sábado, 7 de julio de 2012

El inquilino


Cuando nací, era un niño normal, fuerte y sano, pero fui creciendo y no podría decir cuando, alguien se metió en mi cuerpo. No había espacio para dos y luchábamos, pero pelearse con un mismo cuerpo trae consecuencias desastrosas. Golpeas al otro y eres tú quién recibes los palos; le gritas, te defiendes de sus insultos pero los demás sólo te oyen a ti.

Madre estaba confundida, callada y preocupada, y pensó que era un peligro para mi mismo y también para el resto de la familia. Así que me encerró en una habitación. Era mi único espacio de libertad, mi refugio, mi cárcel. Ella se sentía culpable, lo sabía, lo veía en sus ojos, yo era el resultado de algún pecado.

No dejaba que nadie me viera y no hablaba a nadie de mí, yo no existía, tan sólo para ella, como una penitencia que soportaba sin protesta. Pero estaba vivo a pesar mío y vivía en un continuo tormento, en un espacio demasiado pequeño para dos, compartiendo con el enemigo cada segundo de mi existencia.

Mis hermanas y hermanos no me trataban, madre temía que les hiciera daño. Nadie me mencionaba sólo decían, hay que darle de comer, hay que lavarlo, hoy está fatal. Y madre entraba sola al cubil y en silencio actuaba como un buen cuidador con la fiera.

Los vecinos sabían de mi presencia, pero le hacían el juego a madre y me ignoraban, sólo que no podían evitar sentirse incómodos y temerosos de que algún día la bestia se escapara. A pesar del disimulo y el miedo latente tenían que soportar mis luchas, mis gritos sofocados por madre, cómo gemidos de animal herido que terminaban conmigo acurrucado desnudo en la cama hasta que el enemigo se vencía o me daba una tregua y me dejaba dormir. Tal vez la vecindad trató que me ingresaran en algún sitio y por pena a madre o por su celo continuo la llevó a aislarme totalmente de la gente, con todo cerrado, con la única luz de una bombilla que colgaba del techo y el pequeño resquicio claro que lograba asomarse a través de los tapaluces de la ventana y la fina línea que entraba por debajo de la puerta.

Todo empeoró con la adolescencia, mi inquilino se volvió más agresivo y continuamente me retaba. Yo sólo quería salir, buscar chicas, correr por ahí, vivir, pero allí me encontraba encerrado con un león a cal y canto. Madre no me permitía abrir la ventana, cuando yo conseguía abrir el pestillo, el otro me lo cerraba. Luego el intentaba abrirlo y madre me agarraba y con los dientes apretados me reñía. Yo no soy, le intentaba decir, pero sólo me salían gruñidos. Cada vez me sentía más animal, comía y hacía mis necesidades en el mismo lugar. La habitación olía a perros, aunque madre me lavara y limpiara, aquel olor mezclado no se desprendía y se metía hasta lo más profundo de mi ser.

Apenas estaba limpio, el me ensuciaba, meaba la cama o desperdigaba las heces por las paredes. Así no se podía vivir pero a todo se acostumbra uno, y me hice un hombre fuerte y bien formado, lleno de vida aunque muerto. La sangre bullía en mi interior, buscaba una mujer entre aquellas cuatro paredes y me volvía loco, desesperado sin cuerpo que acariciar. Cuando mi mente se recreaba con la imagen de una mujer, él se la llevaba y fornicaba con ella ante mis ojos.

Ahora era más fuerte y mis músculos potentes machacaban contra los pocos muebles, impotentes porque nunca lo alcanzaba.

Madre había adquirido tal fuerza que podía doblegarme cuando me inundaba la rabia, pero ella no comprendía nada, pobre mujer, soportaba estoicamente este sufrimiento por su callada culpa. Yo quería aliviar su peso, decirle que no era culpable de nada, que era ese maldito inquilino instaurado en mi cuerpo, un parásito que se alimentaba de mí, que vivía aprovechándose sin dar nada a cambio, quitándome hasta el alimento y mi voz, pues sólo sabía emitir sonidos vestigiales como un salvaje. No me hacía entender, mis abrazos eran golpes con los puños cerrados y yo sólo quería acariciar su rostro cansado y resignado, pero ella me rehuía temerosa y sujetaba mis manos hasta que asumía mi rendición.  A veces él seguía moviendo mis brazos y golpeando y yo le gritaba y brazo contra brazo, menos mal que madre escapaba entonces de la habitación, y él al fin se rendía aunque siempre alerta.

Yo quería portarme bien, quería poder explicarle a madre que era buen hijo. Quería que se me permitiera al fin liberarme de esta prisión. Poder ser un chico normal. Sentía ese ansia de vida fluir en mi interior, pero el otro era más fuerte que yo y no estaba dispuesto a permitírmelo. Estaba obstinado en liquidarme, convencido de que algún día lo conseguiría. No me quedó otra opción que hacer lo de aquel día.

No se si era primavera o verano, pero el calor traspasaba los tabiques de mi habitación, metiéndose por cada rincón, cargando el aire haciéndolo pesado e irrespirable.

Yo solía escuchar las voces tamizadas de mi familia y de la gente hablando en el patio, madres llamando a sus hijos que jugaban como sólo juegan los niños, gritando y peleando, discusiones de juegos, que yo sin haberlas tenido, añoraba. Tú has perdido. No vale. Ya no juego más contigo, eres un trampuchero. También oía las risitas de las niñas, imaginándolas con sus coletas y sus saltitos a la cuerda, o corriendo, siempre con esos gritos agudos de espanto como si les atrapara algún monstruo horrible. Yo podía ser ese monstruo del que huir. Yo había perdido esa infancia de la que poder gozar y era ahora un extraño peligroso para todos. Ella me protegía por mi bien, yo lo sabía, para que no me llevaran. Yo también prefería esto a estar rodeado de extraños, prisioneros como yo.

Madre entró, comprendió en seguida el calor que debía estar soportando. No podía dejarme ningún aparato que me refrescara, sería muy imprudente de su parte. Vio el sudor en mi cuerpo desnudo, no sólo por el calor reinante, sino porque hacía poco que mantuve una lucha con este bastardo que me habita. Ella me habló tranquila, como hacía siempre. Hijo, nunca me llamó con un nombre, creo que ni fui bautizado, crecí cómo un animalillo para ella que se hizo demasiado grande y violento con los años. Su instinto maternal por protegerme era una continua pugna en su interior, entre el querer y ver no poder. Voy a abrir un rato la ventana, pórtate bien, hazlo por mí. Yo emití un par de sonidos, quería decirle que no se preocupara, que con quién tenía que tener cuidado era con el otro. El otro también temía un poco a madre pero como se servía de mí, se escondía y cargaba yo con las consecuencias.

La única ventana de la habitación, estaba alta, casi rozando el techo. Era pequeña y madre la tenía casi siempre cerrada y el pestillo tenía un candado que abría sólo en escasas ocasiones. Abajo estaba la cama, madre se subió a ella y sacó una pequeña llave de su delantal. Alguna vez la abría un ratito, lo suficiente para que se aireara el ambiente, aquel espacio, imposible de renovar esa atmósfera putrefacta, en tan poco tiempo. Pero no sé si fue por el calor de aquel día o porque la llamó alguna vecina, que madre se ausentó apenas unos minutos, los suficientes para que él comenzara a provocarme. Yo quería obedecer a madre, no te asomes a la ventana nunca hijo, me decía. Pero él venga y venga, hasta que me subió y cuando vi aquella gente ruidosa y vital quise mirar más de cerca. Fue cuando quise escapar de él y quedé colgado del pretil de la ventana. Aún hoy no sé como pude aguantar hasta que vino madre.  Me agarré fuerte con las manos y las uñas al filo de la piedra. La gente empezó a gritar, mirando mi cuerpo de hombre desnudo, aterrorizados sin saber que hacer. Los gritos lograron alertar a madre que entró horrorizada a la habitación, temiendo encontrar a su hijo yaciendo en el suelo desde un cuarto piso. Yo ni siquiera podía gritar sólo aferrarme ya  apenas sin fuerzas. Entonces ella asomó su rostro impávido y contraído. Y esa mujer frágil, dañada por los años y la vida, con apenas medio cuerpo asomado elevó a ese hijo, todo un cuerpo joven y recio de un hombre. Levantando a pulso con una fuerza inaudita.

Siempre la había admirado pero desde aquel día la idolatré. Ella me subió y sin mirar a nada ni a nadie, sin decir una palabra y tranquila, cerró la ventana, dejando a todos con el corazón aún en vilo, y algunas mujeres murmurando, criticando el despiste y reacción de aquella madre.

Aquello fue un escándalo en el barrio, un hecho inolvidable. No se si tuvo alguna repercusión, ella sólo quería protegerme de todos, de mi, del mundo. No quería que vinieran a buscarme y me llevaran aunque todos veían la enorme carga que suponía para ella. Todos sabían que tarde o temprano si madre faltaba, que sería de mí.

Yo tampoco supe que fue de mí, sólo que nadie volvió a verme ni oírme nunca más, madre no quiso correr riesgos.

No sé donde estoy hoy, no sé si al final mi inquilino me echó de mí.

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