martes, 8 de mayo de 2007

Elvira tiró calle abajo, camino que cada mañana cogía para ir a tomar su desayuno. El bar que estaba al final de la calle, justo en la esquina, frente a unos grandes almacenes.

Antonio, el camarero del bar mostraba amabilidad y quizás algo de lástima por esa chica. Él había llegado a la ciudad desde su pueblo natal, una pequeña localidad de León, apenas de trescientos habitantes, cuando la despoblación, lo convirtió en un pueblo fantasma, con algunos viejos que se negaban a abandonar sus casas, sus animales, sus tierras, sus recuerdos, sus muertos, sus vidas. Eran pobres, era inculto, las escuelas quedaban lejos y el trabajo diario ocupaba sus días. Algunas fiestas que marcaban el ritmo de los años y el de sus historias personales. De vez en cuando un entierro, alguna boda y cada vez menos bautizos. Juegos, amores, desengaños, luchas.

Se hizo un zagal fuerte y bien parecido, tenía la ilusión de vivir mejor que sus padres, sacar más provecho de su vida, no pensaba morirse de asco en aquel triste pueblo. Había varias zagalas que habrían sido buenas madres de sus hijos.

Antonio no sabría decir si era feliz allí. Sólo se acuerda del aire, del olor a tierra, del lento pasar de los días, sin apenas alardes de felicidad. Con la necesidad directa de vivir sin más, pobres pero dignos. No quería eso para él. No quería repetir la dura vida de sus padres. Allí no habría incertidumbres, tendría lo suficiente, se casaría, tendría hijos y repetiría, día a día la misma cotidianeidad.

Andrea lo quería, pero él un día cogió algunas pertenencias y marchó con el dulce recuerdo del abrazo de su madre y la frase seca, pero tierna que machacaba su mente. Ahora en la distancia: “Antonio, recuerda quién eres”.

El matrimonio que regentaba el Bar Estrella, lo había acogido como a un familiar, lo cuidaban y, en fechas señaladas, si no marchaba de visita al pueblo, lo invitaban a comer con ellos.

No ganaba mucho, ni vivía mejor allí en su pueblo, a veces dudaba de si hizo bien en marchar. Había alquilado una pequeña habitación con el mínimo de enseres y elementos básicos, un oscuro baño sin ventilación, con una pequeña placa de ducha y, detrás de una cortina, se hallaba el fuego y un pequeño fregadero. El sofá hacía también de cama y el máximo lujo que se permitía era una pequeña librería con algunos libros que iba comprando en los bazares o mercadillos de segunda mano. También era un lujo un pequeño frigorífico que, en verano tenía doble función. Cuando, en las insoportables noches de calor, abría su puerta para refrescar algo el ambiente.

Un día, cuando volvía a casa, encontró tirado en la basura un televisor. Siempre había sido mañoso, pensó que quizá podría arreglarlo, pero ni siquiera hizo falta. A la pequeña televisión no le pasaba nada, bueno, sólo se la podía ver en blanco y negro. Pero algunas noches, con una cerveza, un paquete de patatas y una buena película podía decir que era un hombre feliz. Es curioso, en su pueblo nunca tuvo ese pensamiento, y teniendo más motivo. Sin embargo, era ahora cuando necesitaba robar esos momentos de felicidad, con esta vida rutinaria de la ciudad, su soledad ante el mundo, su casa oscura y mínima, su gris paisaje, un sucio y escandaloso ojo de patio, de donde le llegaban retazos de las vidas ajenas. La frase, “hijo, recuerda quién eres!”, su identidad, se diluía como el azúcar en su café. Ya no era Antonio el del Chopo, ni saludaba a nadie conocido, ni tenía familia con la que charlar por las noches en la mesa comedor acerca de las tareas del día.

Elvira ha entrado en el bar. Antonio y ella se saludan. Antonio pone la taza bajo la máquina de café, coge una tostada y se la ofrece. Ella le mira agradecida y le comenta el frío que ha pasado esa noche. Elvira es una chica inmigrante, vino aquí al mundo civilizado y desarrollado desde su mundo inundado de pobreza y guerra, dolor y sufrimiento, con la ilusoria esperanza de un paraíso prometido. Pero detrás de esa imagen, que alguna vez vio en el televisor allí en su país, de los cantos de sirena que escuchó de otros que marcharon un día y ahora contaban de sus vidas mejoradas y sus economías engrosadas, ella no encuentra su sitio, no halla ninguna salida, ni vida mejor en este inframundo donde ha aterrizado. Vive de aquellos que se consideran alguien, que tienen nombres, trabajo, que tienen casa llenas de amor de una familia y que la consideran indigna. Es la morenita, la tía guarra, la puta, es nadie, un producto de consumo, sólo basura.

Estos seres tristes que salieron en busca de un mundo de primera, que vinieron de vidas de segunda y tercera, hoy rotos sus sueños, pero intactas sus esperanzas porque se niegan a volver a lo que dejaron, malviven en cuarto mundo. Aquí, además de pobres, han perdido su dignidad, su singularidad, son individuos anónimos.

Antonio la protege, por eso Elvira y él se tratan como personas, despojados de bienes, la necesidad de seguir sintiendo el orgullo de ser alguien para el otro.

lunes, 7 de mayo de 2007

Fue, como cada domingo, por la mañana al kiosco de costumbre; el que está al final de la calle Júpiter, salida a la Avenida Luís Montoto. Por lo general, los fines de semana se levantaban tarde y ya había cerrado la papelería que ese matrimonio simpático regentaba cerca de su casa, frente al Más y más.

Con el sol pegándole en los ojos y el desayuno todavía estacionado en la boca del estómago, cruzó, sin mucha dificultad, los domingos, la avenida estaba menos congestionada, apenas transitada, casi desértica. Pidió el periódico, el que trajera mejor oferta, aunque la inclinación política de alguno le repateaba bastante, o como mínimo le hiciera sonreír con desaprobación leyéndolo en el water.

Aquel día, conociendo los gustos de su mujer, escogió aquella revista que traía el semanal donde la chica de la portada, con una blanca y fingida sonrisa anunciaba trucos de belleza. Antes de marcharse preguntó, al no verla en el stand, por su revista musical preferida, su pasión de siempre, que no le había dejado estancado en aquellos grupos de su época.

Bien equipado de lectura le dijo a su mujer:

- Cariño, voy al baño, ¿tú quieres que te deje algo?

Cuando bajó, dejó la lectura sobre la mesa de la cocina y comenzó a conversar con su mujer. Salió el tema del trabajo y de su asunto con Diego, el tío pelota de turno de todo trabajo que se precie. El asuntillo de cuernos de Enrique con la chica nueva de la copistería. En esta sobremesa de domingo, nada mejor que airear las preocupaciones y presiones laborales, chanchullos y miedos, aversiones y simpatías hacia compañeros y jefes. Toda una jerarquía que pasaba revista como base de una conversación tranquila y despreocupada a veces y alterada o apasionada en ciertos asuntillos donde generalmente discrepaba con su pareja, como la infidelidad, la cuestión de la homosexualidad de Paco, o la ligera de cascos de Irene. Los estereotipos marcados y bien definidos en ese micromundo de su trabajo.

Bien despachados, ella comenzó a preparar la comida, él puso la televisión. Andaba distraído cuando escuchó una voz conocida que decía:

- Cariño, al final, ¿hago la tortilla?

“¡Dios, me estoy volviendo loco! Tengo alucinaciones. Pero, ¿qué veo, qué escucho, qué es esto?”

- ¡Carmen, ven a ver esto! ¿Qué hacías tú en la televisión? ¿Qué clase de interferencias son estas?

Empezó a cambiar de canal y las otras cadenas andaban con sus temas, menos la cadena nacional. El presentador hablaba de un experimento sociológico. Sus ojos se salían de sus órbitas, incrédulo, permanecía atónito a lo que podía ser la peor pesadilla de su vida. Cuando despertó su mujer gritaba, le mojaba las mejillas, casi lo agitaba.

- ¡Manolo, por dios, despierta!

Yacía sobre la cama y un señor, al que identificó enseguida por su aspecto y por su estetoscopio que colgaba de su cuello con el médico. Con voz complaciente y amable y cierta condescendencia infantil, le decía:

- Ahora debe tranquilizarse y descansar. Le he inyectado un Nolotil que hará que se sienta mejor. Y cada ocho horas se toma un Lexatín.

No entendía nada y lo escuchaba como en una nube, y apenas acertó a preguntar,

- Pero, ¿qué me ha pasado? No recuerdo nada.

Casi como en susurros, el médico miró a su mujer y le dijo:

- Mejor así…

Como si de pronto te quedaras desnudo ante un auditorio o te pillaran en una mentira, o te grabaran lo más íntimo de tus vivencias, una cámara oculta. Esto fue exactamente lo que le había ocurrido. El cerebro de Manolo, algo mareado, iba comprendiendo cómo, cruelmente, se había convertido en sujeto de un experimento excepcional e innovador de gran trascendencia, protagonista absoluto de sus vergüenzas ante la humanidad, y especialmente ante sus conocidos. Una mezcla de vergüenza, pánico, terror, confusión… estaba desnudo frente al mundo. Desnudo y no mostrando precisamente sus encantos físicos sino su alma, su mente, su fragilidad humana.

No puede ser, esto es de locos, no entiendo nada. Sentía sus pulsaciones acelerarse y su mujer le acercó un vaso de agua junto con un lexatín.

Eran las nueve de la noche, se armó de valor y le dijo a su mujer que quería ver las noticias. No se rindió ante la negativa insistente de ella, que le aconsejaba que no lo hiciera. Tuvo que gritarle para que cogiera el mando y le dejara tranquilo.

Tenía que enterarse, enfrentarse a toda esa vorágine que se le venía encima. Cogió un cigarrillo, aunque él nunca fumaba, sólo en ciertas ocasiones, en el nacimiento de sus hijos, en la enfermedad de algún familiar, en la boda de su hermana…

Se sentó en el sofá, elevó el volumen del televisor y sin querer perder ni un detalle fijó la vista en la pantalla en el momento que el fondo musical anunciaba el comienzo del telediario.

- Buenas noches. El Instituto de Investigación e Innovación Científica, el I.I.I.C., gracias a los avances tecnológicos está llevando a cabo un estudio científico, en el contexto de una investigación más amplia que aportará grandes beneficios para afrontar el terrorismo y la violencia en el mundo, en colaboración con el grupo editorial Terra y la productora Globalmusic,

El presentador relataba el gran avance tecnológico y de gran interés social y político que este experimento pretendía. A modo excepcional en la distribución rutinaria de revistas, en un solo ejemplar y de manera aleatoria, se había colocado una milimétrica y plana microcámara, en la mirada de la modelo de la portada. Este imaginativo mecanismo había descubierto su gran fiabilidad y validez generalizable para asuntos de control en beneficio de los ciudadanos de bien y para la seguridad del Estado.

Al día siguiente proliferaron los debates sobre, no sólo la patente validez, sino su influencia en las personas generando en ellas el factor miedo. El mayor control de la delincuencia conseguirá relajar a la población de tanta inseguridad.

La imagen proyectada de su cocina, trazos de su conversación mantenida con su mujer, al menos habían eliminado los momentos más íntimos. Mira que más de una vez había comentado que llegaba a sentirse a veces incómodo con la mirada de los personajes de las portadas. “¿pues no que parece que te están mirando?”. La paranoia es tal que la imaginación ha sido superada por la rotunda e irrevocable realidad.

Pocas opciones tiene para mañana, decir que se encuentra mal es una tontería. “Me despreciarán y se reirán de mí. No podré mirarles a la cara. ¿Cómo eludir aquellos comentarios?”. Su cabeza daba vueltas a cómo poder afrontar la dura papeleta de encontrarse con sus compañeros de trabajo.

“A veces me siento seguro y me repito que «pues bien, ya que saben qué pienso de ellos, no tengo que verme obligado a fingir más» y tendré total libertad para expresar lo que quiera y sienta”.

- ¡Pero, es que no dije nada bueno de nadie. No se escapó ni uno de mis críticas!

“Nadie querrá hablar conmigo”. Estos pensamientos negativos se apoderaban de él, sintiendo terror a enfrentarse a ellos.

“Me pregunto, ¿soy ahora más yo? ¿o al perder mi privacidad, mi intimidad, he dejado de ser?”

- Suerte mi amor, ya verás, no será tan horrible. Al fin y al cabo tú sólo has sido la muestra de lo que, en el fondo, todos piensan y todos hacemos en realidad. Te comprenderán.

- Sí, claro. Tendrán lástima de mí y me invitarán a un café.

- Bueno, cielo, ¡ánimo! Piensa que yo te quiero tal como eres.

Montó en su coche, puso la radio, había un debate con el tema polémico del fin de semana. De lo ético o no de estas actividades. Opiniones a favor y en contra. Expertos, políticos, sociólogos, psicólogos, y famoseo gritaban, discutían, se pisaban argumentos. Nadie decía nada de él, utilizado como conejillo de indias. Lo que importaba era el debate social, que se planteaba intimidad sí o no. Llamen al … Su vida destrozada, su derecho a la intimidad pisoteado, todo era válido por el bien común, por el fin del terrorismo mundial. Pero la gente ya nunca estará segura de no estar siendo observada, como el Gran Ojo de Dios, estarán vigilándolos y así seremos mejores personas. La verdad te hará libre. Los excesos matan

Apagó la radio y puso el cd último que había bajado de Internet. La canción quedó fijada cuando se estampó contra aquella valla publicitaria que decía: “Protege tus derechos, el desconocimiento mata. Informate-ya.com”