Del partido del sábado le quedó un regusto amargo. El tres a
cero y su pierna rota. Ahora que comenzaban las vacaciones era previsible un
aburrido verano, sentado en el sofá y tragándose los refritos de programas y
las archirepetidas series juveniles. Sin embargo, cualquier guión siempre es
alterado, una palabra, unos signos de puntuación, un borrón o una nueva
introducción. Nunca puedes asegurar todas las variables de aquello que creemos
seguro.
La ventana de su habitación veía la esquina del balcón de enfrente.
Aquel edificio gozaba de una posición ventajosa, la visión maravillosa de la
playa. Él, por el contrario, tenía ese estúpido balcón, cerrado con su cartel,
“se alquila”.
La rotura, resultado de una postura complicada y una tonta
caída, lo tenía inmovilizado con esa escayola-robot -por lo de los tornillos-,
eso sí, muy ilustrada por bromas y dibujos de sus amigos.
Pidió a sus padres que le colocaran la cama lo más cercana a
la ventana; al menos, las noches de verano se encontraría más fresco, porque,
además, el calor producía picores en su pierna, y se veía buscando cualquier
objeto para poder introducirlo en su escayola, y rascar y rascar agobiado por
el calor, maldiciendo su mala suerte. Tenía todo a su alcance, ordenador, mando
de la tele, su aparato de música; poco a poco fue cogiéndole gustillo al
asunto. Tampoco se estaba tan mal. Mamá lo cuidaba de maravilla, le traía
manjares exquisitos, estaba solícita a cualquiera de sus deseos, incluso
aquellos que en ciertas ocasiones le había negado, algún cigarrillo o alguna
cerveza. Los amigos venían y le traían noticias de sus salidas y divertimentos,
se reía con ellos, pero cuando marchaban se venía abajo, agobiado por la
perspectiva de aquel duro y amargo verano.
Aquella mañana se despertó sobre la una, durmió más de la
cuenta porque fue una noche muy calurosa y la pasó con continuos despertares.
Al abrir las cortinas su madre, lo primero que observó fue que el cartel de “se
alquila” del balcón de enfrente lo habían quitado y una señora estaba limpiando
ventanas y rejas. Comenzó a despertar su curiosidad pensando quién ocuparía
aquella casa, seguramente, alguna familia de veraneantes, con niños coñazo y un
montón de gente, primos, hermanos, cuñados y cuñadas y a lo mejor el abuelo y
la abuela, que no habían podido dejar en alguna parte.
Estuvo todo el día esperando ver aparecer a toda esa gente.
La señora que parecía ser la dueña, que adecentaba el piso para los nuevos
inquilinos, cerró las ventanas y no hubo más movimientos en todo el día.
Aquella noche durmió inquieto y esta vez, no por el calor, lo que hace el
aburrimiento. Se sentía emocionado, dándole vueltas a la cabeza, “¿quién
vendría a pasar las vacaciones a este pequeño pueblo en la bahía de Cádiz?”
Cuando su madre entró en la habitación con el desayuno y corrió las cortinas, y
levantó las persianas, como cada mañana, eran las once de un hermoso día de
comienzo de julio. Este verano prometía, aunque no se podían descartar los
terribles días de levante y poniente que estarían por llegar. Miró con gula la
bandeja y se incorporó como pudo. “Mamá, pónme el cojín en la espalda, por
favor”. Su madre le dio un beso y le preguntó cómo había dormido. “Bien”, era
su respuesta impulsiva. Después, por lo general, protestaba por el calor, la
incomodidad, etcétera. Hoy no quería entretenerse, estaba impaciente, por
observar la casa de enfrente.
Estaba metiéndose la tostada en la boca cuando le quiso
parecer ver unas piernas sobre la barandilla del balcón, repleta de toallas,
que le impedía ver quién se ocultaba tras ellas. No distinguía bien, parecían
de mujer, se sentía nervioso y deseoso de que esa posible mujer se levantara y
se hiciera presente a su vista. El sol proyectaba toda su luz y calor de esta
hora cercana al mediodía. Quién estaría ahí sentada tomando este dulce baño de
sol mañanero. Se aproximó todo lo que pudo a la ventana, cuando, con un
sobresalto, retiró su nariz de los cristales. Alguien se levantaba, primero vio
sus cabellos de un negro brillante recogido, y, como un bebé cuando nace, una vez
vista la coronilla, todo afuera. Ahí, como una diosa, surgiendo de ese mar de
toallas, ella, joven y hermosa. Me miró, me sonrió y levantó su bonita mano en
un saludo. Mi corazón se convulsionó e impulsó la mía en un gesto rápido y
nervioso, moviendo mis labios en un “hola” algo gritón.
El verano tiene esa magia, la luz, el aroma, la brisa del
mar, el calor ejerce ese poder en nuestro espíritu, generando la sensación
prometedora de tiempos mejores y, sobre todo, presagiaba que el guión podría
modificarse. Abrió la ventana y la naturaleza siguió su curso.
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