vecina
del tercero que murió hace un mes. Su buzón estaba repleto, sobres y folletos
sobresalían por la boca del buzón, que parecía vomitarlos. Es triste pensar
como nos sobreviven las cosas. El pobre marido se fue a vivir con la hija y
apenas pasa ya por aquí, probablemente queriendo evitar el doloroso recuerdo,
Y, sin embargo, aún existía para alguna gente. Se acordó que ella guardaba
todavía apuntado en un trozo de papel el teléfono de Ana. Lo llevaba arrugado
entre los pliegues de su cartera. Pobre Ana, tan joven, ha pasado tanto tiempo.
Guardar su teléfono es como mantenerla aún viva, por eso, nunca he querido
tirarlo. Desprenderme de él era como matarla aún más, eliminarla de mi mundo,
perder su memoria, confirmar que algún día formó parte de mi vida. Y ese simple
detalle, arrastra todos los recuerdos que conservo todavía de ella.
Recuperados
los folletos de la prisión del buzón, que componía la bella imagen de cerrar la
puerta de un calabozo tras salir el reo, retenía el mogollón de papeles entre
las manos, ahora carcelero improvisado, para darles en casa la libertad, el
cubo de la basura, vamos como la vida
misma. Subía ahora las escaleras, pesadamente, cómo horas antes bajó aquellas,
con el mismo equipaje pesado, aunque en este trayecto parecía haberse
aligerado.
Iba
pensando qué hacer y se acordó de la típica pregunta, con la que la gente se
pone ante el abismo de la vida y la muerte, ¿Qué harías si te quedara un mes de
vida? Lo normal es soltar las típicas respuestas: dar la vuelta al mundo, vivir
una aventura excitante y maravillosa, hacer el amor sin parar (qué locura),
comer y beber todo lo que te apetezca y también hacer lo que te venga en gana.
Por fin, olvidar las obligaciones, las
servidumbres mundanas y cotidianas, permitirte saltarte las normas
establecidas, cometer una infidelidad…Mira que estúpidos somos los humanos, si
tanto nos incomoda nuestras vidas, nuestras obligaciones y esclavitudes, por
qué mierda no lo cambiamos, es que acaso somos eternos. Pobres crédulos
inmortales. No es que a ella no le apeteciera entrar de pleno en el mundo de
los deseos, saltarse las prohibiciones que coartan la libertad y por lo tanto
la felicidad de vivir nuestras vidas sin tantas ataduras. De todo lo anterior
la única que no le apetecía, y no por una moralidad mojigata, fuera engañar a
su pareja, para qué, estaba con la persona que quería, la persona que había
conseguido hacerla feliz, a pesar de tenerlo tan difícil. Ella era bastante
complicada. Y, sin embargo, ahora iba a tomar el camino si no más fácil, sí el
más corto, el continuar su vida.
Cambiar
para qué, variar, el qué. La vida no es un prospecto de un medicamento con sus
instrucciones de uso y su utilidad, sus contraindicaciones y reacciones
adversas. Más bien sólo sea útil el conocer su intoxicación por sobredosis.
Así, que conforme subía escalón a escalón, iba alcanzando la cima de la
confianza y la tranquilidad. La certeza necesaria, qué lo únicamente indispensable
que hay que hacer para sacar provecho a la vida, es exprimirla en el día a día.
Al menos, para la gente normal, la que sólo cuenta con su trabajo. Aquellos
otros, los privilegiados que nos prestan en forma de deseos lo que ellos si
pueden realizar, esos ya llevan a cabo nuestras fantasías sin necesidad de tan
morbosa pregunta.
La
cima la tenía enfrente en forma de puerta, desde la que le venia las voces de
los que estaban en su interior. Escuchó la dulce voz de su hijo llamando a la
hermana, y de la cocina la bronca de su marido a los críos, qué habrían hecho
estos hijos míos. Sintió unas ganas irrefrenables de entrar corriendo y
comerlos a todos a besos. Introdujo las llaves en la cerradura, tomó un buen
sorbo de aire, no quería ser héroe pero tampoco mártir, tan sólo quería poder
disfrutar de todo lo que le había dado la vida.
Nada
más abrir la puerta, aquellas voces se convirtieron en abrazos, abrazos
alrededor de sus piernas y su cintura y del cálido y confortable beso del
hogar, que me ofreció su boca y que yo saboreé con la inmensa felicidad de las
pequeñas, cotidianas y esenciales cosas de la vida.
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