Sí,
tuvo que ser abril. Ayer comenzó el mes y entre pensamientos cotidianos,
llevado quizá por la coincidencia, me sumergí en un viaje a través del tiempo
que me trasladó a otro abril ya tan lejano, cuando enfermé.
Seguramente
abril o fue tal vez mayo cuando se
celebran las fiestas de la primavera. Recordé la foto, que aún guardaba en una
caja, de una noche de feria montado a caballo. Un caballo de cartón piedra que
el fotógrafo ambulante llevaba de feria en feria por pueblos y ciudades.
No
sonreía y tenía las mejillas de un rojo encendido, como dos tomates brillantes
y relucientes, recién cogidos de la huerta. Consecuencia indudable de la
revolución que mi cuerpo estaba experimentando, librando una dura batalla con un
peligroso enemigo. La fiebre probablemente muy alta hirviendo la sangre, mostrándose sin embargo, con esa
benigna y lozana apariencia.
No
recuerdo nada de aquel día, tan sólo doy fe de que existió, aunque hubiese
existido aún sin la prueba palpable y patente de aquella vieja fotografía, que
a pesar de la ausencia de colores no lograba disimular el fuego en mi rostro
provocado por las bombas internas lanzadas por el invasor y la defensiva de mis
aliados. Dañando lenta y progresivamente mi cuerpo en silencio y a traición.
No
podría decir que sentía entonces, que incomodidades propias de la lucha, que
desagradable sensación febril, que dolores torturaban y machacaban aquel
cuerpo. La foto sólo muestra una imagen fija que calla el sufrimiento de un
desconocido que se supone eres tú. Un rostro ardiente y serio que aún atendía,
a la llamada del fotógrafo, de mirar a la cámara.
Se
perdieron por las distintas capas de la atmósfera los efluvios pringosos de las
patatas fritas o el olor dulzón de las nubes de algodón de azúcar. Y escaparon
al espacio las ondas de los ensordecedores ruidos propios de cacharritos y
feriantes que voz en micro llamaban la atención del público. Ni el más mínimo
eco de las rancias canciones sonando por todas partes, en las atracciones,
aullando desde las casetas. Las voces aunadas elevadas a la categoría de grito,
en un pesado y grotesco murmullo de una multitud afanándose por ser oída dentro
de aquella burbuja de decibelios, una locura dentro de otra locura dentro de
otra locura y así indefinidamente hasta la locura que en mi organismo se
imponía.
No, ni
indicios del polvo del albero o de la noche estrellada, tal vez sin luna,
anulada por miles de bombillas multicolores. Estrellitas verdes, rojas, azules
y amarillas describiendo también figuras en un cielo de cables cruzados.
De todo
aquello no quedó nada, ni sensaciones conscientes, ni percepciones recordadas,
ni flases de detalles que se atrapan en los rincones de nuestro cerebro. Ni
incomodidades, ni molestias, ni dolores ni sentimientos desagradables. Ni
siquiera el instante mismo de la fotografía, no hay memoria, tan sólo la
presencia fría y distante en el tiempo, quizá también una reminiscencia
enquistada en alguna célula de mi cuerpo. Y sin embargo, montado en aquel
caballo asistía al momento transcendental de fijar un cambio inevitable en mi
vida.
Nada del
calor interno que se fue diluyendo en el tiempo, el mismo que sin mes ni año
marca un espacio diferente entre los márgenes de un rio que nos transporta de
una realidad a otra. Desperté, no se cuándo ni cómo del sueño inconsciente y me
hallé ante un cuerpo roto y estropeado, de por vida.