La vida la empujaba a continuar adelante, como un vagón
arrastrado por la máquina del tren. No comprendía qué reloj se obstinaba en
seguir marcando las horas, pequeñas manecillas de metal llevándola de la mano.
Se habían instalado como un hábito en su rutina de cada día,
la tristeza y el dolor. El espejo delataba su marchita imagen igual que las
marcas de agua, como lágrimas secas, profanan el encuadre perfecto de su
superficie brillante. A veces, se encontraba con amigos riéndose a carcajadas y
sin entender bien por qué, aquel pensamiento se cruzaba en el espacio
neuroestelar de su cerebro.
Alicia ya era inevitablemente ella, desde el momento en que
la biología marcó su existencia. La biología y algo más. Una capacidad
constante y quizás incongruente como la testarudez infantil que guarda en una
caja de los secretos esos sueños que reservamos para nuestra edad adulta.Tenía
ya ese nombre destinado para su hija, una fijación tal vez ridícula, o al menos
pueril que sustrajo del homónimo cuento. Ella se imaginó alguna vez como esa
niña de dulce belleza, cabellos rubios, adornados de un bonito lazo azul, que
vivía en un mundo caótico e inverosímil, onírico pero maravilloso. Quiso ser
como ella y después guardó esa fantasía para ese reflejo que ya intuía en el estanque
de su vientre.
El dolor y el sufrimiento tienen el poder absoluto de
desdibujar la realidad haciéndonos creer, por el contrario, que entramos en
ella, como si el dolor le diera la consistencia de autenticidad.
Nuestra percepción se altera con tanta violencia que andamos
por calles y plazas desorientados. El día soleado o la melancólica lluvia no
tienen ni el mismo olor ni color. Hasta los alimentos pierden su sabor al contacto
con nuestra tóxica saliva, capaz de transformar la dulce vainilla en amarga
hiel. Apagada la brillante luz de la felicidad, todas las cosas se ocultan,
aunque el mundo siga ahí, y tú con ellas.
Incluso por momentos casi lo olvidas, tu cerebro cierra esa
puerta del horror, pero apenas una leve brisa entrando por alguna ventana del
lóbulo frontal y todo se manifiesta con su cruel y lacerante realidad.
¡Cuántas veces soñó con que sólo fuera un sueño! ¡Cuántas
veces imaginó que por qué no y que todo esto que vemos y oímos, hacemos y
deshacemos sólo sea una ilusión mental y la realidad nos despierte con una
mañana diferente de otro mundo distinto! Uno hermoso y bueno, donde seamos
felices, donde nadie pueda sentir tanto dolor que encima sea soportable.
Ahora ya no valen los diagnósticos, que para los demás
fueron cómodos y creaban la tranquilidad de otra verdad lejos de mi sospecha.
Atrás quedaron la duda y las miradas de conmiseración, sustituidas ahora por
juzgados y asociaciones.
Tengo el derecho que da la verdad y por fin la comprensión
que llega siempre tarde. Se ha dado la vuelta a la moneda, pero la cara que
mira para darme la razón tiene la mirada fría y distante que marca el tiempo y
el espacio del olvido, del abandono, de la incomprensión, de la injusticia, el
útero vacío que dejó en mis brazos. Un gesto simple y sencillo y sin embargo
envuelve toda una vida de caricias ausentes, de amor bloqueado, sólo realizado
en ese universo paralelo y virtual de mis pensamientos. Arrancado nunca, pero
se le impidió crecer.
Amaba aquella pequeña carita redonda. Observada por sus dos
grandes ojos negros apenas comenzábamos a reconocernos. Esta es mi madre, esta
es su voz y su olor. Esta es mi hija, la vida que fue creciendo en mi vientre
sin poder ver sus pequeños pero importantísimos avances, primero nueve meses, y
toda una eternidad después, pero su corazón estaba ahí, y su rostro en mi
memoria. Aquellas piernecitas y manitas que aprendería a mover cuando le
cantara los cinco lobitos. La melodía sale de mis labios apenas perceptibles,
cinco lobitos tenía la loba, cinco lobitos la loba crió.
Aquellos seres despreciables la arrancaron de mis brazos con
falsas mentiras. Ellos, tal vez le cantaron una nana, la engañaron con un
cuento, le enseñaron a decir adiós con aquellas preciosas manitas, adiós a esta
vida junto a su madre. Y me dejaron con todo el bagaje de amor y ternura, de
cantos y rezos, de sueños y cuentos, de pequeñas cosas como peinar su suave
cabello, vestirla para el cole, recibirla con una sonrisa, verla crecer. Me
robaron su imagen de persona adulta y sobre todo, y lo peor, de protegerla de
todo daño. Esa es mi angustia, esa es mi tristeza, mataron mi instinto de
protección y han instaurado la incertidumbre de su bienestar. Han transformado
inevitablemente el mundo no sólo el mío, el suyo también, el de toda la
existencia. El mar ya no es el mismo mar, el cielo no es el mismo cielo, las
personas no son las mismas, son gentes que caminan a mi lado, extraños, tal
vez, mis enemigos, tal vez mi propia hija. Mientras tanto vivo en un mundo
ficticio, engañoso e irreal, y confuso.
El tic-tac del reloj insiste en mi oído, tira de mis
piernas, tengo que salir, me espera la vida ahí fuera.
Hija mía, siente la mano invisible que sólo desde la otra
realidad te puedo dar. Te quiero.
***
En algún lugar, ¿quién sabe dónde?, una niña quiere saber,
desea conocer la muestra palpable de su origen. El inicio de su existencia. La
prueba patente e irrefutable del vientre prominente de su madre, luciéndolo
orgullosa en alguna fotografía. Como vio en el álbum de fotos de su amiga,
lleno de fechas y curiosos detalles que iban desde la primera ecografía hasta
un pequeño mechón de pelo. Un manto multicolor del maravilloso proceso de una
vida. Primeros instantes de una historia guardada en una caja forrada de tela:
la prueba de embarazo; el cordón umbilical, un pequeño grumo seco y negro
pegado a una pinza de plástico; y aquella pulserita donde estaba escrito su
nombre.
Quiso conocer la historia de boca de sus padres, un bonito
cuento que comenzara con un rey y una reina que querían tener descendencia y,
como muestra de amor, una princesita nació. Cuando preguntó hicieron desvíos.
Cuando insistió, el cuento cambió así: Y entonces, el hada buena le dio una
hermosa flor que el rey y la reina cuidaron hasta que en una hermosa niña se
convirtió.
Venían a su memoria aquellos recuerdos, aquellas palabras
oídas a través de las paredes de su habitación, a padre diciendo con despecho a
mamá, la culpa es sólo tuya, tanto insistir para conseguirla y ahora me vienes
con esto.
Ellos me quieren, ellos me cuidan, ellos son mis padres. No
puedo pensar en otros que no significan nada para mí, que tal vez ni tan
siquiera me desearon, que quizás ni me lloraron, que puede que no me recuerden.
Que no son nada, sólo un pequeño punto oscuro en mi mundo.