domingo, 20 de junio de 2010

Un día triste

A José Saramago

18 junio de 2010

Saber encontrar tus palabras en aquellas palabras. Descubrir con su mirada las profundidades de las cosas simples. Ver lo que para otro pasa desapercibido, saber expresar lo que sientes, saber decir lo que otros ni siquiera ven. No son esas palabras dichas, ni su lugar en la oración, no son descubrimientos nuevos sino realidades cercanas, expresadas de tal modo que uno se sorprende de su capacidad observadora, de los detalles pequeños, de las emociones humanas. Es vida lo que expresan sus palabras, son llaves que abren ventanas donde otros apenas vislumbramos la silueta detrás de los visillos. Él, mi desconocido y sin embargo, tan cercano y comprendido, sin sangre que nos una ni afectos que nos relacionen. Siento su ausencia como la de un amigo y la fatalidad de saber que no veré más sus palabas, no me descubrirán el objeto oculto, la sorpresa de su sensible mirada, y cuál fue la última, la que emanó de su cerebro y se escurrió por el apéndice de su mano, sujetando una pluma en ese grafismo romántico o dedo que tecleó hasta el último fonema. Tal vez, como un instrumento, igual que con la lengua, otra mano la tradujo, letras mezcladas, ahora formando palabra castellana, ahora portuguesa, de su fuente primigenia; que los años nos acercan al origen inevitablemente, donde se grabaron a fuego en la piel de nuestras neuronas. No brotará de este manantial agua nueva, ahora recogida en perpetuo circuito, ahí quedarán un mismo escrito para múltiples significados. Cada uno interpretamos, incorporamos palabras y sentir, y el sentir con el que fueron dichas. El movimiento es vida, y ahora ese rostro pétreo, ese cuerpo frío, se paró todo mecanismo. Muerto el ser vivo, abandonará sus preocupaciones humanas y si algo sigue, si algo continúa, ya por el conocido, visible o invisible, movimiento será al fin y al cabo. Lo que creó el escritor tendrá permanencia más allá de la memoria humana. Aprender de sus palabras, de su mirada, robarles siempre, aunque sé que la belleza no está en sí mismas, sino cómo bailan sobre la hoja para expresar ese sentimiento, esa descripción, en apariencia lingüística que lleva de un corazón a otro una emoción, rabia, tristeza, empatía, de felicidad, de admiración profunda, qué maravilla mirar como él mira y poder decirlo como lo dice y qué bien sentir ese mundo suyo, sentirlo vivo todavía.

Una historia que siempre se ve reflejada en la presente. Una muerte que se ve reflejada en aquella contada, y en otras que llegarán, también la mía.

jueves, 17 de junio de 2010

Del bajo al ático


Viene arrastrando los pies con paso corto pero rápido, cada mañana bajaba temprano para comprar el pan bien calentito y tomarlo con mermelada y mantequilla, desayuno que disfrutaba como un rey; aunque no había sirvientes que se lo llevaran a la alcoba o se lo prepararan en la salita abrigado bien con una mullida manta de cuadros en su sillón de orejeras con piel dibujando su silueta.

No quedaba lejos la panadería y los años que no vienen solos sino acompañados de averías corporales difíciles de arreglar y uno aprieta la tuerca con un trozo de trapo o ajusta la pata de la mesa con un pequeño cartón doblado. Así va uno poniendo parches para seguir dándole utilidad a lo todavía aprovechable.

Su andar particular de ritmo dos por dos, mirando al suelo formado entre su perspectiva de vista y su altura, el cateto al cuadrado de su paso pitagórico, pies que siempre llegaba tarde a lo que sus ojos alcanzaban, siempre pisando en un futuro ya visto. Hombre simpático y amable, no saludaba a veces, por no ver bien pero los amigos lo llamaban efusivamente, Antonio, ya vas aviado, Antonio, que no vea a nadie, Antonio, después nos encontramos en el bar... A todo asentía con un gesto amable, una palabra, una sonrisa, nadie quedaba sin respuesta. Llegó al portal de un edificio tan viejo como sus inquilinos. Seis vecinos quedaban aún en aquellos tres pisos y su ático donde vivía Antonio.

En el bajo izquierda estaba Adela, octogenaria. Su hija iba cada día, arreglaba la casa, aseaba a la anciana, le preparaba el desayuno y le dejaba en el microondas la fiambrerita de la comida para el almuerzo. Dejaba el aparato listo, marcado el tiempo, para sólo cerrar y poner en marcha. El plato al lado con el pan, vaso, servilletas y cubiertos. Luego la sentaba en el salón, le ponía la tele y le daba un beso. Vengo por la noche, mama. A ella aún le quedaba una dura jornada limpiando oficinas.

En el primer piso de sus cuatro viviendas sólo dos quedaban habitadas. Un matrimonio con su hijo de cuarenta años, esquizofrénico; las drogas trastornaron su cerebro, era un chico alegre y normal como todos los niños pero se echó malas compañías. Cuando sus padres quisieron darse cuenta, ya luchaba con monstruos imaginarios que sólo él veía. Enfrente vivía una buena moza que Antonio siempre piropeaba y ella correspondía con un beso. Cincuenta años de soledad obligada, quedó joven sin padres, las amigas se fueron casando, ella sólo del trabajo a la casa, sus revistas, su telenovela y algún café en casa de una tía. Tenía buenas carnes aún apretadas, pero ya se le pasó el arroz y nunca fue mujer decidida, ni de hacer amistades con facilidad. Compró un ordenador más por insistencia de sus compañeros de trabajo y una oferta comercial. Alguna vez intercambió email y mantuvo algún chat pero no pasó de ahí. Al menos estas conversaciones ayudaban para no perder las costumbres sociales.

Llegamos al 2º, tres de las cuatro puertas están pintadas de un marrón oscuro, de pintura brillante descascarillada, creando un paisaje desértico y abandonado. Puertas que guardan la nada, como interior de cuerpos sin alma. Sólo una está reformada, aspecto cuidado y moderno, con finas molduras y una pequeña mirilla sobre la que está un pequeño cartel en el que se lee “Dios guarde cada rincón de este hogar”. Es el 2º B. Ahí vive el pobre Pedro, lo guarda todo, recortes de revista, libros antiguos, cajas de lata de galletas, cola-cao y membrillo. Recoge objetos curiosos, rotos, que encuentra por la calle; mira la pieza y se le ocurre construir un móvil, colgarlo en la ventana para que los días de viento suene como campanitas. Últimamente colección a tapaderas de lata de los botes de cristal, intentando convencer a su mujer que hará algo para el pequeño de sus nietos. Veras mujer qué camión le voy a hacer. Pedro, hoy los niños tienen de todo, eso no le va a gustar. Ay, Pedro, Pedro, esto son porquerías. En un descuido se lo tira todo y él anda buscando durante días dónde lo dejó.

En el 3º se escucha música, normalmente nadie queda en este piso, pero será el hijo de los García, compraron una unifamiliar en zona bonita de jardines y calles cuidadas, rectilíneas, de aceras anchas, árboles jóvenes y verde césped regado con regularidad, que el ayuntamiento atiende a las apariencias y éstas van acompañadas de cuidadas fisonomías. Lo que haya dentro de aquellos muros ya es cosa íntima, que lo importante es lo que mira el ojo ajeno.

Este muchacho, con edad que exigía, traía sus aventuras al abrigo de censuras paternas. Estos jóvenes, piensa al pasar por la puerta, no sin cierta nostalgia de otros tiempos. Así anda esta juventud, entretenida en estos deleites, en un mundo que roba identidades, confunde conciencias y anula juicios. Viven mejor, tienen coche, y hasta un lugar donde sofocar estos ardores del cuerpo que reconfortan el espíritu. Tienen más que aquellos que dedicaron esfuerzos desde amaneceres y jamás pudieron soñar.

Sin embargo, los ve ahí, engañados muchos, convertidos en números, uniformados de vestimentas ideales y, sobre todo, inmensamente frustrados. Cabecea de un lado a otro no encontrando el origen del problema, quizá la única realidad posible sea este punto de locura para poder asimilar tal avalancha de información en este mundo caótico donde persistimos con el único pecado, pero también virtud de esta personalidad bipolar de la existencia.

Al fin llegó, el pan ya está frío. Metió con dificultad la llave que antes buscó en su bolsillo. Abre la puerta a un pequeño espacio apenas unos muebles, unos electrodomésticos antiguos, un frigorífico que enfría más por el hielo que lleva en sus entrañas, un pequeño televisor en la pequeña cocina, un fuego aún de gas y un microondas oxidado. Una pequeña alacena con algunos platos, vasos, tazas, una sartén grande y una pequeña. La olla roja con cardenales negros de muchas caídas y ya preparado en el fuego la cafetera aún caliente, pero no lo suficiente. Una vez más tendrá que calentar el café en el microondas, mientras unta de mantequilla y pone mermelada al blando y blanco pan, la harina espolvoreada como nieve sobre montaña, como caspa sobre jersey oscuro.

La mesa ya está preparada, con su mantel individual, e l azucarero y el libro.Del saloncito se sale por unas puertas acristaladas a una pequeña y hermosa terraza, llena de macetas selváticas, aleatorias, revoltosas y alegres, esparciendo olores y colores que alcanzan a su corta vista, frente a un espacio acotado de altos edificios, azoteas con trastero y ropa tendida, un mar de antenas como un espacio interestelar, redondas, alargadas, y llenas de aristas, torretas metálicas, ventanas y más ventanas, abiertas, entreabiertas y cerradas, muchas ahora vacías, que, como verbenas se encienden cada noche cuando sus dueños las habitan. Se llenan entonces de olores, de voces, de gritos, de calor humano, todos arrastrando cansancios del día.

Lleva la taza y el plato con el pan, se sienta agotado, callado, mira, costó subir estas escaleras, cuesta vivir esta vida sin ella, sin nada y entonces mira hacia arriba, tan cercano como para tocarlo con el dedo, este cielo, esta luz del día, esas nubes esponjosas. Merecía la pena subir cada día estos altos escalones para tener ante su vista este inmenso cielo, esta paz infinita, no de ruidos, que no eran pocos, sino de esta guardada, acumulada por hermosos recuerdos que aparecían y desaparecían por las calles de su cerebro y, de vez en cuando encontraba en alguna esquina. Ella apoyada sobre aquella vaya y su sonrisa.

Entraba de mañana, salía cuando oscurecía. Aquellos cuarenta y cinco años en la empresa, empleo que consiguió gracias a un vecino. La fábrica, su familia, más horas le dedicaba, es la dignidad del pobre, su entrega al duro trabajo. Es de locos, aunque peor sería el dorso inclinado sobre la tierra, de nuevo la mirada oblicua. Es la desgracia del pobre, ser corto de miras, ahí andan los ricos expansivos, con amplios horizontes donde nunca cae la noche. Él, sin embargo, tuvo más sombras que luces, que no es lo mismo que decir hombre de poca sensatez, formal fue toda su vida. Hubo mujer e hijos, ilusiones y pesadillas, lucha y enfermedades tempranas, y un tras-trás, tras-trás de la cinta empaquetadora, vigilante siempre, cayendo aquellas piezas en su justo espacio cuadriculado y él atento de manos y ojos, y cerebro ausente, libertad que a estas alturas se permitía. Cuando llegó la hora de vivir se acabó en dos días.

No es de un sólo color la vida, la risa se improvisa, el sol calienta, este desayuno que es una delicia y cae en el estómago arrugado como maná en tierra árida pero agradecida. Este libro que avanza página a página, estos pasos, escalón tras escalón hasta su guarida, y aquí ahora, por fin, tragándose esta luz infinita, tantos años negada, que a ella se adaptó su vista.

Una bocanada de aire, otra de pan con mermelada y mantequilla y para que baje, un sorbo de café. Esto es vida.