La mañana comienza
en este espacio rectangular de mi cama,
el aire de septiembre entra disminuido
tras la persiana a medio echar,
hay levante fuerte, ruge metiendo miedo,
pero no le temo, ya lo conozco,
nunca va más allá,
una actitud chulesca y amenazadora
que nunca rebasa la línea.
Frente a mí, el ropero empotrado
con una bella pantalla de pequeños
espacios luminosos, reflejos del sol
a través de la lámina plástica
de las planas y antiestéticas persianas.
Las ramas de un árbol pasan
a través de esos espacios sombreados
y luminosos con un movimiento entrecortado y poligonal.
La suavidad es curva
y genera una visión continua
dando fluidez a los movimientos,
ese rápido pasar entre esos espacios alternos
produce una visión retardada
como los fotogramas de una vieja película muda,
rama que no se ve, rama que la luz hace visible.
Nunca fui una línea curva,
puede que en alguna ocasión llegara a ser mixta,
ahora, aquí tendida, mi cuerpo es un prisma
que se desplaza con dificultad por un espacio curvo
chocando mis aristas y no encontrando un posible ajuste.
El tiempo, dicen, lima las rectas más marcadas
y los ángulos y vértices se vuelven suaves
como piedras cuyas líneas rectas el mar convierte
en redondeces suaves y brillantes.
A mí no, a mí este viento de levante incrusta
en mis lados más elementos de fricción,
y una se mueve por el mundo
con traje incómodo que se quita pero vuelve a aparecer,
el mismo cuerpo poligonal
como muñecas rusas,
son las figuras imágenes delimitadas
entre luz y sombras,
puede que no haya ni cuadrados ni triángulos
ni paralelogramos que se precien
pero tampoco esferas, ni siquiera conos
puede que no seamos nada,
o luz o sombra, sin más
y simplemente la vida sea aparecer o desaparecer
entre esos espacios oblicuos
que la luz resalta
sobre un plano oscuro.