domingo, 31 de mayo de 2009
lunes, 25 de mayo de 2009
El tiempo tiene su forma particular de andar, unas veces corre, otras pasea, y otras, simplemente, se detiene; pero no para, no abandona, reanuda de nuevo sus paso.
Dicen las malas lenguas que el tiempo no existe, y otros confirman que es oro, pero ni unos ni otros tienen razón.
Lo desperdiciamos o lo sublimamos, a veces, te persigue como cuando te levantas tarde y vas todo el día pillado de tiempo, y otras vas tras él, y nunca lo alcanzas, no tienes tiempo para nada. Pongámoslo en su sitio.
A mí, en estos momentos, me pisa los talones, la obligación se impone y debo atenderlo, si no se escapa, y la realidad con él; otras me abandona y me recoge a las ocho de la mañana.
Hay gente que pasa por el tiempo, como si de pasos de cebra inmunizados se tratara, con la desagradable sorpresa de encontrarse por la izquierda un todo-terreno del tiempo.
Cómo nos gusta objetivar lo aparentemente subjetivo del tiempo. Este queda marcado y delimitado por líneas herméticas y mecanismos de precisión, que nos alertan o nos tranquilizan, mostrándonos continuamente su rostro.
Yo lo veo avanzar con las piernas enquencles que los humanos confundimos con manecillas, pero el tiempo no tiene manos, sino piernas, delgadas pero fortalecidas por el paso de él mismo; pies incansables que paradójicamente se permiten, de vez en cuando, algún descanso.
El otro día lo vi, y, escondida lo observé. Creía que andaba en línea recta, sin embargo, sus pasos iban marcando una espiral basada en un punto en el que sus pies se concentraban. Menudo engaño, no avanzó ni un milímetro del sistema métrico decimal. Y luego alardea de hacer kilómetros, de hacer presentes, pasados y futuros. Ahora sí que no me engaña. Lo malo es que nadie me creerá y dirán, “eso no es cierto, si yo lo vi por allí o por allá, me vas a contar esos cuentos”. Así que yo, que conocí su secreto no me molesto en hacerle caso, ni me dejo llevar ni arrastrar por él. Hago lo que me da la gana porque yo lo he descubierto, no hay nada más estático que el propio tiempo. Así que lo mejor es utilizarlo, manejarlo, llevarlo a nuestro terreno; hacerle perder el paso, romper su espiral.
Dicen las malas lenguas que el tiempo no existe, y otros confirman que es oro, pero ni unos ni otros tienen razón.
Lo desperdiciamos o lo sublimamos, a veces, te persigue como cuando te levantas tarde y vas todo el día pillado de tiempo, y otras vas tras él, y nunca lo alcanzas, no tienes tiempo para nada. Pongámoslo en su sitio.
A mí, en estos momentos, me pisa los talones, la obligación se impone y debo atenderlo, si no se escapa, y la realidad con él; otras me abandona y me recoge a las ocho de la mañana.
Hay gente que pasa por el tiempo, como si de pasos de cebra inmunizados se tratara, con la desagradable sorpresa de encontrarse por la izquierda un todo-terreno del tiempo.
Cómo nos gusta objetivar lo aparentemente subjetivo del tiempo. Este queda marcado y delimitado por líneas herméticas y mecanismos de precisión, que nos alertan o nos tranquilizan, mostrándonos continuamente su rostro.
Yo lo veo avanzar con las piernas enquencles que los humanos confundimos con manecillas, pero el tiempo no tiene manos, sino piernas, delgadas pero fortalecidas por el paso de él mismo; pies incansables que paradójicamente se permiten, de vez en cuando, algún descanso.
El otro día lo vi, y, escondida lo observé. Creía que andaba en línea recta, sin embargo, sus pasos iban marcando una espiral basada en un punto en el que sus pies se concentraban. Menudo engaño, no avanzó ni un milímetro del sistema métrico decimal. Y luego alardea de hacer kilómetros, de hacer presentes, pasados y futuros. Ahora sí que no me engaña. Lo malo es que nadie me creerá y dirán, “eso no es cierto, si yo lo vi por allí o por allá, me vas a contar esos cuentos”. Así que yo, que conocí su secreto no me molesto en hacerle caso, ni me dejo llevar ni arrastrar por él. Hago lo que me da la gana porque yo lo he descubierto, no hay nada más estático que el propio tiempo. Así que lo mejor es utilizarlo, manejarlo, llevarlo a nuestro terreno; hacerle perder el paso, romper su espiral.
sábado, 23 de mayo de 2009
lunes, 18 de mayo de 2009
Espacios tangenciales
1
Con el tiempo
damos pie a nuestro organismo a desarrollarse y deteriorarse, distribuimos
nuestra vida en orden al tiempo, marcamos acontecimientos, cumplimos
responsabilidades, o desatendemos compromisos, comemos, trabajamos, acudimos a
citas, fallamos a alguien, damos y recibimos amor y placer, dolor y odio; el
tiempo que controla la parturienta de contracción a contracción, que le acerca
a la vida de sus entrañas, el tren que nos aleja de un punto y nos acerca a
otro, nuestras entregas generosas, nuestras pérdidas conscientes e
inconscientes. El tiempo de nuestro aseo, de aprendizajes y estudios, el tiempo
que diseñamos y al que tanta importancia otorgamos: “no tengo tiempo”, “el
tiempo me pilla, se me escapa, se me hace eterno”; el tiempo que no está en
ningún lugar, pero que domina nuestras vidas, el tiempo construido, metido en
pequeñas cápsulas de cristal, embellecido, denostado y alabado, incontrolable,
el Frankenstein que nos destruye, producto de nuestra creación. Víctimas de él,
esclavos del tiempo, a veces nos sobra tiempo y a veces necesitamos más.
Aprendimos
evolutivamente a través de la sucesión de experiencias, que las cosas
desaparecen y a veces vuelven a aparecer. Un día, alguien de la tribu dejó de
respirar. No comía, no lloraba, no emitía sonidos, no se levantaba y poco a
poco desaparecía envuelto en hedores y gusanos. Buscamos hacia dónde iban esos
restos, que conformaban aquella figura, y empezamos a imaginar que tal vez en
otro lugar volviéramos a encontrarnos, y, entonces, viendo que yendo de un
lugar a otro, no nos lo volvíamos a encontrar, pensamos que quizás estuviera en
espacios lejanos, no de esta tierra, no de este mundo; quizás llevados por
aires y espíritus a aquellos lugares, donde algún día también uno marchase. Esta
búsqueda está marcada por recuerdos y símbolos, que nos ayudan a recordar a
aquellos que algún día desaparecieron. Para establecer espacios del antes y del
después de, de ir de un lugar a otro en su búsqueda, imaginamos fijándonos en
elementos que permanecen y se repiten, la sucesión de nuestras acciones, aunque
similares no siempre las mismas. Y distinguíamos cuántos soles y lunas
transcurrían en ese ir y venir de una acción a otra, de un ser a un no ser,
fuimos aceptando o asimilando esas ausencias y llegamos a comprender que ya no
volveríamos a encontrarnos con ellos, al menos en este mundo. Y así llegó la
conciencia de la muerte e inventamos esa palabra para que todos la temieran o
desearan, pero sobre todo, con ello se creó el tiempo, el paso de elementos que
permanecen frente a los que no, combinándolos, agregándolos y concentrándolos
en espacios, que nos advierten que aquí estoy y aquí no, y es nuestro afán de
supervivencia controlarlo y no permitirle ventajas y sobre todo saber que ahora
escribo y tengo sed y que sacaré el café del microondas y después, cuando sean
las ocho prepararé la cena y sobre todo sé que el reloj me dice que sigo viva y
aún estoy en la tribu, en cada segundo, minuto y hora que yo he distribuido,
comiendo, sintiendo, respirando con ellos, aunque sin percibir sabores,
aletargado por la morfina y apenas sin aire, sigo viva.
2
Entró en la
habitación en penumbra, el sonido del oxígeno marcaba un compás similar a una
pequeña fuente de agua. Tenía la boca entreabierta, definiendo una mandíbula
senil. La ausencia de dientes desdibujaba su boca de labios finos y expresión
firme, que adquiría cuando colocaba su dentadura postiza.
Cualquier
movimiento le recordaba que su padre estaba ahí, en ese cuerpo desvalido,
inhumanizado por el lío de cables, tubos, parches… Miró su nariz, a la que el
tubo de alimentación daba un aspecto de bruja. Sin embargo, la caída de su
cabeza hacia un lado y su cuerpo, apenas definido bajo las sábanas, su boca
entreabierta, representaba la agonía del cristo de un cuadro de Velásquez.
Su boca, seca,
sin saliva, sin dientes, sin alimentos y sin aliento. El aire le entraba por un
tubo incrustado en su cuello. En ese espacio entre la vida y la muerte que
cualquier fuerza, fallo, podía modificar de un lado a otro. El informe del
médico te sumía en la más terrible confirmación del final, como a veces, cuando
veías que ellos no tenían la última palabra, sentías un aire de ilusión y el
mundo, el día, la atmósfera se transformaba en esperanza. Y te entraban ganas
de cantar y de creer.
La sedación lo
sumía en períodos de sueño, con pequeños despertares en los que volvía al
mundo, una visita, una mirada, un hacerse entender. El tubo de su cuello había
cortado la salida del sonido, y sus palabras enmudecían antes de llegar a su
boca. A veces, lo entendíamos y otras no, provocando su frustración y su
enfado, y a veces, su resignación.
Tenía un pañal
enorme y una sonda que emergía del lateral. La postura dañaba su espalda y su
culo, día y noche, semi-incorporado, para quitar mayor presión a sus pulmones.
Su cuerpo frío, hinchados brazos y piernas, sin hablar, sin saborear texturas,
sin el placer de comer. El lo pedía por señas. Gesticulaba con su mano
acercándosela a la boca, arrastrando con ella los cables que la unían a los
tubos de cristal colgados de su percha metálica fría de color y material.
Vendido su
cuerpo, perdida la dignidad que nos reserva nuestro espacio vital, nuestras
intimidades y secretos, nuestra razón de ser, de ser una persona que desea, quiere
y hace.
Era mi padre y
era un hombre dañado por la vida y amenazado por la muerte. Y ese hombre
convertido en ese ser vivo enfermo, moribundo, resurgía en toda su dignidad, en
toda su esencia de ser con su cúmulo de experiencias, de recuerdos, de vida
vivida, de saberes e ignorancias, de todo aquello que nos identifica, y en esos
momentos que intentaba retener la vida y no permitirle a esta más agravios,
cogía un reloj, un reloj con su cadena rota que ató con un trozo del cordón del
pijama a su muñeca, y que, de vez en cuando, cuando podía más su química
interna que la externa, miraba para saber la hora, en ese intento de controlar
la vida y algo tan humano como es el tiempo, el paso de horas y días, y el
conocimiento personal de ese avance que realizas junto a él. Tiempo y tú, tú y
tiempo, marcando el aire frágil, escaso, entrando y saliendo de un trozo de
plástico y ver que antes eran las dos y ahora son las cinco, y estás ahí.
Entonces señala
su oído y le decimos, ¿el teléfono? ¿Qué si ha llamado alguien? No, dice con su
cabeza. La radio, que quieres que te la ponga. Y te confirma con satisfacción,
con un leve movimiento vertical y te alegras de haber acertado, y él de ser
entendido. Así que buscas su emisora preferida y pones el transistor entre sus
piernas. Y de nuevo cierra los ojos, pero oye, y está ahí, entre nosotros,
aunque a veces no con nosotros, a veces quién sabe dónde está, quizás pensando
que cuando salga pondrá una cadena nueva a su reloj.
Allí, en el
hospital, la noche pasada soplaba un fuerte viento de levante y sentí miedo. No
quería que viéndote tan herido de muerte, te arrastrara a esos lugares donde no
te encuentre, a esos lugares donde ya no buscamos y tendría que aceptar tu
ausencia y mi muerte. Cuando el niño pequeño dice “¿cuándo me darás el muñeco,
en dos minutos?”, esos dos minutos representan para él, no ese espacio físico
que hemos creado, sino la distancia existente entre tenerlo y no tenerlo.
Llevar el reloj atado a la muñeca con un hilo te ata al hilo de la vida que aún
te queda, y tus ancestros te enseñaron que estás aquí todavía .
3
Vivía en el
número 5 de la calle Júpiter, paralela a la calle Zurbarán, justo donde se
hallaba el hospital.
Llevaba años
viviendo allí, pero la noche pasada, un fuerte dolor de muelas lo mantuvo en
vela, y al asomarse al balcón observó, uno de los grandes ventanales del
hospital, le llamó la atención que, siendo tan tarde, las cuatro de la
madrugada, se hallaran tanta gente en aquella habitación. Las siluetas se situaban alrededor de la cama.
Pensó que, probablemente había un duelo. El movimiento de personas no paró en
toda la noche, y, para distraer el dolor comenzó a imaginar posibles historias.
Quién estaría yaciendo en la cama, cuál sería su dolencia, o la causa de su
muerte. Su dolor parecía ahora insignificante ante la imagen que se intuía tras
aquellos ventanales.
El día diluía el
interior de la habitación, como una varita mágica hacía desaparecer todo aquel
universo cada noche recobrado, inventando argumentos en aquel escenario sin
voz, sólo de imágenes. Llegó a obsesionarse, dejó de dormir de noche, así que
los días se volvían pesados y taciturnos. En la mesa de la oficina, una mañana
se quedó dormido, tuvo que inventar una historia, que había caído en una
depresión a raíz de su divorcio, que según el psiquiatra, el estrés
post-traumático había aparecido más tarde. Al parecer solía ocurrir que cuando
la persona está viviendo la situación conflictiva, no reacciona y sin embargo,
al final, esa energía negativa acumulada y no canalizada, salía cuando se
suponía todo superado. Y esos casos son más difíciles, porque se ha enquistado
el problema y al pasar desapercibido ha ido enraizando, y claro, ahora el
tratamiento sería más lento y costoso. La medicación era la causa de este
adormecimiento, su jefe le aconsejó que tomara la baja laboral por una
temporada, hasta que se encontrara mejor.
Al principio, el
juego de sombras y figuras alimentaba su imaginación, pero decidió comprarse
unos potentes prismáticos. Así, la imagen fue más nítida, los movimientos de
labios y gestos los interpretaba a su antojo. A veces sorprendiéndose,
escandalizándose y enfadándose con ciertas cosas que alguna de aquellas
personas decía. Al enfermo no llegaba a verlo, pues la cama quedaba más abajo
del campo de visión.
Llevaban un mes
en aquella habitación, desde aquella noche que su imagen cautivó su atención,
la historia, su historia, le había atrapado de tal manera que, gracias, a los
prismáticos podía seguir también de día. Comía delante del balcón, no cogía el
teléfono y no abría la puerta si alguien llamaba. Sólo se ausentaba unos
segundos para ir al baño, fue abandonando incluso su aseo, cogía alguna lata de
la despensa y rápidamente volvía al sillón, desde el que continuaba su
historia. La situación continuaba allí detrás del ventanal de la habitación del
hospital. Y él fue quedándose sin provisiones.
Dormía cuando
irremediablemente le vencía el sueño y despertaba enfadado con él mismo por
permitirse tal fallo. Una meada colmó el vaso de lo irracional. Aguantó tanto
que terminó haciéndoselo encima. Así que tomó una importante decisión, iría.
Contó el número de ventanas, calculó cuál sería la habitación y después de una
buena ducha, que hacía tiempo había abandonado, salió del piso, bajó el
ascensor y cruzó la calle, tan absorto en la idea que no vio aquel coche que
venía por su derecha.
Despertó en una
habitación desconocida y, en milésimas de segundo, su cerebro conectó las
distintas percepciones, informándole que estaba allí, en el hospital que tanto
había observado, él era ahora el puto enfermo, llamó al timbre y la enfermera
acudió. Baje las persianas, por favor, fue lo único que dijo y quedó dormido,
agotado por el cansancio y los analgésicos administrados.
4
“Un nuevo instrumento científico del observatorio
W. M. Kech, en Hawai, está ayudando a entender el fenómeno de las novas… Este
innovador descubrimiento hace que los científicos puedan observar estos
objetos, ya que suprime la luz de la estrella, y así es posible estudiar los
fenómenos que se crean a su alrededor”
Tenía cuarenta y
pocos años, aunque aparentaba algunos menos. Dejó su trabajo cuando a su marido
lo trasladaron a otra ciudad. Ahora, después de su traumático divorcio,
consiguió, no sin muchos fracasos, encontrar este empleo precario, pero que le
permitiría remontar su vida, aunque sólo fuese económicamente.
Cuando llegó
aquella mañana, la oficina le pareció aún más destartalada que cuando la
entrevista. Unas pocas empleadas, todas mujeres, se distribuían aburridamente
con la escasa disposición para el trabajo cotidiano, y sin el desayuno, con
escasas energías. Todas rondaban la década de los veinte, ella venía a
sustituir a una joven embarazada. Una chica morena se acercó y tras las
presentaciones comenzó a explicarle cuál sería su trabajo. Su mesa quedaba a un
rincón y en la ventana algunos post-its
con anotaciones que alguien había dejado allí. Miró distraída hacia la calle,
lloviznaba y las luces de los coches reflejadas en el suelo brillante dibujaban
un bello paisaje.
Esperaba nerviosa,
y sin embargo, trataba de disimularlo intentando mostrar seguridad y
desenvoltura, pero, inevitablemente, con pésimos resultados. Pensaba si sería
conveniente intervenir en la conversación de las chicas o preguntarles algo y
en ello se encontraba pensando, mientras sacaba del ordenador un listado de
empresas para enviarles un fax. Estaba entretenida con la pantalla cuando entró
él. Pantalón de pana fina, camisa y jersey, tras el saludo se dirigió a ella.
Se presentó. Soy Antonio Ruiz, el director.
Se sentía como
pez fuera de la pecera, desfasada, sin nada en común con las compañeras de
trabajo, y en su interior, guardando íntimamente su secreto, que desdibujaba o
marcaba su personalidad.
Quiso eludir la
comida de empresa, con excusas no muy creíbles, no sabía mentir y tanto le
insistieron que no le quedó otro remedio que prometerles que iría.
Mirarse al
espejo le suponía una influencia negativa para su ánimo, que no conseguía
levantar hasta el día siguiente, siempre tirando de ella, para evitar una recaída;
pero estuvo probándose ropa, ésta le hacía gorda, aquella le favorecía poco, la
camiseta evidenciaba mucho. Al final escogió el pantalón negro y una camiseta
blanca y ancha con brillo.
Estaba vestida,
preparada para salir, se miró de frente, de perfil, observó la simetría de sus
pechos, se acercó, se alejó, se sintió y se vio bien, cogió el bolso al hombro
y salió para el restaurante donde habían quedado. Fue una noche bonita y
divertida, la gente se relaja en estas ocasiones. Bailó y bebió más de la
cuenta, pero estuvo controlando, sólo lo suficiente para sentirse menos
extraña. Estuvo bailando con él y fue muy atento con ella toda la noche. En un
momento que quedaron solos la conversación pasó de lo trivial a lo más
personal. La miraba y ella se sentía intimidada, pero se permitió mostrarse
relajada y coqueta olvidando sus inseguridades. No estaba en su intención
mantener ninguna relación con nadie, y menos con ese treintañero, pero
interpretar un poco el juego de seducción nunca está de más.
Atrás quedaron
aquellos días tristes con olor a yodo del hospital. El día a día dirigido por
los turnos de comida y limpieza. Ahora han traído la pastilla para el desayuno,
que será dentro de media hora, luego las limpiadoras aseaban la habitación y el
baño, después la cura y, por último, la visita del médico de guardia, un
intervalo tranquilo hasta el almuerzo alrededor de la una y media. Los días
transcurrían asomándose a los grandes ventanales del hospital y abajo el
ajetreo de gente que entraban y salían, de coches que, como en un baile
sincronizado, rodeaban la rotonda, en la que confluían cuatro entradas y
salidas. Su marido fue reduciendo las visitas, y un día dejó de venir. Hacía
tiempo que lo sentía distante, que la trataba con cariño, como una amiga o una
hermana, ya no demostraba deseo, amor sensual. Más tarde supo que, por aquel
entonces, había conocido a alguien de la que se había enamorado. Intentó no
hacerle daño, pero fue inevitable. Su madre y sus hermanas la visitaban con
frecuencia, siempre y cuando se lo permitían sus rutinas cotidianas. Algunas
escenas cómicas le hacían reír, como cuando tuvo que mantener una conversación
a tres bandas: su hermana por el auricular comentándole no sé qué cosa, su
madre diciéndole otras a su hermana a gritos, que no se enteraba de nada y ella
escuchando a una y a otra en medio de aquel caos.
Los días en el
trabajo iban generando mayor seguridad y también con sus compañeras. De vez en
cuando salían a tomar el desayuno. Aunque el trato con ellas era amistoso, sin
embargo una parte era sólo para ella, tal vez era una parte demasiado
importante que impedía dejarla ver; pero todo el mundo guarda secretos,
pequeñas parcelas que no muestra a los demás y no por ello les impiden
relacionarse y mantener distintos roles.
Aquella noche
después de la cena, al acompañarla a casa, le invitó a subir, es lo que se
espera después de una cita, estaba harta de verlo en las películas americanas.
Mirar las cosas a plena luz nos abruma, y siempre le gustó la percepción de los
espacios a través del espejo retrovisor, confiere a la realidad una perspectiva
diferente y cinematográfica… y ahora no había distancia entre ellos, por eso
apagó la luz y comenzó el juego del conocimiento mutuo y ver con los demás
sentidos.
Descubrió el
vacío en su pecho, tocó su seno cortado, palpó su cicatriz, pero también
descubrió su alma amputada que en esta penumbra se iba regenerando tímidamente
para darse plenamente a él. Igual que los secretos se cuentan en voz baja, o en
la intimidad de un rincón, así la oscuridad nos descubre lo que la luz nos
oculta. Su secreto le ayudó a establecer contacto con los demás, sin miedo, sin
miradas indiscretas y de compasión, sin sentirse no deseada. Ahora se mostraba,
podía ser ella, con sus miedos a cuestas, sin esperar ser aceptada, porque era
ella quien se estaba aceptando. No sólo era permitirle entrar en su intimidad
física, sino también en lo más profundo de su ser. Un desnudo frágil que
mostraba su fortaleza, que la liberaba de ese lastre con el que se movía por la
vida, con él su reflejo no le asustaba. Supo de dolores físicos, más
destructores que la propia muerte, no había más oculto, su verdad era plena
para él, nadie más y un aire fresco recorrió su cuerpo y sabía que era dueña de
su secreto y que tenía el poder de controlarlo para seguir siendo ella,
íntimamente.
Él la abrazó y
reconoció también su muerte. Allí en la penumbra de la habitación con el sutil
reflejo de las luces de la calle, llenándose de amor, parando los relojes,
escapando del tiempo, del no ser y de fondo la canción de Lou Reed, I’ll be your mirror. Dos supervivientes
de esta ficción reinventando la vida
5
A tres enfermos
de la planta cuarta del hospital San Pablo les han dado hoy el alta, aquella
mañana del viernes, de un día soleado de abril, son las doce de la mañana, la
afluencia de personas está en su hora punta, personal, visitantes y algunos
pacientes que deambulan por los pasillos para ejercitar los músculos del cuerpo
y del espíritu y distraer la vista, conversar con otros enfermos y ampliar
horizontes. Las cuatro paredes anodinas de la habitación, con esos horrendos
cuadros, que no inspiran ninguna paz, si es que lo pretenden, a veces parecen
engullirte. Aquellos que sus capacidades físicas y mentales se lo permiten,
también por qué no decirlo, a veces, su falta de pudor, prefieren escapar de
aquella cárcel y creerse la ilusión de continuar el pasillo y coger escaleras o
ascensor abajo, salir corriendo de aquel ambiente sórdido, monótono y
deprimente, aunque desgraciadamente necesario.
El hospital
carece de celoso control y a la vista del visitante ocasional podría pasar por
un lugar alegre con tanto movimiento y aquellos rayos de sol entrando con
fuerza por los altos ventanales.
Cada uno,
recogidos los bártulos y acompañados por algún familiar o amigo salen sin mirar
atrás, con sus pensamientos, con sus vivencias, su sufrimiento y agonía, sus
soledades y recuerdos. Se despiden de compañeros de habitación y algún que otro
auxiliar o enfermero. Recogen la notificación del alta en recepción, se acercan
al control de enfermería y se despiden agradecidos por sus cuidados. Bromean
con alguna frase y lo típico “a ver si nos vemos por la calle, no aquí”; otro,
más irónico, le dice a la pelirroja, “¡no te quiero volver a ver!”. La chica
secunda la broma con el mismo desprecio fingido. La de la 421 se despide
sonriendo con un simple, “gracias por todo”.
Dos vienen de un
ala de la planta, la tercera del ala contraria de la misma. Se cruzan en el
punto donde se divide a la izquierda las escaleras y a la derecha los
ascensores. Se miran y apenas se ven, incluso se disculpan para poder pasar. El
mayor anda con dificultad y coge el ascensor junto con el otro hombre más
joven. Ella, baja las escaleras.
Unos segundos y
estas personas confluyeron en un espacio, estuvieron tan cerca sin saberlo y si
el azar los uniera de nuevo, seguramente no se reconocerían.
martes, 12 de mayo de 2009
La farola
La farola de la puerta de mi casa
parece que se desplaza; aparco el coche, realizo la misma maniobra siempre
repetida, acercándome a la acera y calculando por el cristal de la ventana la
medida exacta, la imagen paralizada de mi fotografía mental, ventana y farola
perfectamente encuadradas. Con la referencia del espejo retrovisor el vehículo
queda bien aparcado.
Cuando abro, la puerta del copiloto
choca levemente con ella y creo que esta cuestión le incomoda tanto que cada
día se desplaza unos centrimetros para evitar el encontronazo.
Cuando retiro mi coche vuelve a su
posición inicial, ahí, inmóvil, a cincuenta centrímetros de la línea amarilla
que procuro siempre no pisar.
Aunque si digo la verdad no sé si
la que ahora observo es mi farola, la de todos los días, o por el contrario, es
la que está en la esquina, que ha llegado hasta allí desplazando a las otras en
un giro, volviendo por la calle paralela, empujando a la siguiente.
Un día abandonará probablemente
este circuito, cuando se halle con fuerzas y tirará hacia delante dejándome,
sin embargo, engañada al amparo de otra farola extraña.
lunes, 11 de mayo de 2009
Aunque un poco tardío para andar entraba dentro de la normalidad. Comenzó sus primeros pasos después de un corto periodo de gateo.
No hubo ninguna circunstancia llamativa para tan especial cambio, ningún síntoma previo, ningún accidente. Un día Antoñito empezó a andar hacia atrás, no de vuelta, sino al revés; en lugar de ir de frente era su espalda la que avanzaba. Sus pies se adelantaban pero de forma inversa.
Al principio algún grito de su madre le obligaba a rectificar, ¡este niño está tonto! ¡¿Quieres andar como las personas normales?! Pero en el momento en que su madre se giraba, él iba a su cuarto, al salón, a la puerta de la calle andando de espaldas.
El tampoco daba crédito a lo que ocurría, pero al contrario que antes de que le pasara esto, hubiera considerado tremendamente difícil dirigirse a los sitios andando hacia atrás. Y precisamente era el modo normal que usa le gente el que realmente le costaba ahora.
Cuando la costumbre rara del niño se convirtió en algo tan evidente para todos, amigos, familiares, profesores, porque Antoñito practicaba su modo peculiar de andar en cada paso de su vida diaria; sus padres, muy preocupados, decidieron llevarlo al médico que recomendó realizar varias pruebas para descartar o confirmar alguna patología que hiciera posible explicar aquella situación. Pero, aparte de detectar una mayor capacidad en agudeza visual periférica -por otro lado justificada por la manía adquirida del chico que, facilitada por la plasticidad cerebral en estas edades, potenciaba adaptaciones rápidas y establecía nuevas sinapsis e interrelaciones entre distintas zonas neuronales-, la causa no aparecía por ningún sitio.
Los padres no entendían nada y los médicos se limitaron, por falta de diagnóstico, a tratarlo con algún que otro fármaco y pasar la patata caliente a sus cercanos colegas neuropsicólogos y psiquiatras.
En la terapia psicológica no basta simplemente una prueba aquí o allí. Para determinar un diagnóstico tampoco se cuenta con el golpe de efecto del medicamento milagro. Para lograr un tratamiento eficaz son necesarias muchas sesiones, sobre todo en este caso, donde no sólo el paciente debe ser estudiado, sino toda la familia debe implicarse en la solución del problema. Tiempo que Antoñito siguió con su “cosa”, palabra tabú que la familia comenzó a utilizar para hablar del tema y evitar llamar la atención del chico.
Resumiendo, se probó con la indiferencia, extinción de su manía, destruyendo todo posible condicionamiento y reforzando aquellas otras conductas ajenas al problema con premios, refuerzo y apoyo social. Pero no funcionó, los padres, hartos un día de aplicar la fórmula y no obtener ningún progreso, decidieron la otra opción: amor duro. Castigarlo sin salir de casa –al colegio lo llevaban y traían en coche-. Perdió la play, los dibujitos, el postre preferido… hasta que se dieron cuenta de que estaban convirtiendo a su hijo en un prisionero, tratado más como un delincuente que como un enfermo.
El caso era muy extraño y más extraña la facilidad con que Antoñito se movía de este modo cada vez mejor por la vida.
Ningún trauma, ningún contagio, ningún traumatismo, ningún capricho infantil, pero la patología persistía. Por lo demás era un niño muy normal, que llevaba bien sus estudios, con una inteligencia más bien alta, sin celos ni inseguridades pueriles. Por el contrario, se relacionaba muy bien, y, entre sus amigos se iba convirtiendo en un héroe. Sus compañeros le proponían retos que conseguía con una actuación perfecta.
Poco a poco el país entero fue conociendo la cualidad especial de Antoñito, y con el paso de los años, Antoñito fue aprovechando esta capacidad para ganarse la vida. Estuvo trabajando hasta en un circo de funambulista, su número llenaba el aforo de las ciudades donde actuaba, pues, aunque hay profesionales en esto muy expertos, ninguno como el Gran Antoñito, El Hombre Cangrejo, que hiciera su actuación con tal destreza dando pasos hacia atrás.
Lo llevaban a programas y contaba sus experiencias, las sensaciones tan distintamente perceptivas que suponía ver cada movimiento, cada avance desde esa perspectiva. Incluso cuando iba en coche prefería mirar por el espejo retrovisor y era tan conocido que desarrollaron un modelo especial para él. No había faceta o experiencia de la que no pudiera disfrutar.
Antonio era una persona excepcional por este aspecto, pero, por lo demás, tremendamente normal. No faltaron expertos filósofos y sociólogos que especulaban con teorías existencialistas sobre la interpretación de tal forma de andar; cómo los objetos observados, experimentados en la ida, transmutaban las realidades. La visión que proyectaba no hacia la meta, sino desde el punto de partida, en las cosas, imprimía una trascendencia del espacio vivencial con respecto a los estímulos registrados ancestralmente en nuestro esquema cognitivo provocando respuestas en nuestros órganos y alterando substancialmente nuestro disco duro, modificando de este modo la realidad, que probablemente sería percibida de modo tan radicalmente diferente.
Esta teoría transformaría la historia de la Humanidad, si este caso dejara de ser una excepción para configurarse en toda una regla. Sin embargo, Antonio era un joven típico, que, a pesar de su supuesta discapacidad, se readaptaba continuamente a la vida cotidiana.
En fin, harto y cansado de ser tanto centro de comentario, argumentos y filosofías baratas, buscó apartarse del foco de atención, mantenerse al margen y comenzó con empeño sus estudios universitarios en una facultad de ciencias muy prestigiosa.
Quizás debido a la alteración físico-espacial de la que era objeto, se interesó por la rama físico-nuclear, campo con amplios márgenes de actuación. Pretendía convertirse en alguien anónimo dentro de lo posible, por lo demás imposible, pues su fama había llegado a cada rincón del planeta, y allí donde fuese, nunca podía pasar desapercibido.
Eligió una especialidad que lo mantuviera lo más oculto de la gente, y se centró con una minuciosa investigación en un laboratorio, dedicando horas y horas delante de microscopios y aparatos de alta tecnología, analizando tales o cuales resultados, nanomagnéticos de la partícula iónica combinada con dos electrones de hidrógeno.
Su tesis se finalizó con interesantes resultados que no repercutieron, sin embargo, en nada para explicar qué dichosa alteración había tenido en su organismo.
Solicitaron su presencia en un congreso sobre investigaciones punteras en física nuclear. Preparó su presentación. Cuando llegó su turno situó sus folios en el atril, sobre la transparencia, sus fórmulas, dibujos y mapas conceptuales; carraspeó un poco y comenzó diciendo:
- Queridos colegas, con mi tema de investigación he deseado acercarme a la verdad desde los orígenes y poder crear un marco conceptual, que no abandone los pies en la tierra, porque, como creo haber oído decir a mi padre, hay que avanzar sin perder de vista de dónde vienes.
Cuando concluyó su exposición, y entre aplausos, salió andando hacia el frente, pie derecho y luego izquierdo, y la mirada hacia sus compañeros de mesa.
Desde aquel día, no volvió a andar hacia atrás, aquella extraña capacidad, tal como llegó, se fue, y, como en aquella ocasión, tampoco ahora pudieron encontrar una respuesta a tan ilógico cambio.
“Es raro el ser humano, en ellos suelen darse circunstancias que son difíciles de explicar”.
No hubo ninguna circunstancia llamativa para tan especial cambio, ningún síntoma previo, ningún accidente. Un día Antoñito empezó a andar hacia atrás, no de vuelta, sino al revés; en lugar de ir de frente era su espalda la que avanzaba. Sus pies se adelantaban pero de forma inversa.
Al principio algún grito de su madre le obligaba a rectificar, ¡este niño está tonto! ¡¿Quieres andar como las personas normales?! Pero en el momento en que su madre se giraba, él iba a su cuarto, al salón, a la puerta de la calle andando de espaldas.
El tampoco daba crédito a lo que ocurría, pero al contrario que antes de que le pasara esto, hubiera considerado tremendamente difícil dirigirse a los sitios andando hacia atrás. Y precisamente era el modo normal que usa le gente el que realmente le costaba ahora.
Cuando la costumbre rara del niño se convirtió en algo tan evidente para todos, amigos, familiares, profesores, porque Antoñito practicaba su modo peculiar de andar en cada paso de su vida diaria; sus padres, muy preocupados, decidieron llevarlo al médico que recomendó realizar varias pruebas para descartar o confirmar alguna patología que hiciera posible explicar aquella situación. Pero, aparte de detectar una mayor capacidad en agudeza visual periférica -por otro lado justificada por la manía adquirida del chico que, facilitada por la plasticidad cerebral en estas edades, potenciaba adaptaciones rápidas y establecía nuevas sinapsis e interrelaciones entre distintas zonas neuronales-, la causa no aparecía por ningún sitio.
Los padres no entendían nada y los médicos se limitaron, por falta de diagnóstico, a tratarlo con algún que otro fármaco y pasar la patata caliente a sus cercanos colegas neuropsicólogos y psiquiatras.
En la terapia psicológica no basta simplemente una prueba aquí o allí. Para determinar un diagnóstico tampoco se cuenta con el golpe de efecto del medicamento milagro. Para lograr un tratamiento eficaz son necesarias muchas sesiones, sobre todo en este caso, donde no sólo el paciente debe ser estudiado, sino toda la familia debe implicarse en la solución del problema. Tiempo que Antoñito siguió con su “cosa”, palabra tabú que la familia comenzó a utilizar para hablar del tema y evitar llamar la atención del chico.
Resumiendo, se probó con la indiferencia, extinción de su manía, destruyendo todo posible condicionamiento y reforzando aquellas otras conductas ajenas al problema con premios, refuerzo y apoyo social. Pero no funcionó, los padres, hartos un día de aplicar la fórmula y no obtener ningún progreso, decidieron la otra opción: amor duro. Castigarlo sin salir de casa –al colegio lo llevaban y traían en coche-. Perdió la play, los dibujitos, el postre preferido… hasta que se dieron cuenta de que estaban convirtiendo a su hijo en un prisionero, tratado más como un delincuente que como un enfermo.
El caso era muy extraño y más extraña la facilidad con que Antoñito se movía de este modo cada vez mejor por la vida.
Ningún trauma, ningún contagio, ningún traumatismo, ningún capricho infantil, pero la patología persistía. Por lo demás era un niño muy normal, que llevaba bien sus estudios, con una inteligencia más bien alta, sin celos ni inseguridades pueriles. Por el contrario, se relacionaba muy bien, y, entre sus amigos se iba convirtiendo en un héroe. Sus compañeros le proponían retos que conseguía con una actuación perfecta.
Poco a poco el país entero fue conociendo la cualidad especial de Antoñito, y con el paso de los años, Antoñito fue aprovechando esta capacidad para ganarse la vida. Estuvo trabajando hasta en un circo de funambulista, su número llenaba el aforo de las ciudades donde actuaba, pues, aunque hay profesionales en esto muy expertos, ninguno como el Gran Antoñito, El Hombre Cangrejo, que hiciera su actuación con tal destreza dando pasos hacia atrás.
Lo llevaban a programas y contaba sus experiencias, las sensaciones tan distintamente perceptivas que suponía ver cada movimiento, cada avance desde esa perspectiva. Incluso cuando iba en coche prefería mirar por el espejo retrovisor y era tan conocido que desarrollaron un modelo especial para él. No había faceta o experiencia de la que no pudiera disfrutar.
Antonio era una persona excepcional por este aspecto, pero, por lo demás, tremendamente normal. No faltaron expertos filósofos y sociólogos que especulaban con teorías existencialistas sobre la interpretación de tal forma de andar; cómo los objetos observados, experimentados en la ida, transmutaban las realidades. La visión que proyectaba no hacia la meta, sino desde el punto de partida, en las cosas, imprimía una trascendencia del espacio vivencial con respecto a los estímulos registrados ancestralmente en nuestro esquema cognitivo provocando respuestas en nuestros órganos y alterando substancialmente nuestro disco duro, modificando de este modo la realidad, que probablemente sería percibida de modo tan radicalmente diferente.
Esta teoría transformaría la historia de la Humanidad, si este caso dejara de ser una excepción para configurarse en toda una regla. Sin embargo, Antonio era un joven típico, que, a pesar de su supuesta discapacidad, se readaptaba continuamente a la vida cotidiana.
En fin, harto y cansado de ser tanto centro de comentario, argumentos y filosofías baratas, buscó apartarse del foco de atención, mantenerse al margen y comenzó con empeño sus estudios universitarios en una facultad de ciencias muy prestigiosa.
Quizás debido a la alteración físico-espacial de la que era objeto, se interesó por la rama físico-nuclear, campo con amplios márgenes de actuación. Pretendía convertirse en alguien anónimo dentro de lo posible, por lo demás imposible, pues su fama había llegado a cada rincón del planeta, y allí donde fuese, nunca podía pasar desapercibido.
Eligió una especialidad que lo mantuviera lo más oculto de la gente, y se centró con una minuciosa investigación en un laboratorio, dedicando horas y horas delante de microscopios y aparatos de alta tecnología, analizando tales o cuales resultados, nanomagnéticos de la partícula iónica combinada con dos electrones de hidrógeno.
Su tesis se finalizó con interesantes resultados que no repercutieron, sin embargo, en nada para explicar qué dichosa alteración había tenido en su organismo.
Solicitaron su presencia en un congreso sobre investigaciones punteras en física nuclear. Preparó su presentación. Cuando llegó su turno situó sus folios en el atril, sobre la transparencia, sus fórmulas, dibujos y mapas conceptuales; carraspeó un poco y comenzó diciendo:
- Queridos colegas, con mi tema de investigación he deseado acercarme a la verdad desde los orígenes y poder crear un marco conceptual, que no abandone los pies en la tierra, porque, como creo haber oído decir a mi padre, hay que avanzar sin perder de vista de dónde vienes.
Cuando concluyó su exposición, y entre aplausos, salió andando hacia el frente, pie derecho y luego izquierdo, y la mirada hacia sus compañeros de mesa.
Desde aquel día, no volvió a andar hacia atrás, aquella extraña capacidad, tal como llegó, se fue, y, como en aquella ocasión, tampoco ahora pudieron encontrar una respuesta a tan ilógico cambio.
“Es raro el ser humano, en ellos suelen darse circunstancias que son difíciles de explicar”.
domingo, 10 de mayo de 2009
Amigos inseparables desde muy pequeños. Su cabello y ella habían crecido juntos, cambiaron los tiempos, las modas y también su fisonomía. Pero su unión nunca cambió. Uno era rebelde y libre, la otra, controladora e indecisa. A veces no podía soportar ese aire despreocupado de su amigo, hacía lo que le daba la gana siempre, ya podía intentar dominarlo con champús y acondicionadores antiencrespamiento que él iba por libre. Nunca amanecía igual, un día venía revuelto, otro, suave como la seda. Unos días se rizaba de emoción, y otros perdía la gracia. Le daba rabia que se dejara llevar por algunos coleteros y pinzas de poca monta, que trataban de modificarlo dejándole siempre alguna huella. Alguna coletilla de moda. Intentaba convencerle, más bien obligarlo a ciertos moldes y aires; en ocasiones lo atiborraba de lacas que nunca lograban el efecto fijador que calmara su carácter; su alma, llena de fantasía, ese niño rebelde, ese espíritu libre. En fin, tuvo que hacer de espuma corazón y aguantar los discursos ecológicos sobre aquellos productos contaminantes.
El trataba de hacerla entrar en razón, que comprendiera con aquellas muestras de rebeldía que debía ser ella misma, decidir por sí misma, saber qué quería y no dejarse llevar por los demás. ¿Cómo puedes pretender ser feliz si nunca te decides a elegir tu camino, a aceptarte tal como eres?
- Eres tú -le reprochaba ella-, el único culpable de mi infelicidad, nunca me haces caso, intento imponer mis gustos y tú lo desbaratas todo.
- Tú lo has dicho, querida, IMPONER; tú sólo deseas controlarme y no me dejas ser yo mismo. Me odias porque yo sí sé lo que quiero, tú sólo te dejas arrastrar por convencionalismos. Estoy harto de ti.
- Yo sí estoy harta de ti, no quiero verte nunca más.
Aquella noche se fue a la cama tan enfadada que no concilió el sueño hasta bien entrada la madrugada y las pocas horas que durmió las pasó con terribles pesadillas de infinitos caminos y monstruos que ponían los pelos de punta. Al levantarse, casi con los ojos cerrados, entró en el baño, cogió las gafas y, al mirarse al espejo… él se había ido. No estaba, su cabeza blanca, reluciente, no como una bola de billar, sino más bien como un huevo. Su primera reacción fue de horror, después de rabia. Se puso tan furiosa que empezó a tirar todo lo que encontró a su paso, después cayó rendida en la cama, llorando desesperadamente hasta que el agotamiento la venció. Cuando el hipido de su llanto se fue calmando, comenzaron las recriminaciones:
- Vete, no te necesito –se dijo con despecho-. Ahora te vas a enterar. Creías que no soy capaz de decidir, de ponerme el mundo por montera. Se tiró a la calle y buscó otro sustituto.
Cada noche se levantaba con uno diferente, un día era lago y moreno, otro rubio o pelirrojo, corto y super largo, hasta con uno azul eléctrico se atrevió.
Así pasó algunos meses, se sentía eufórica, con poder, decidida pero infeliz, le hubiera gustado verlo ahora, decirle que había tomado las riendas de su vida, que había sido capaz de ser libre, como él decía, pero ¿a quién quería engañar? Esto no era lo que él hacía, él si que era libre, dejándose llevar un poco por el viento, evitando tecnologías y químicas manipulativas que querían hacer de él un muñeco, un simple objeto de decoración. En eso se había convertido ella, en una muñeca, como la cabeza de maniquí que reposaba en la mesilla con uno cada temporada; perfectos, brillantes, triunfadores, pero superficiales y artificiales, vacíos de naturalidad, encorsetados en estereotipos que no la amaban y sólo deseaban su lucimiento. Narcisistas que sólo se admiraban a ellos mismos, con los que nunca encontraría la unión que existió entre él y ella.
Abandonó esa vida y no volvió a estar con otro. Salía con un bonito pañuelo de colorido abstracto y paseaba pensando en los años que pasó con él. Era una relación algo esquizofrénica, porque nunca llegaron a entenderse y comprendió que todo falló, por su afán controlador. Así hubieran sido felices, Así estarían ahora juntos.
Un día se lo encontró en un café. Se notó una pequeña pelusilla, estaba sentado con una chica, pero él se acercó y la saludó, quedaron para otro día.
- Ya te llamaré –le dijo.
- ¿Seguro? ¿No me tomas el pelo?
Fueron viéndose de vez en cuando, su relación creció más fuerte y densa y, como un nuevo resurgir, fueron creciendo juntos. Una relación hermosa, brillante, natural, ella lo dejó ser él, y él la hizo cada vez más bella. Porque es lo que tiene el amor, nos hace más libres y únicos, por cada poro renacía el fruto de ese amor. Estaba deslumbrante, llena de brillo y color, y su hermosura ahora sí que fue auténtica.
El trataba de hacerla entrar en razón, que comprendiera con aquellas muestras de rebeldía que debía ser ella misma, decidir por sí misma, saber qué quería y no dejarse llevar por los demás. ¿Cómo puedes pretender ser feliz si nunca te decides a elegir tu camino, a aceptarte tal como eres?
- Eres tú -le reprochaba ella-, el único culpable de mi infelicidad, nunca me haces caso, intento imponer mis gustos y tú lo desbaratas todo.
- Tú lo has dicho, querida, IMPONER; tú sólo deseas controlarme y no me dejas ser yo mismo. Me odias porque yo sí sé lo que quiero, tú sólo te dejas arrastrar por convencionalismos. Estoy harto de ti.
- Yo sí estoy harta de ti, no quiero verte nunca más.
Aquella noche se fue a la cama tan enfadada que no concilió el sueño hasta bien entrada la madrugada y las pocas horas que durmió las pasó con terribles pesadillas de infinitos caminos y monstruos que ponían los pelos de punta. Al levantarse, casi con los ojos cerrados, entró en el baño, cogió las gafas y, al mirarse al espejo… él se había ido. No estaba, su cabeza blanca, reluciente, no como una bola de billar, sino más bien como un huevo. Su primera reacción fue de horror, después de rabia. Se puso tan furiosa que empezó a tirar todo lo que encontró a su paso, después cayó rendida en la cama, llorando desesperadamente hasta que el agotamiento la venció. Cuando el hipido de su llanto se fue calmando, comenzaron las recriminaciones:
- Vete, no te necesito –se dijo con despecho-. Ahora te vas a enterar. Creías que no soy capaz de decidir, de ponerme el mundo por montera. Se tiró a la calle y buscó otro sustituto.
Cada noche se levantaba con uno diferente, un día era lago y moreno, otro rubio o pelirrojo, corto y super largo, hasta con uno azul eléctrico se atrevió.
Así pasó algunos meses, se sentía eufórica, con poder, decidida pero infeliz, le hubiera gustado verlo ahora, decirle que había tomado las riendas de su vida, que había sido capaz de ser libre, como él decía, pero ¿a quién quería engañar? Esto no era lo que él hacía, él si que era libre, dejándose llevar un poco por el viento, evitando tecnologías y químicas manipulativas que querían hacer de él un muñeco, un simple objeto de decoración. En eso se había convertido ella, en una muñeca, como la cabeza de maniquí que reposaba en la mesilla con uno cada temporada; perfectos, brillantes, triunfadores, pero superficiales y artificiales, vacíos de naturalidad, encorsetados en estereotipos que no la amaban y sólo deseaban su lucimiento. Narcisistas que sólo se admiraban a ellos mismos, con los que nunca encontraría la unión que existió entre él y ella.
Abandonó esa vida y no volvió a estar con otro. Salía con un bonito pañuelo de colorido abstracto y paseaba pensando en los años que pasó con él. Era una relación algo esquizofrénica, porque nunca llegaron a entenderse y comprendió que todo falló, por su afán controlador. Así hubieran sido felices, Así estarían ahora juntos.
Un día se lo encontró en un café. Se notó una pequeña pelusilla, estaba sentado con una chica, pero él se acercó y la saludó, quedaron para otro día.
- Ya te llamaré –le dijo.
- ¿Seguro? ¿No me tomas el pelo?
Fueron viéndose de vez en cuando, su relación creció más fuerte y densa y, como un nuevo resurgir, fueron creciendo juntos. Una relación hermosa, brillante, natural, ella lo dejó ser él, y él la hizo cada vez más bella. Porque es lo que tiene el amor, nos hace más libres y únicos, por cada poro renacía el fruto de ese amor. Estaba deslumbrante, llena de brillo y color, y su hermosura ahora sí que fue auténtica.
viernes, 8 de mayo de 2009
Al igual que sacaba la mano por la ventana para ver si el día estaba frío o si llovía, cuando el calor de su cuerpo la saturaba sacaba el pie fuera de las mantas, recibiendo por ese apéndice el aire fresco que la aliviaba unos segundos y su piel bajaba la temperatura. Estaba acostumbrada a aprender estrategias ante las dificultades que encontraba en su vida.
No era persona de hacer dos cosas a la vez, aunque tuvo que doblegar su incapacidad cuando, aturrullados sus hijos le contaban algo. Quería atenderlos a todos y también escuchar sus pensamientos, o una noticia que salía por la televisión. Las cosas no le resultaban nunca fáciles ni venían ya servidas. Necesitaba siempre un abrelatas que no siempre estaba a su alcance. Pero todas esas dificultades le abrían espacios por los que poder desenvolverse más o menos bien. El arte del apaño lo tenía bien aprendido, siempre con claridad meridiana, pero estas pequeñas conquistas, esos pequeños detalles le ayudaban a sobrevivir. Por muchas vueltas que demos alrededor de las cosas, por mucha lucha para imponernos, no nos queda más que reconocer que, a no ser, de tener una extraña enfermedad que nos inhabilite para empalizar con los demás, todo lo que necesitamos es que nos quieran, saber que, cuando ya no estemos, alguien nos echará de menos, alguien nos recordará para bien alargándonos la vida.
No era persona de hacer dos cosas a la vez, aunque tuvo que doblegar su incapacidad cuando, aturrullados sus hijos le contaban algo. Quería atenderlos a todos y también escuchar sus pensamientos, o una noticia que salía por la televisión. Las cosas no le resultaban nunca fáciles ni venían ya servidas. Necesitaba siempre un abrelatas que no siempre estaba a su alcance. Pero todas esas dificultades le abrían espacios por los que poder desenvolverse más o menos bien. El arte del apaño lo tenía bien aprendido, siempre con claridad meridiana, pero estas pequeñas conquistas, esos pequeños detalles le ayudaban a sobrevivir. Por muchas vueltas que demos alrededor de las cosas, por mucha lucha para imponernos, no nos queda más que reconocer que, a no ser, de tener una extraña enfermedad que nos inhabilite para empalizar con los demás, todo lo que necesitamos es que nos quieran, saber que, cuando ya no estemos, alguien nos echará de menos, alguien nos recordará para bien alargándonos la vida.
martes, 5 de mayo de 2009
Nació en una familia obrera
Nació en una
familia obrera en los años 50 con poco espíritu intelectual y escaso interés
político, por lo que los libros que había en casa eran limitados, reducidos a
un catecismo, algunos cuentos que nunca supo cómo llegaron allí y una Biblia
con lomo dorado que compraron a plazos a algún vendedor a domicilio. Quedaba
bien como decoración y te regalaban un pequeño atril de madera. La verdad es
que no sólo no había libros, sino que los huecos de la estantería seguían
siendo huecos después de que algún jarrón u objeto de porcelana rellenasen.
Había poco
dinero y éste se debía a otras necesidades más imperiosas.
Esta
introducción simplemente para destacar que su afición por la escritura provenía
más de su escasamente fructífera imaginación que por su extenso conocimiento en
lectura, por lo que sus escritos eran de una calidad mediana y una mediocridad
intensa. Es sabido que para llegar a convertirse en un escritor es necesario
iniciarse anteriormente en la lectura. No conozco muchos escritores que se hayan
convertido en tales sin haber sido grandes devoradores de libros, aunque puede
que diga esto precisamente por mi escaso conocimiento en la lectura. Esta
ofrece al futuro escritor vocabulario, expresividad, conocimiento sobre la
lengua, además de ayudar a la imaginación y fomentar fórmulas que ayudan a
definir lo cotidiano con una mirada diferente.
Cuando llegó al
límite vital que para muchos hombres suponen los 40, un día, mirando un
programa de televisión, de esos estúpidos que sirven para evadirse del
cansancio diario, empezó a darle vueltas a la cabeza. No había logrado
encontrar aún a una mujer ideal para casarse, sin prisa, pues el reloj
biológico para el hombre no presiona en sus decisiones. Pensó en pedir un año
de excedencia en su trabajo y poderlo dedicar a escribir aquella novela con la
que siempre soñó. Fantaseó con hacerse famoso y rico, además, su vida cambiaría
y se convertiría en un hombre atractivo para ese tipo de mujeres inalcanzables
que siempre deseó.
Tenía un gran
problema, seria dificultad si, como dijimos, su conocimiento lector llegó
tarde, con muchas deficiencias, aunque llegó a realizar algunos estudios.
Afrontar la creación de una novela supondría un conocimiento, o, al menos,
haber aprendido a saber imitar, y, ¿por qué no? a plagiar cierto estilo,
recursos lingüísticos que le ayudaran a resolver la ardua tarea.
Muchos
escritores lo han conseguido, son expertos en absorber de otros los elementos
para desarrollar ideas y frases que se sitúan bien en las novelas, frases
llenas de ingenio que otorgan ese modelo expresivo tan característicos de los
grandes best.-sellers.
Cuántas veces se
había puesto a escribir. Se le ocurría algún relato, más o menos imaginativo,
pero atrapar una idea original con un argumento interesante que mantuviera al
lector, con ávido entusiasmo hasta el final, era algo que se le hacía
inalcanzable.
Tenía que
hacerlo, estaba en el límite, hasta aquí había vivido, y, a partir de ahora,
utilizaría su experiencia para crear una historia con la que conseguiría que la
vida, a partir de ese momento, no sólo fuera vivida sino que comenzaría el
verdadero paraíso, la magia que todo el mundo desea y espera, por lo general,
banalmente. Unos lo intentan con la suerte y juegan a la lotería o a otros
juegos de azar; otros desean conseguirlo llegando a la televisión y
convirtiéndose en grandes provocadores. El, sin embargo, había optado por el
camino intelectual. La cuestión ahora era resolver ese hándicap que tenía con
la lengua y que había adquirido congénita y hereditariamente.
Se llevó los
tres primeros meses de excedencia emborronando folios, que llenaba de izquierda
a derecha, agotando hasta el último espacio en blanco del folio, pero los
resultados eran bodrios. Alguna frase o párrafo ingenioso, pero no iba más
allá.
Se tomó en serio
esta tarea que tenía entre manos y cada mañana se entregaba sistemáticamente
después del desayuno hasta el almuerzo frugal
-pues el acto creativo lo tenía absorbido, extasiado, aunque,
desgraciadamente con pésimo desenlace- que retomaba hasta últimas horas de la
noche que arrancaba al día.
No lo conseguía,
y día tras día, la evidencia de la falta de talento le abofeteaba la cara. Un
día decidió tomarse un descanso. Pensó que, quizá un largo paseo, y observar le
vendría bien para el acto inspirativo. Una intuición, una chispa creativa que
iría prendiendo para lograr su fin. Anduvo calle abajo, y al final de la
avenida, en un kiosco, de esos repletos de fascículos y cartones con los que
las editoriales intentaban aumentar sus ventas, se entretuvo ojeando qué
comprar, a ver si así, se le ocurría algún argumento para su novela. Aprovechó
una oferta bastante barata de unas novelas clásicas, y, además, compró una
revista, de esas que pretenden ser feministas, pero que repiten los mismos
patrones de las mujeres-objeto, pero camuflados en falsos argumentos de
“quiérete y dáte esos caprichitos…”. Sí, caprichitos, que por lo general nos
gusta a los hombres, y alimentan nuestras fantasías eróticas. Bien lo hemos
hecho, logramos salirnos con la nuestra. También compró un periódico que venía
con un suplemento dominical y, además, traía unas gafas de sol que imitaban
unas Ray-ban ahora tan de moda.
Se fue al parque
y allí estuvo echando un vistazo al periódico, a la revista semanal y de
chicas. Tuvo un flash, encontró un par de frases geniales, unas en el
periódico, otras en las revistas, jugó con combinarlas y la idea obtuvo curioso
resultado. Viendo que su estómago se revolvía para llamar la atención, decidió
volver a casa para comer. En los pasos de vuelta, de regreso, la intuición se
redondeó, “fantástico”, pensó, eureka, la idea estaba comenzando su hervor a
medida que iba burbujeando parecía cada vez mejor. Abrió con ímpetu la puerta,
corrió hacia su mesa, sacó un bloque de folios y abrió, más bien extendió, las
hojas del periódico, de las revistas, de los libros y empezó, como alucinado, a
mezclar frases, palabras, todas copiadas de los textos que tenía en frente; no
tenía que buscar en su memoria la palabra más adecuada, no tendría que buscar
continuamente en el diccionario, ni tratar de decir lo que pensaba, sólo
escoger. Escogería la frase bien hecha, la ocurrencia original, los vocablos
perfectos y combinarlos. Ellos solos irían creando el argumento, ellos irían
desarrollando la novela, y él, sólo iría escogiendo, robando de aquí y de allí,
sus palabras serían aquellas, y áquellas acabarían siendo sus frases,
redondeando la novela fantástica con la que siempre soñó.
Sonó el
despertador, eran las cinco de la tarde, la noche anterior estuvo de fiesta y
tocaría un par de entrevistas, una en la radio y otra en la televisión. Además,
ahora comenzaría la promoción y tenía por delante algunos meses de viajes,
entrevistas y conferencias. Se desperezó feliz, y al estirarse rozó la piel
suave de una mujer. Tenía al lado una chica joven y preciosa a la que anoche
firmó un autógrafo después de la entrega de premios.
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