La plaza estaba repleta de gente, con esa imagen bulliciosa,
alegre, festiva de una bonita noche de verano.
Los tenderetes de chuches, jugueterías y globos
exhibiéndolos como un reclamo a los niños que tiraban de la mano de sus padres
pidiéndole algo, lo que fuera, unos con mimo, otros con rabietas, al final la
mayoría con su propósito en las manos.
Los vendedores ambulantes de artesanía étnica con sus
bellísmos abalorios y algunas prendas veraniegas y camisetas con bonitos
estampados y coloridos, y alguna frase simpática.
Los músicos callejeros amenizaban con sus instrumentos
improvisando conciertos, otros con su ritmos grabados cantaban viejas canciones
de verbena, la melodía pachanguera y festiva ofreciéndose todos ellos como un
todo burbujeante y explosivo.
A un lado de la plaza una barra de bar ofrecía tapas
variadas y bebidas que sacaban muy frías de las neveras. La gente se apiñaba
alrededor de la misma y alguna que otra mesa, con sillas para los mayores. El
camarero sacaba la cervecita con las pequeñas gotitas del frío, la abría con el
abridor que colgaba de su pantalón. ¡Una de pincho! Gritaba un chaval desde
atrás. El queso y el jamón, las aceitunas, los filetitos y pinchitos morunos,
pescaditos fritos, pijotas, cazón en adobo, acedías, como un baile desfilaban a
lo largo de la barra entre brazos disputándose tan ricas viandas.
Los niños correteaban alejándose de sus padres, que
reclamaban continuamente su presencia, no iros muy lejos, les decían. Y ellos,
una vez más, se retiraban, subiéndose a los bancos, tirándose por los suelos, y
sólo se acercaban para pedir con insistencia algún helado o paquete de patatas.
Anda, cómete un filetito y ya cenas… Sin embargo, se escapa para seguir con sus
juegos, lamiendo un rico helado que le chorrea por la, en otro momento, limpia
camisa.
Las parejas jóvenes con sus pequeños, los viejos sentados en
sillas o bancos observando y recordando sus fiestas de antaño, cuando había tan
poco, pero con tan poco se disfrutaba, y, ahora, cómo gastan, qué derroche,
aquel, mira como tira el paquete de patatas, estos niños hoy tienen de todo.
Los más jóvenes se mueven en grupo y chicos y chicas lucen
sus cuerpos con atrevidas vestimentas, ellos con sus bromas torpes, ellas
riendo escandalosamente, aprendiendo el juego de la seducción.
La noche es de esas noches fantásticas de verano, donde la
piel calentada por el sol durante el día siente, con agrado el frescor de la
noche agradable, dulce noche de verano, sin apenas aire, y, al acercarse la
madrugada los mayores se echan algún abrigo. Los niños, exhaustos se agarran a
los padres pidiendo brazos, y, algunos acaban dormidos en el regazo de sus
madres, que los tapan con un jersey
Los tenderetes empiezan a recoger, las tiendan van colocando
los tablones cerrando sus puestos, los músicos hace rato que se fueron, los más
jóvenes han cogido otro rumbo donde continuar la fiesta. Poco a poco la plaza
se va quedando más sola. Los últimos en recoger son los camareros, que,
cansados, amontonan sillas y las pocas mesas, guardan los restos en cámaras
frigoríficas, limpian el mostrador y se despiden hasta mañana. Ya sabes, mañana
llama a los de Cruzcampo y compra en la cooperativa el pescao y encarga más
carne a Manolo, no vayas muy tarde, no vaya a ser que no tenga suficiente.
La plaza, antes alegre y ruidosa, ahora tranquila y
melancólica, con los restos de la batalla, apenas unos rezagados que ya se
despiden.
La escena se reproducía cada atardecer, hasta la madrugada.
La memoria del jolgorio y felicidad de aquella noche, era ahora recogida por
los barrenderos y los coches de riego, que el ayuntamiento contrataba cada
verano iban refrescando las calles. Algún transeúnte camino de su descanso,
todo cerrado, silencioso, las luces de las farolas menguando la luminosidad del
cielo estrellado de esta hermosa noche de verano.