Elvira tiró calle abajo, camino que cada mañana cogía para ir a tomar su desayuno. El bar que estaba al final de la calle, justo en la esquina, frente a unos grandes almacenes.
Antonio, el camarero del bar mostraba amabilidad y quizás algo de lástima por esa chica. Él había llegado a la ciudad desde su pueblo natal, una pequeña localidad de León, apenas de trescientos habitantes, cuando la despoblación, lo convirtió en un pueblo fantasma, con algunos viejos que se negaban a abandonar sus casas, sus animales, sus tierras, sus recuerdos, sus muertos, sus vidas. Eran pobres, era inculto, las escuelas quedaban lejos y el trabajo diario ocupaba sus días. Algunas fiestas que marcaban el ritmo de los años y el de sus historias personales. De vez en cuando un entierro, alguna boda y cada vez menos bautizos. Juegos, amores, desengaños, luchas.
Se hizo un zagal fuerte y bien parecido, tenía la ilusión de vivir mejor que sus padres, sacar más provecho de su vida, no pensaba morirse de asco en aquel triste pueblo. Había varias zagalas que habrían sido buenas madres de sus hijos.
Antonio no sabría decir si era feliz allí. Sólo se acuerda del aire, del olor a tierra, del lento pasar de los días, sin apenas alardes de felicidad. Con la necesidad directa de vivir sin más, pobres pero dignos. No quería eso para él. No quería repetir la dura vida de sus padres. Allí no habría incertidumbres, tendría lo suficiente, se casaría, tendría hijos y repetiría, día a día la misma cotidianeidad.
Andrea lo quería, pero él un día cogió algunas pertenencias y marchó con el dulce recuerdo del abrazo de su madre y la frase seca, pero tierna que machacaba su mente. Ahora en la distancia: “Antonio, recuerda quién eres”.
El matrimonio que regentaba el Bar Estrella, lo había acogido como a un familiar, lo cuidaban y, en fechas señaladas, si no marchaba de visita al pueblo, lo invitaban a comer con ellos.
No ganaba mucho, ni vivía mejor allí en su pueblo, a veces dudaba de si hizo bien en marchar. Había alquilado una pequeña habitación con el mínimo de enseres y elementos básicos, un oscuro baño sin ventilación, con una pequeña placa de ducha y, detrás de una cortina, se hallaba el fuego y un pequeño fregadero. El sofá hacía también de cama y el máximo lujo que se permitía era una pequeña librería con algunos libros que iba comprando en los bazares o mercadillos de segunda mano. También era un lujo un pequeño frigorífico que, en verano tenía doble función. Cuando, en las insoportables noches de calor, abría su puerta para refrescar algo el ambiente.
Un día, cuando volvía a casa, encontró tirado en la basura un televisor. Siempre había sido mañoso, pensó que quizá podría arreglarlo, pero ni siquiera hizo falta. A la pequeña televisión no le pasaba nada, bueno, sólo se la podía ver en blanco y negro. Pero algunas noches, con una cerveza, un paquete de patatas y una buena película podía decir que era un hombre feliz. Es curioso, en su pueblo nunca tuvo ese pensamiento, y teniendo más motivo. Sin embargo, era ahora cuando necesitaba robar esos momentos de felicidad, con esta vida rutinaria de la ciudad, su soledad ante el mundo, su casa oscura y mínima, su gris paisaje, un sucio y escandaloso ojo de patio, de donde le llegaban retazos de las vidas ajenas. La frase, “hijo, recuerda quién eres!”, su identidad, se diluía como el azúcar en su café. Ya no era Antonio el del Chopo, ni saludaba a nadie conocido, ni tenía familia con la que charlar por las noches en la mesa comedor acerca de las tareas del día.
Elvira ha entrado en el bar. Antonio y ella se saludan. Antonio pone la taza bajo la máquina de café, coge una tostada y se la ofrece. Ella le mira agradecida y le comenta el frío que ha pasado esa noche. Elvira es una chica inmigrante, vino aquí al mundo civilizado y desarrollado desde su mundo inundado de pobreza y guerra, dolor y sufrimiento, con la ilusoria esperanza de un paraíso prometido. Pero detrás de esa imagen, que alguna vez vio en el televisor allí en su país, de los cantos de sirena que escuchó de otros que marcharon un día y ahora contaban de sus vidas mejoradas y sus economías engrosadas, ella no encuentra su sitio, no halla ninguna salida, ni vida mejor en este inframundo donde ha aterrizado. Vive de aquellos que se consideran alguien, que tienen nombres, trabajo, que tienen casa llenas de amor de una familia y que la consideran indigna. Es la morenita, la tía guarra, la puta, es nadie, un producto de consumo, sólo basura.
Estos seres tristes que salieron en busca de un mundo de primera, que vinieron de vidas de segunda y tercera, hoy rotos sus sueños, pero intactas sus esperanzas porque se niegan a volver a lo que dejaron, malviven en cuarto mundo. Aquí, además de pobres, han perdido su dignidad, su singularidad, son individuos anónimos.
Antonio la protege, por eso Elvira y él se tratan como personas, despojados de bienes, la necesidad de seguir sintiendo el orgullo de ser alguien para el otro.
1 comentario:
Aun entre los pobres hay diferencias:la xenofobia crece más robusta en los barrios marginales, entre los más desfavorecidos: el inmigrante es un rival a la hora de repartirse las migajas que el Estado les arroja
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