jueves, 30 de abril de 2015

Julia



Julia venía del trabajo cruzando la calle camino a casa con su uniforme blanco y una rebeca negra que cubría el desabrigo de unas mangas cortas, por otro lado tan imprescindibles en las duras jornadas laborales que aún en invierno eran necesarias con el continuo trajín limpiando suelos que le hacían a una entrar en calor tan rápidamente, en un sofoco intenso sobrándole todo lo que llevara encima.
Venía hablando sola con un leve movimiento de labios y una gestualidad enfurruñada, a saber qué historia rondaba su cabeza en esos momentos, alguna discusión en el trabajo, un problema con alguien o preocupada con qué poner de comer. Ahora le tocaba continuar trabajando en casa, los niños estaban a punto de volver del colegio y el marido que solo tenía una hora para almorzar y volver al taller.
Anoche apenas pudo dormir y el cuerpo le dolía como si sobre él hubiera caído una montaña de piedras, pero iba andando ligera, entretenida con su monólogo interior, tan abstraída en ese mundo mental que tuvo que pitarle un conductor. Desde la ventana Carmen, la vecina, sufrió el sobresalto del peligro al que estuvo expuesta y ahogó un grito convertido en su nombre, Julia, ten cuidado mujer que te van a atropellar. Pero Julia iba erre que erre con su tema en cuestión que, como si nada hubiera pasado, siguió su camino sin inmutarse y ni se enteró de lo que la vecina le gritaba.
Cuando abrió las puertas de su casa, con el desorden de la mañana aún intacto, comenzó como una autómata, metida en su papel acostumbrado, a recoger pijamas tirados por ahí, la mesa con algunos restos del desayuno. A una velocidad de vértigo hizo las camas y, con las cosas más o menos en su sitio, cogió una fiambrera del congelador y mientras se calentaba en el microondas, puso la sartén y en unos segundos picó el ajo y sofrió unas judías, colocó los platos sobre la mesa, fregó los pocos vasos y tazas de la mañana y todavía tenía brazos para ir removiendo el guiso y echarle un continuo vistazo a lo que tenía en el fuego.
Con todo controlado, suspiró y fue corriendo a la puerta cuando con insistencia llamaban los niños, bulliciosos, alegres y hambrientos y subiendo los últimos escalones llegaba Antonio con el mono azul, lleno de grasa hasta la frente. Anda, lávate esa cara y las manos y ponte a comer, le dijo cariñosamente mientras cerraba la puerta tras de él y se dirigió al comedor para atender a los críos.

viernes, 10 de abril de 2015

Las certezas inciertas



Hay días que te despiertas del sueño con la enorme carga de la vida y por breves momentos piensas, y qué si esto fuera la muerte, hallarse sumergida en ese mundo donde todo pasa sin ocurrir realmente. Y si la vida no es más que eso también, un poner la carne en el asador experimentando el dolor del fuego candente, el placer de la comilona, las ansias y el hartazgo, el apetito de cumplir ese deseo y la desilusión de ser insatisfactorio haberlo o no conseguido.
Cada noche vivimos una muerte provisional y una vida alternativa, sin embargo sumergidos en sus brumas, sus rostros conocidos y desconocidos que no sabemos de dónde salen, sus argumentos temáticos, sus recorridos sujetos a otras medidas de espacio y tiempo, son para nosotros reales en esas horas donde el giro rápido e involuntario de nuestras pupilas los recorre y hasta cierto punto los vivimos. Sólo las emociones se les parecen, aunque no sus actos. Pero, ¿se ha comprobado si también habrá sufrimiento físico?, puede que un fuego no nos queme, ni una bofetada nos ponga ardiente la mejilla, sin embargo sufra nuestro corazón, la sensibilidad de nuestra dermis, en resumidas nuestro cerebro, nuestro ser. Probablemente así sea al igual que el cuerpo llega a un orgasmo en esos placeres oníricos.
Cuántas vidas vivimos y cuántas reales, si bien caemos en un pozo profundo o en la angustia de una huida, el sufrimiento de ser perseguido o tragado por la tierra, la vivencia emocional y física (nos despertamos llorando) de una muerte ajena nos es tan dolorosa como la real. Está claro que a la machacona melodía de nuestro despertador todo se esfuma como la bruma al salir el sol, del mismo modo vamos retomando la realidad de las cosas, descubriendo la integridad de nuestro cuerpo, la compañía del ser amado, el terror convertido en una inofensiva pesadilla.
Los expertos hablan de los sueños lúcidos en los que la persona es consciente y maneja esa irrealidad que acompaña nuestros paseos nocturnos por mundos extraños y caóticos. Según nuestra mirada física y cognitiva de nuestra existencia, en la que si bien sabemos la recorremos con unas características humanas, con unos sentidos e interpretaciones particulares y hasta personales la consideramos real frente aquellas otras donde el cuerpo parece ser no se implica, marcando la clara línea de esto ocurre y esto es sólo mentira, al igual que sentado en una butaca del cine, gritamos, lloramos, nos emocionamos con una realidad que queda pegada a nuestra piel durante breves segundos después de encenderse las luces de la sala. Incluso a algunos más susceptibles les cueste desprenderse sin la ducha de los días y las cotidianidades y aún a otros se les agarre en algún rincón de su frágil cuerpo enquistando un dolor o hasta alguna pequeña felicidad de su recuerdo.
Pero a pesar de nuestras certezas no podemos más que reconocer al momento último lo que ya dijo aquel, cuánto más conozco más intuyo o llego a percibir cuán inmenso océano es el de mi desconocimiento.
Si la realidad esta que llamamos así con tal prepotencia no es más que otra cara de un prisma existencial, si el hambre y la sed, la felicidad y el dolor, su inutilidad es idéntica a los sueños, a la imaginación y la fantasía que no llega a traspasar esos límites que hemos construido nosotros al fin y al cabo, una barrera donde confirmo aquí sangro, sangre pura, real y cierta y aquí es una mancha de pintura en la película de mis sueños a veces oscura sin textura ni olor, en esos fotogramas de blanco y negro, porque  al abrir los ojos todo desaparece, palpo mi costado y respiro tranquila, despejo la turbia lámina que tamiza la realidad al descorrer las cortinas de mis párpados.
Lentamente una retoma esta realidad fuera de peligro y con grata sorpresa no me queda otra que sonreír con cierta ironía porque ahora es cuando comienza.
Qué fácil sería creer que nada es real y construir esta vida poliédrica al antojo, pero no somos dueños ni de una ni de otra, sucumbimos a su dictadura como irremediablemente somos esclavos de los sueños, aunque extraigan miedos y deseos internos, ansias y fobias personales, retomemos retazos de aspectos vividos a este lado de la frontera para llevarlos de uno a otro, transformados, deformes a veces, sorpresivos en ocasiones, dándonos respuestas. Prisioneros somos de un vivir que no sabemos en qué consiste, pero si podemos ver el peligroso juego de no ponerle nombre a una realidad, frente a la ausencia de sus parámetros, sus límites estipulados, comprobamos cuánto sufrimiento pueden ocasionar.
Hay personas que desdibujan esas líneas diferenciadoras y se convierten en monstruos, otros en juguetes rotos y otros en despóticos emocionales, por ello se nos hace necesario marcar con tinta indeleble la frontera de esos espacios distintos donde todos nos movemos acostumbrados, más o menos realmente y establecidos sus códigos legales y de respeto.
Qué es diferente en un hecho que me sucede el lunes por la mañana, exactamente a las once menos veintitrés del mes de junio, con un sol que viene enérgico, en un contexto físico y con un ánimo determinado, al sueño que difícilmente recuerdo, retenido a trozos incoherentes y por consiguiente aún con mayor freno en memorizar, poniendo pequeños elementos aquí y allá para que me cuadre, o esa historia triste que me contaron unos actores, o el pensamiento de un proyecto, el sueño por un sueño, el plan organizativo de un viaje o de la comida que se materializará horas más tardes. Meses o años para concretar un hecho imaginado, son circunstancias que consideramos fuera de la realidad pero sin embargo,  reconocemos que son a veces muy hirientes a pesar de retirarle la cáscara y advertir que no había nada dentro más que humo que se esfuma difuminándose en el aire sin tocarnos si así lo consideramos y creemos.
Tal vez, sea una buena filosofía de vida, entender ésta como una parte más de este conjunto y relativizarlo todo, hasta la muerte, el dolor y el sufrimiento, pero cuesta no atender a esas punzadas que tus nervios trasladan hasta tu cerebro y de él al órgano que sufre, negarle a la evidencia de tus ojos la ausencia de alguien, el martirio ajeno, no oír esas voces que insultan la inteligencia, ser inmune al desprecio. Que nada nos importe, sólo se experimentan en ciertas religiones y costumbres, tratando de protegernos o anestesiarnos. Únicamente la inyección química nos deja frio ante el inmenso dolor. Pero nos cuestionamos, es eso vida, un camino sin deseo, ni amor, sin ilusiones, ni alegrías evidentemente hermanadas en su pérdida con la apatía y el odio, la frustración o el sufrimiento.
Vivir donde una patada en las espinillas sea ignorada, aceptando que otra realidad se puede imponer o surgir cuando ésta se anula, no está al alcance de la mano, ni para todos. Creo que aún nos falta mucho si es que lo logramos, el aceptar la existencia como una situación anómala, confusa, engañosa, poliédrica, ignota e inalcanzable de encapsular en un tubo de laboratorio, en un álbum de fotografías, en un búnker protector, en la ignorancia más profunda o la sapiencia más prepotente.
Aunque disfruto cada noche de una realidad que creo controlada, o liberada del peligro amenazante, entro entre las sábanas para sumergirme en la otra realidad de los sueños, dejo las preocupaciones del día, la incertidumbre siempre reinante y entro sin miedo, aun sabiendo que me pueden esperar los terrores más inimaginables durante la noche. Recorro sus espacios a veces benévolos, otras edificantes, agradables, que me aportarán en el despertar sensaciones placenteras, alegres y soñadoras. Pero, quién está libre de los sueños angustiosos, terroríficos, extremadamente dolorosos de los que una despierta creyéndolos, durante breves segundos, realmente sucedidos y descubres con alivio al despertar que son productos de tu mente. Cierta ingenuidad conlleva estos pensamientos cuando aparte de algunas circunstancias, por lo general, casi todo es producto de ella, incluso hasta esas que nos da miedo pronunciar por su nombre.
Puestos a elegir admito que alguna de esas mañanas una prefería seguir soñando aunque por breves momentos, cuando comprueba que, a pesar de esta dura carga que es el vivir, es mejor compartirla con los seres que te rodean y que otorgan a tu existencia una realidad si no total, sí la fuerza para movernos por las distintas coordenadas, aristas, puntos o nada con lo que se pueda nombrar este absurdo, ese o aquel, singular o plural universo.
La tan popular y últimamente recurrente palabra resiliencia no es más que construir una nueva realidad a partir de unas circunstancias negativas acaecidas, aceptándolas de la manera más positiva y edificativa posible. Es por ello que los expertos dan tanta importancia para lograr ser felices, el modo en el que interpretemos nuestras experiencias.
Sueño con una fuente que sacia y refresca mi boca seca aliviando su sed, mi falta de glucosa se equilibra o mi deseo reprimido disfruta en un sueño de una suculenta tarta de chocolate, la opresión de mi vejiga se libera en el mar de los sueños o atiendes en esa imaginaria onírica el ring del teléfono insistente para obviar la inoportuna y perturbadora alarma del despertador.
No sé si existen estudios al respecto, donde estos estímulos y respuestas generen las necesarias sustancias químicas estabilizadoras o reactivas, aun preservándonos de las respuestas psicomotóricas. Por suerte en ciertos casos como el esfínter, interrupciones transitorias no son menos diferentes que las conseguidas a veces por medios voluntarios. La acción química o meditativa que engañen o compensen a las papilas de nuestro gusto, a la satisfacción lograda, al descanso y el placer de hacer lo que se quiere en el momento inmediato, logrando poner la balanza nivelada para no terminar cuando andemos despiertos totalmente desquiciados, en nuestra impuesta identidad de postergadores sin elección ni remedio, abanderando la insignia de la paciencia, procurando encontrar el dial que sintonice la melodía perfecta.
Pero todo ocurre en este cerebro nuestro, aunque se frene en un punto determinado del recorrido de su circuito. Quizás esto puede hacernos pensar que tal vez sean posibles conjuntamente todas estas realidades, que simplemente estemos desconectados para poder recibirlas en este contexto limitado y concreto, que nos rodea.
De todas las posibilidades me quedo, en esta mañana fría apenas desperezada y temiendo ser arrancada de una realidad sin esfuerzo, con la idea que merece la pena continuar aunque sólo sea por la esperanza de las cosas hermosas venideras y a pesar de las dificilmente aceptables.
Compartir una misma realidad con los otros, la certeza de recibir un beso o un abrazo, una voz que me llama, el calor de un cuerpo, todo esto sentido de mil maneras las que llamamos imaginadas, soñadas, pensadas y ésta que tiene fecha en un calendario.
Cuando el día comienza y entiendo que sigo viva en este sueño que es la vida, cargada del mismo modo que aquellos otros con terrores, frustraciones y angustias, no hay peligro mientras la sangre no llegue al río, el dolor no sea tan intenso y el daño ocasionado no abra heridas que no se puedan curar con los pétalos de unos labios o cubrir con una tirita. Mientras tanto prefiero esta realidad hasta que otra me inunde con sucedáneos y prestados sentidos, otros conocimientos e ignorancias, tinieblas que tal vez, no se ahuyenten con aquella mano prometida.
Sobre la pantalla de mi cerebro, sólo encuentro realidades infinitas y certezas inciertas. Una mezcolanza de sentidos y sinsentidos.
      

martes, 7 de abril de 2015

Y con la manzana llegó el miedo

Qué es la vida sino un aprender a vivir con el miedo. Los primeros miedos, aquellos grabados en nuestras células, los primigenios, los ancestrales. El niño llora al estar indefenso, la oscuridad le aterra. El espacio abierto le angustia porque su soledad se hace inmensa. Sólo al vacío se atreve, acostumbrado en el seno materno a existir sin dimensiones de alto y bajo, un límite esférico donde el horizonte no es el ignoto mundo.
Más tarde aparecen los miedos vitales, el hambre y la sed; el dolor y el sufrimiento físico y emocional. Miedo al frío, al fuego, ahora sí, al vacío, al vértigo a las profundidades, sometidos a la gravedad bajo amenaza de ser tragados por ellas. Persisten los miedos ancestrales a los espacios abiertos, inmensos desiertos donde perdernos sin brújula que nos oriente. A la muchedumbre que nos ahoga sin el espacio suficiente, sin la perspectiva ni la distancia necesaria desde con nuestra vista alcanzar el destino, multitud humana, bosque donde los árboles nos impiden ver el horizonte, sujetos a la tierra como troncos perdidos sin este ni oeste, tan solo con el cielo por norte y el suelo por sur.
Vendrá cargando nuestras espaldas el saco de los miedos ambientales a la tormenta con sus desahogos violentos de relámpagos y truenos, del frío y el calor, de un amado y respetado abismo del océano. Las fuerzas de la naturaleza que desatan su rabia contra nuestras frágiles prepotencias. De un cielo que se hace infierno y el tormento desbocado de lo recóndito de las entrañas de la tierra. Miedo del enemigo, del desconocido que nos rodea, de la amenazadora consciencia del peligro externo que nos puede llegar de cualquier parte, del otro, de una máquina, la simple rama que cae sobre nuestras cabezas, del tropiezo que nos descalabra, del grito, de la bofetada y hasta de la risa irónica del que nos ridiculiza. El miedo interno.
Miedos circunstanciales, de una guerra, una enfermedad, una pierna rota o un dolor de muelas, esa vulnerabilidad manifiesta de una seguridad tan esquiva. Miedo al desamor, de la lanza de una palabra que nos atraviese el corazón, del pánico de un silencio. De perder un refugio, un sustento, un confort y quedarnos al amparo de los vientos que nos lleven a su antojo, como diminutas pelusas sin ofrecer resistencia, hojas secas engañadas a participar en un baile, una danza sin coreografía estudiada en un girar y girar, a veces sujetas a la deriva de la dirección antojadiza del aire que ahora las eleva y luego las arrastra por el suelo.
Aquellos miedos y temores previsibles e incuestionables al perro rabioso, a ser blanco perfecto en el centro de una sabana, rodeado de depredadores en la selva de la urbe. Miedo a la inestabilidad de la felicidad, a los refranes que nos advierten que no hay bien que cien años dure como no duraron los del mal. Miedo a la voz oscura, a la mirada aviesa, a la sirena, al ulular del viento amenazante, al diagnóstico irremediable.
Sentir miedo de nuestros propios miedos y de los ajenos, contagiados los unos de los otros como un círculo vicioso irrompible, en la costumbre de la supervivencia.
Somos responsables y víctimas de nuestros miedos inventados, creando fantasmas y monstruos donde no los había en principio que acaban apareciendo por arte de magia traídos de sus ficticios mundos al nuestro con la esencia de lo real, antes libres y ahora esclavos de ellos. Prisioneros somos también de los miedos impuestos, instaurados por los otros, los allegados, transmitidos con la leche materna, la dirección determinada por el dulce amor progenitor. Los comunes por ser lo que somos, mujeres y hombres que comparten una misma sociedad. No siempre necesarios, casi siempre evitables pero que lenta pero firmemente van recorriendo las venas de nuestro ser, aceptando sin remedio sus estímulos dirigiendo nuestros cerebros sin juicio previo, sembrando la desconfianza que expresamos como actos reflejos ante la más mínima insinuación de un posible sospechoso.
En ese batiburrillo se mezclan los miedos reales y los imaginarios, se hacen un solo cuerpo. Los miedos a lo desconocido y también a lo que por conocerse se temen.
Miedo a la vida y miedo a la muerte. Miedo de ti y de mí mismo, porque es imposible eliminar nuestros miedos para siempre, como la energía que no se destruye, solo se transforma en otro miedo. A veces, no quedan más que soluciones intermedias y limitadas, sujetas a cuestionables ayudas químicas, legales o no. Cuando el miedo nos atenaza podemos tomar un camino radical e ilimitado, sin retorn, ni desvío, la locura o el dramático suicidio.
Tristemente no nos queda más que reconocer si las anteriores decisiones no nos convencen, que debemos aceptar estoicamente vivir con nuestros miedos, lo más cuerdo y de la mejor forma posible, conociéndolos a fondo, reconociéndolos cuando los tenemos frente a frente, con honestidad, sin engaños, sin trampa ni cartón, tal cual, ahí los tienes míralos a los ojos con valentía, sin enfrentamiento absurdo sabiendo que tienes todas las de perder. Aceptemos resignados nuestra fragilidad porque ellos siempre serán más fuertes.
Los miedos dominan nuestras vidas, están tan presentes que hasta tememos por diversión, jugamos con el miedo, lo generamos con nuestra fantasía, en los sueños y para soñar y probar nuestros límites. Miedo por culpabilidad, pillado in fraganti, esconde el niño el cuerpo del delito inútilmente. Siempre el miedo como espada de Damocles pendiendo sobre nuestras cabezas, temiendo ser descubierto nuestro secreto, el error cometido, el vicio que nos subyuga, la vergüenza que nos humilla, la desviación que nos pierde y nos esclaviza, nos oprime y nos controla, el crimen que nos delataría.
Miedos a nuestras imperfecciones, no hay mayor miedo que el descubrirnos que no somos perfectos, que somos mortales, débiles criaturas que viven en un perpetuo infierno con breves espacios en el purgatorio y apenas segundos en un paraíso efímero que se desvanece como la oscuridad al encender una bombilla. El miedo se expande por toda nuestra existencia como gota de tinta en un vaso de agua, y toda la claridad se vuelve turbia y así miramos la vida a través de una lágrima permanente que desdibuja el paisaje.
Tenemos miedo a envejecer, a que no nos quieran, a que nos odien hasta causarnos la muerte. Miedo a la crítica y a ser menos que el otro. Miedo al deseo. Existen miedos cervales a volar, a las serpientes, al abismo o a ser perseguido. También hay miedos superficiales que sin embargo nos amargan la vida con la hieles de sus costumbres, son los nimios pactos sociales y los cánones publicitarios. Pequeños miedos a un examen, a mirarnos en el espejo y no reconocernos y nos cuestione, al grano subversivo, a nuestro reflejo en la mirada del otro, a engordar, al jefe, a levantarse con esos pelos o quedarnos calvos, a soñar que se nos caen los dientes, a no poder disimular las apariencias, al pronóstico del tiempo que nos amargue las vacaciones, al virus informático y a perder el internet. 
Miedo a la tierra y al cielo. Miedo al espacio infinito que el hombre intenta alcanzar con insistente empeño, aunque no habría mayor logro para él ni mejor sueño ni invento que lograr una vida sin miedo, porque hasta tenemos miedo del propio miedo y como en el cuento, miedo a no tener miedo.