Viene
arrastrando los pies con paso corto pero rápido, cada mañana bajaba temprano
para comprar el pan bien calentito y tomarlo con mermelada y mantequilla,
desayuno que disfrutaba como un rey; aunque no había sirvientes que se lo
llevaran a la alcoba o se lo prepararan en la salita abrigado bien con una
mullida manta de cuadros en su sillón de orejeras con piel dibujando su
silueta.
No
quedaba lejos la panadería y los años que no vienen solos sino acompañados de
averías corporales difíciles de arreglar y uno aprieta la tuerca con un trozo
de trapo o ajusta la pata de la mesa con un pequeño cartón doblado. Así va uno
poniendo parches para seguir dándole utilidad a lo todavía aprovechable.
Su
andar particular de ritmo dos por dos, mirando al suelo formado entre su
perspectiva de vista y su altura, el cateto al cuadrado de su paso pitagórico,
pies que siempre llegaba tarde a lo que sus ojos alcanzaban, siempre pisando en
un futuro ya visto. Hombre simpático y amable, no saludaba a veces, por no ver
bien pero los amigos lo llamaban efusivamente, Antonio, ya vas aviado, Antonio,
que no vea a nadie, Antonio, después nos encontramos en el bar... A todo
asentía con un gesto amable, una palabra, una sonrisa, nadie quedaba sin
respuesta. Llegó al portal de un edificio tan viejo como sus inquilinos. Seis
vecinos quedaban aún en aquellos tres pisos y su ático donde vivía Antonio.
En el
bajo izquierda estaba Adela, octogenaria. Su hija iba cada día, arreglaba la
casa, aseaba a la anciana, le preparaba el desayuno y le dejaba en el
microondas la fiambrerita de la comida para el almuerzo. Dejaba el aparato
listo, marcado el tiempo, para sólo cerrar y poner en marcha. El plato al lado
con el pan, vaso, servilletas y cubiertos. Luego la sentaba en el salón, le
ponía la tele y le daba un beso. Vengo por la noche, mama. A ella aún le
quedaba una dura jornada limpiando oficinas.
En el
primer piso de sus cuatro viviendas sólo dos quedaban habitadas. Un matrimonio
con su hijo de cuarenta años, esquizofrénico; las drogas trastornaron su
cerebro, era un chico alegre y normal como todos los niños pero se echó malas
compañías. Cuando sus padres quisieron darse cuenta, ya luchaba con monstruos
imaginarios que sólo él veía. Enfrente vivía una buena moza que Antonio siempre
piropeaba y ella correspondía con un beso. Cincuenta años de soledad obligada,
quedó joven sin padres, las amigas se fueron casando, ella sólo del trabajo a
la casa, sus revistas, su telenovela y algún café en casa de una tía. Tenía
buenas carnes aún apretadas, pero ya se le pasó el arroz y nunca fue mujer
decidida, ni de hacer amistades con facilidad. Compró un ordenador más por
insistencia de sus compañeros de trabajo y una oferta comercial. Alguna vez
intercambió email y mantuvo algún chat pero no pasó de ahí. Al menos estas
conversaciones ayudaban para no perder las costumbres sociales.
Llegamos
al 2º, tres de las cuatro puertas están pintadas de un marrón oscuro, de
pintura brillante descascarillada, creando un paisaje desértico y abandonado.
Puertas que guardan la nada, como interior de cuerpos sin alma. Sólo una está
reformada, aspecto cuidado y moderno, con finas molduras y una pequeña mirilla
sobre la que está un pequeño cartel en el que se lee “Dios guarde cada rincón
de este hogar”. Es el 2º B. Ahí vive el pobre Pedro, lo guarda todo, recortes
de revista, libros antiguos, cajas de lata de galletas, cola-cao y membrillo.
Recoge objetos curiosos, rotos, que encuentra por la calle; mira la pieza y se
le ocurre construir un móvil, colgarlo en la ventana para que los días de
viento suene como campanitas. Últimamente colección a tapaderas de lata de los
botes de cristal, intentando convencer a su mujer que hará algo para el pequeño
de sus nietos. Veras mujer qué camión le voy a hacer. Pedro, hoy los niños
tienen de todo, eso no le va a gustar. Ay, Pedro, Pedro, esto son porquerías.
En un descuido se lo tira todo y él anda buscando durante días dónde lo dejó.
En el
3º se escucha música, normalmente nadie queda en este piso, pero será el hijo
de los García, compraron una unifamiliar en zona bonita de jardines y calles
cuidadas, rectilíneas, de aceras anchas, árboles jóvenes y verde césped regado
con regularidad, que el ayuntamiento atiende a las apariencias y éstas van
acompañadas de cuidadas fisonomías. Lo que haya dentro de aquellos muros ya es
cosa íntima, que lo importante es lo que mira el ojo ajeno.
Este
muchacho, con edad que exigía, traía sus aventuras al abrigo de censuras
paternas. Estos jóvenes, piensa al pasar por la puerta, no sin cierta nostalgia
de otros tiempos. Así anda esta juventud, entretenida en estos deleites, en un
mundo que roba identidades, confunde conciencias y anula juicios. Viven mejor,
tienen coche, y hasta un lugar donde sofocar estos ardores del cuerpo que
reconfortan el espíritu. Tienen más que aquellos que dedicaron esfuerzos desde
amaneceres y jamás pudieron soñar.
Sin
embargo, los ve ahí, engañados muchos, convertidos en números, uniformados de
vestimentas ideales y, sobre todo, inmensamente frustrados. Cabecea de un lado
a otro no encontrando el origen del problema, quizá la única realidad posible
sea este punto de locura para poder asimilar tal avalancha de información en
este mundo caótico donde persistimos con el único pecado, pero también virtud
de esta personalidad bipolar de la existencia.
Al
fin llegó, el pan ya está frío. Metió con dificultad la llave que antes buscó
en su bolsillo. Abre la puerta a un pequeño espacio apenas unos muebles, unos
electrodomésticos antiguos, un frigorífico que enfría más por el hielo que
lleva en sus entrañas, un pequeño televisor en la pequeña cocina, un fuego aún
de gas y un microondas oxidado. Una pequeña alacena con algunos platos, vasos,
tazas, una sartén grande y una pequeña. La olla roja con cardenales negros de
muchas caídas y ya preparado en el fuego la cafetera aún caliente, pero no lo
suficiente. Una vez más tendrá que calentar el café en el microondas, mientras
unta de mantequilla y pone mermelada al blando y blanco pan, la harina
espolvoreada como nieve sobre montaña, como caspa sobre jersey oscuro.
La
mesa ya está preparada, con su mantel individual, e l azucarero y el libro.Del
saloncito se sale por unas puertas acristaladas a una pequeña y hermosa
terraza, llena de macetas selváticas, aleatorias, revoltosas y alegres,
esparciendo olores y colores que alcanzan a su corta vista, frente a un espacio
acotado de altos edificios, azoteas con trastero y ropa tendida, un mar de
antenas como un espacio interestelar, redondas, alargadas, y llenas de aristas,
torretas metálicas, ventanas y más ventanas, abiertas, entreabiertas y
cerradas, muchas ahora vacías, que, como verbenas se encienden cada noche
cuando sus dueños las habitan. Se llenan entonces de olores, de voces, de
gritos, de calor humano, todos arrastrando cansancios del día.
Lleva
la taza y el plato con el pan, se sienta agotado, callado, mira, costó subir
estas escaleras, cuesta vivir esta vida sin ella, sin nada y entonces mira
hacia arriba, tan cercano como para tocarlo con el dedo, este cielo, esta luz
del día, esas nubes esponjosas. Merecía la pena subir cada día estos altos
escalones para tener ante su vista este inmenso cielo, esta paz infinita, no de
ruidos, que no eran pocos, sino de esta guardada, acumulada por hermosos
recuerdos que aparecían y desaparecían por las calles de su cerebro y, de vez
en cuando encontraba en alguna esquina. Ella apoyada sobre aquella vaya y su
sonrisa.
Entraba
de mañana, salía cuando oscurecía. Aquellos cuarenta y cinco años en la
empresa, empleo que consiguió gracias a un vecino. La fábrica, su familia, más
horas le dedicaba, es la dignidad del pobre, su entrega al duro trabajo. Es de
locos, aunque peor sería el dorso inclinado sobre la tierra, de nuevo la mirada
oblicua. Es la desgracia del pobre, ser corto de miras, ahí andan los ricos
expansivos, con amplios horizontes donde nunca cae la noche. Él, sin embargo,
tuvo más sombras que luces, que no es lo mismo que decir hombre de poca
sensatez, formal fue toda su vida. Hubo mujer e hijos, ilusiones y pesadillas,
lucha y enfermedades tempranas, y un tras-trás, tras-trás de la cinta empaquetadora,
vigilante siempre, cayendo aquellas piezas en su justo espacio cuadriculado y
él atento de manos y ojos, y cerebro ausente, libertad que a estas alturas se permitía.
Cuando llegó la hora de vivir se acabó en dos días.
No es
de un sólo color la vida, la risa se improvisa, el sol calienta, este desayuno
que es una delicia y cae en el estómago arrugado como maná en tierra árida pero
agradecida. Este libro que avanza página a página, estos pasos, escalón tras
escalón hasta su guarida, y aquí ahora, por fin, tragándose esta luz infinita, tantos
años negada, que a ella se adaptó su vista.
Una
bocanada de aire, otra de pan con mermelada y mantequilla y para que baje, un
sorbo de café. Esto es vida.
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