Dulce azúcar, melosa gelatina que contonea sus curvas de
frambuesa.
Las palabras no son muros, ni duelen, no ofenden, ni matan,
son frágiles estructuras que se borran sobre el papel, que se lleva el aire
dejando su rastro como un fino velo, una tizne que mancha el blanco de la hoja
impoluta, el eco que lento se difumina entre las cosas, residuos que se queman
con la intemperie, son la luz que marcha con la noche y la oscuridad con el día.
Las palabas dicen y callan, pero hay que tener oídos y
corazón para entenderlas y valor para desterrarlas.
Entran como avalanchas, arrasándolo todo, agresivas y
tiranas; o tímidas como la suave ola que acaricia la orilla arenosa de la
playa, dulce, espontánea, tierna.
Lo escrito o dicho va a misa, dicen, pero el photoshop de las letras todo lo
transforma y donde ayer dije digo, hoy digo Diego. Donde se rubricó una firma,
ahora se estampa un sello. Porque las palabras se pueden quitar o poner,
desfilan uniformadas y bajo su apariencia marcial se hallan sus cuerpos frágiles
y su fuerza se enraíza en la tierra profunda de nuestras creencias. Un juego de
ficción que se viste de realidad, tal vez sea nuestra civilización la más ávida
en palabras, pero la verdad de la vida, que surgió hace millones de años, va
más allá de ellas y debemos no convertirlas en armadura vacía de un cuerpo porque
no olvidemos que no hay palabras que encarcelen un secreto.
Aquellas duras palabras retumbaron en tu oído algún día como
bombas en una guerra. Pudiste soltarlas como se escurren las pelusas de los
dedos sudorosos, agitando la mano hasta que se desprendieran. Sin embargo,
decidiste guardártelas en el corazón, y más por costumbre que por
convencimiento, fuiste acumulándolas como pesas en una balanza, hasta que
fueron más que el empuje del otro plato. Mira que recogías de diccionarios las
más bellas que encontraste, pero, no sé si fue porque aquellas gritaron más
fuerte que te dejaste invadir por esas perversas.
Recuerda, las palabras no duelen, son simples figurillas en
forma de símbolos y ondas que, como pompas de jabón, se expanden desde el
orificio ovalado de una boca, los dedos ágiles controlando con cierta armonía la
tinta sobre el papel, el golpe firme y seco de una tecla, incluso el baile de
unas manos.
Las palabras son simples sonidos con formas convulsas y
concretas, de perfiles variados, con diferencias fonéticas según los pueblos y
sus lenguas.
Grandes o pequeñas, intensas o quebradizos suspiros, nada
son, nada más que lo que tú quieras que sean. Hogar, tierra, miedo, pobreza,
sangre, vida, muerte, llanto, belleza, amor, guerra, palabra y verbo elevados a
su máxima potencia.
Todas suenan bien por naturaleza, aunque las creamos bellas
o feas, sustituibles y mezcladas emergen como cosecha de una tierra fértil:
puta, canalla, bestia, vida mía, entrañas, fuerza, respirar, esternocleidomastoideo,
laberinto, que, etéreo, bochorno, álgido, deseo, dulce, espera, ay…
Herramientas de bella maquinaria, potentes armas de
destrucción masiva, cuerpo de diplomacia, ironía soterrada, hipocresía
manifiesta, verdad desnuda, camuflada o disfrazada, objeto grotesco o flor
tierna.
Son simples las palabras, si así lo deseas, lo insoportable
es el absurdo donde se mueven, un contexto donde el horror y la grandeza se
construyen a partes desiguales.
Detrás de las palabras y su discurso, está el lenguaje del
universo, de los actos, del silencio y los gestos. Está por supuesto el
lenguaje también de los objetos por encima del concepto, porque en los pequeños
e insignificantes detalles está en cada instante, reencarnándose la vida.
Por ello, tal vez, me guste trabajar la materia escueta y en
ella configuro con su forma, el fondo en el que mi mirada se recrea.