Ulises mira hacía la lejanía esperando que vuelva su
amada. Ella partió hace años en busca de Ítaca, emprendió su aventura para
hallar ese paraíso donde vivir juntos eternamente.
La espuma del mar juega con su imaginación, le
engaña haciéndole creer ver en cada encaje de ola, las velas del barco que la
retorne a casa.
Quedó fija en el recuerdo su bella imagen en aquella
dura despedida, abandonando el puerto, alejándose hacía un destino perdido e
incierto, diciendo adiós con su menuda y delicada mano y sus cabellos agitados
por el viento y brillando al sol.
Pero el horizonte es un espejismo, un oasis engañoso
en ese desierto salado y los barcos vienen y van, los ve pasar uno tras otro,
sonando sus sirenas, desapareciendo entre las brumas, como cuerpos etéreos
desvaneciéndose, por la línea que marca la vista, donde más allá se pierde el
mundo.
Al igual que barcos de papel, se deshacen sus
ilusiones en la inmensidad de la esperanza de volverla a ver, cuando continúan
su viaje hacía otro puerto, otro lugar, otro destino.
Es su único impulso seguir cada día, movido por el
deseo de que uno de esos barcos la vuelva a traer a sus brazos.
Caen las hojas del calendario y él continua subiendo
a lo alto de aquella roca, donde chocan las olas como el desánimo en su
espíritu, tratando de divisar cualquier indicio, el mástil de un barco, unos
remos, un cambio en los elementos. Agudiza el oído tratando de reconocer entre
los graznidos de las gaviotas y el ulular del viento la sirena que anuncie su
llegada.
Sube allí con
su traje de domingo, quiere que cuando ella regrese lo reconozca a lo lejos y
sepa que él, como le prometió, la sigue esperando, que su amor es fuerte y
sincero, es paciente y eterno.
Nada más llegar el amanecer, cuando el sol todavía
no alumbra el cielo y pide permiso a la luna y a las estrellas para poder
entrar en escena; mientras se intercambian saludos y se hacen las despedidas;
donde se dan consejos y buenos deseos para el nuevo día y se cuentan detalles y
pequeños percances que la noche trajo –unas nubes densas y tenebrosas que se
unieron en un abrazo y en pocos momentos envolvieron en tinieblas la oscuridad luminosa
de un estrellado cielo–, él aprovecha para hacer el camino y llegar con la
salida del sol a lo más alto del cerro.
Al fin sol y luna hacen el relevo y la luz de un
bello día aparece como la fe en el reencuentro. Ulises saluda a un estrenado
sol, le da las gracias por traerle un nuevo día y entona una oración, que su
luz le ilumine en su búsqueda, que en la confusión que impone la distancia
logre divisar el regalo que tanto ansía. Ruega que hoy la tierra se convierta
en cielo donde sus ojos, al fin, puedan gozar de su presencia.
Pero baja y sube la marea para volver a bajar, como
el sol allá en el otro mar del cielo. Cae la tarde fría que trae la brisa del
mar y el rumor de las olas le canta ahora melancólicas canciones de amor. El
sol se despide, un día más se marcha sin traerle a su amada.
¡Mi Penélope! –suspira–, soy tu amante fiel que te
espera. Ven a mí, no tardes, vida mía.
Apenas queda ya un hálito de luz y la fe tiene que
hacerse fuerte. Ulises se dice, tal vez mañana. ¡Mañana será el día!
La noche se impone como la certeza, se hace señora
de la cruel realidad.
Un día más le llena su ausencia. ¿Son lágrimas esto
que escuece en mis ojos? ¿O es sólo sal que las olas salpican? Se pregunta
amargamente.
Desanda el camino hasta el siguiente día, de vuelta
a la soledad del hogar. Mi amor, ven pronto, tu amante te espera, se dice no
por miedo a que flaqueen sus fuerzas, sino por entablar una continua batalla
con el olvido, ese enemigo implacable de la memoria. Y no existe mejor antídoto
que mantenerla siempre alerta.
De saber cuál sería ese gran día, la fecha que
marcara indeleble el feliz reencuentro; de haberlo sabido, hubiera dibujado el
cielo de bellos fuegos artificiales, lanzado al viento cometas y globos
multicolores, echado a volar palomas blancas, arrojados pétalos de flores sobre
el mar, engalanado el muelle con farolillos y guirnaldas y la hubiera esperado
en el puerto un cuarteto de cuerda, tocando la suite para chelo de Bach. Las
notas de sus acordes enmudecerían el rugido del mar y él, desde lo alto, estaría
agitando los brazos sin descanso y lanzando gritos al viento, llamándola por su
nombre. Cuando el barco estuviera próximo al puerto saldría corriendo para que,
cuando sus pequeños pies posaran la tierra, los dos se fundieran en un
apasionado beso.
Como una plegaria repetía, Penélope, mi amor, aquí
me hallo esperándote y vivo gracias a ese sueño. Ruego a todos los dioses que me
recompensen hoy con tu regreso.
Pero ella llegó un día sin avisar, y él estaba
esperándola allí arriba, oteando el horizonte, como otro día cualquiera, como
aquel en que ella se lanzó a la mar con la promesa de encontrar para ambos, ese
paraíso donde vivir por siempre su amor verdadero.
A pesar del fondo traslúcido que el sol en el agua
pintaba con reflejos sobre el paisaje, le pareció ver a lo lejos el barco donde
hacía ya tanto tiempo Penélope se alejó.
Salió corriendo desde la loma para llegar a puerto
cuando el barco arribara. Llegó apenas sin aliento cuando los pasajeros se
disponían para bajar por la rampa de desembarco. Ansioso buscaba entre ellos,
niños, mujeres, hombres y viejos que iban bajando, pero entre la multitud uno
sólo tiene ojos para la persona que busca.
Ella desde arriba sobre las cabezas de rostros
ajenos, muchos amigos y familiares saludándose, abrazos, besos y llantos de
alegría, sin embargo, entre toda aquella celebración, buscaba y no hallaba.
Ambos con el corazón en vilo y el aliento contenido por el desasosiego, insistiendo
aunque aún seguían sus miradas llenas del vacío del otro.
Veintitrés años de ausencia, de caricias sólo soñadas,
de memoria de un cuerpo, de una voz, de una sonrisa, de una mirada, de un beso.
Cubrió la hiedra de una casa abandonada sus ventanas, como ojos ciegos, y buscándose
se cruzaron y no se reconocieron.