martes, 25 de noviembre de 2014

Era un tipo vuelto hacia adentro



Era un tipo vuelto hacia adentro, como si él mismo se hubiese tragado. Taciturno dicen los románticos, antisocial los postmodernos.
Cuando la casa se le hacía grande y muchedumbre quienes la habitaban; cuando la tristeza convertía a los muebles en enemigos que amenazaban con sitiarle y las voces que le rodeaban no le hablaban, sintiendo un mundo que lo hace ajeno y su soledad aún más grande cuando se vuelve incomprensión, atravesaba la puerta como el que escapa de una jaula y se lanza, libre de miradas y de encuentros, en un caminar por calles solitarias.
Son momentos en los que necesitaba hablar con sus pensamientos, como dos colegas que se conocen bien aunque se enfaden a veces; desdoblarse y sacar al otro calcetín del bulto deforme que, en pareja, guardas en el cajón.
Un recorrido vacío de otros rostros, escogiendo la acera protegida por los coches aparcados y entonces, tomar a grandes bocanadas el aire y sentirse elevarte como un globo de helio, ligero sus pasos de peso, pausados de ánimo. Conversando con ese amigo, personaje un poco loco, en ocasiones sensato y casi siempre esquizofrénico, de sus pensamientos, que con entidad propia, le dirige y hasta a veces lo manipula. No perdiendo el equilibrio, la homeostasis imperfecta, le tranquiliza, consolándole en ciertos asuntos emocionales. Exigente e incorruptible en sus argumentos que creía incuestionables. Con el brazo echado sobre su hombro le hacía confesiones a veces inaceptables pero, como dijo aquel, nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio.
En ese devenir que tienen los diálogos acababan enredados en premisas racionales, en hipótesis verificables por experiencias no muy fidedignas y enredamos en los debes y haberes. En noches muy tristes, avergonzados lloraban por los errores, pero quedaban lavados y planchados como ropa limpia para volver de nuevo a los muros de su particular palacio.
Un día le llegó su princesa al rescate le llamó con el dedo índice, en ese gesto pícaro, solícito e inequívoco y él bajó de su torreón.
Ahora son cuatro ella y él y sus respectivos colegas, los pensamientos.

domingo, 16 de noviembre de 2014

Borrachos de otro Velázquez

A la puerta del bar apoyado en el quicio, un hombre pequeño guardaba todo el aspecto de un alcohólico. Su piel, enrojecida por los altos grados de taninos en sangre, estaba flácida, marcado el rictus como en todos los borrachos. Los ojos, también muy característicos, tenían la acuosidad exagerada, como si confluyeran en el pozo de su mirada todas las lágrimas de su gran pena, tal vez la que le lleva a beber.
Pasé fugaz como el encuentro de su visión, una línea oblicua unió sus ojos con los míos, mi coche nos cruzó, apenas unos segundos para contemplar su desesperación, expresada en ese frágil cuerpo que apenas si se sostenía sobre el marco de la puerta, de caer al suelo parecería un pequeño amasijo de harapos.
Se puede sentir todo el dolor ajeno en un instante, comprender la amargura impresa en una existencia y me compadecí de su destino y el de la propia humanidad. Todos anónimos, unidades excéntricas separadas, y sin embargo somos uno. Girando vamos a una velocidad cósmica sin percatarnos. Quizá por eso estemos todos perdidos, sin hallar la estabilidad que sólo promete la muerte, y andamos buscándola cada uno como sabe o puede. Somos pobres criaturas que se creen prepotentes y ante el espejo se reconocen débiles, pidiendo perdón por una culpa que no es nuestra.
Aún recuerdo en él todos los borrachos con sus mundos apocalípticos, buscando en el líquido que les mata lentamente su particular paraíso. Los vi agresivos y a veces tiernos, hubo ocasiones para lo cómico y lo grotesco. Su abismo inundándolo todo, los ojos asustados de un niño aporreando una puerta ajena, pidiendo ayuda a gritos, temiendo que el padre tire por la ventana el nuevo dios que se paga a plazos
Y está en mi memoria la invisible presencia de sus universos, cuando alguna vez me encontré con algunos de ellos, José, Manuel, Antonio, Luisa, Juan, Carmen. A veces además de sus alientos, olías el rancio olor de sus cuerpos a vómitos, orines y heces, el vaso de vino sobre la mesilla de noche, las piernas amputadas como tronco talado sobre una silla de ruedas, la suciedad que nos repugna. Es la expresión más dura de su verdad, aquella que les llevó a esta destrucción de todo lo vivo que dentro o fuera les pertenecía. Hasta consumirse toda su esencia en un simple bulto corrompido, pura podredumbre del sufrimiento mal encauzado. ¿Qué lleva a unos a enfrentarse con uñas y dientes al monstruo que controla nuestras vidas; y otros se dejan capturar sumisos, sin lucha o se convierten en sus débiles vasallos, frágiles marionetas entregadas a una fe que hacen suya? Se bañan en su piscina de cuerpo sinuoso y sensual olvidando la vida, olvidándose de ellos y de los demás. El mundo que les rodea les deja indiferente, cegados por su dominio. Sin saber quiénes son ni de dónde vinieron y qué más da hacia dónde irán.
Llegaron antes de tiempo al ataúd, se corrompieron comidos por gusanos ante la presencia de los vivos que los desprecian porque no los comprenden, porque se negaron a ver otros caminos, porque aun comprendiéndoles no pueden mirar tanta degeneración en un hombre, porque les hace sentir la vergüenza de su especie. Aunque los lleguemos a entender, los que permanecen en la superficie sobre el lodo de ese estanque, no podemos evitar compadecernos porque vemos en ellos el sufrimiento que germina en lo más profundo de nuestro ser. 

viernes, 14 de noviembre de 2014

El encuentro



Se ocultó bajo una falda de Dafné y una blusa de Couthier, vagabundeó anónima entre la multitud que en las calles luchaba por llegar a sus proyectados destinos. Un ecosistema animado de materia viva o inerte, indiferenciada; saturado y urgente por sobrevivir. Llamó a un taxi, en ese tráfico infernal logró parar uno. Sólo dijo Gran Avenida a la altura del número cincuenta y cinco.
El conductor tomaba calles distintas, realizando giros y parando en algunos semáforos. Durante esos breves instantes observaba la gente cruzando por delante a paso aligerado, esquivándose entre ellas. El trayecto le dejaba admirar un exótico paisaje de elevados edificios, parques concurridos y, como desde el fondo de un ojo de patio, veía a lo alto un cielo turbio pero que permitía dejar pasar los rayos de un potente sol de otoño.
El taxista, un hombre callado que masticaba nerviosamente un chicle que olía a menta, escuchaba la radio, un conjunto de voces que se superponían irrespetuosas unas sobre otras, debatiéndose por algo que no determinaba bien sobre qué se trataba. Pensó que era demasiado ruido, para qué añadir una voz más. De pronto, comenzó a disfrutar de aquel caos, dejándose llevar; sin fricción, ni lucha, bailó con él acompasadamente, abandonando su eterna frustración.
Pocos minutos después estaba frente al portal, subió las escaleras de la entrada al edificio y llamó a la puerta con la letra A, a la izquierda conforme entraba en el entresuelo. Un hombre le abrió y ella se lanzó con una súbita energía hacia el fondo del pasillo, entró en el dormitorio y se sentó al filo de la cama. Él, sorprendido, no emitió ninguna palabra, ni siquiera sonido alguno que se le pareciera, nada que sonara a un saludo, un nombre, una frase como qué haces aquí. De su boca, tan sólo los músculos se pusieron en movimiento para dejársela abierta, incrédulo, como un pasmarote.
Ni una mirada le cruzó ella. Él cerró la puerta, no antes de mirar afuera, por si alguien la acompañaba. Extrañado, corrió en su busca, y la encontró sentada mirando hacía la puerta, esperándole quizá. Él la observó y en ese momento se cruzaron sus miradas. Qué haces aquí, quién eres. No seas tonto, soy tu mujer. La contempló asustado y admiraba por primera vez su belleza, pero no pudo contestar. Sólo un instante después evaluando la situación, le dijo, estás loca. Ella se levantó y le rodeó el cuello con los brazos, besándole en los labios. Él turbado, no pudo más que responderle con la misma pasión.
Aquella noche dos seres perdidos en la inmensidad del absurdo, se abrazaron y lucharon con sus deseos. Fue un día de un octubre luminoso pero frio, un hombre y una mujer solitarios y desconocidos, materia de un orden vasto frente al orden estrecho y pequeño de la vida y de un mundo también limitado y minúsculo, donde los acontecimientos se imponen al hombre, que son vividos por sus destinos. Advirtieron maravillados que el universo, el cosmos infinito, juega a la magia con sus elementos y la propia entropía, esboza su equilibrio, en un bello garabato armonioso aunque simple pero coherente. Porque a pesar de nuestra limitadas perspectivas, nuestras miopes miradas, existe la inconmensurable certidumbre más allá de nuestros limitados horizontes.