Hilar palabras es tratar de
comprender la vida imitándola. Es encontrar tu nombre entre la muchedumbre de
vocablos. En el caos de sonidos, la voz encuentra los adecuados significados dentro
del conflicto de definiciones. Una palabra se une a otra y así
interminablemente llenamos el espacio con partículas inconexas hallando un
orden que no existe y, sin embargo, logramos encontrar el descanso, momentáneo,
en la incertidumbre de la existencia. Cuántos nombres para todo, cuántas normas
para hallar la tranquilidad en esta locura. Un discurso prefabricado recorre
las calles de nuestros pensamientos, guiados por las carreteras ya por otros
diseñadas y construidas. Podremos rellenar un sinfín de diccionarios con sus
expertos axiomas y distintas acepciones. Sinónimos y contrarios, etimologías
asociadas a la célula madre, polifonías territoriales, temáticos, técnicos y
arcaísmos populares.
Hilar palabras es como sumar
años, podemos hacer las mismas cosas con unas y otros, acumular experiencias,
ampliar nuestros conocimientos, poner o quitar, a veces, al antojo. La memoria
juega con las palabras como se distraen los años, olvidos y falsas
interpretaciones empañan o suavizan el paisaje que, al fin y al cabo, siempre
es inventado. Las palabras envejecen y mueren, y como el cauce seco tras la
lluvia, renacen y, en su epifanía, se reinventan de nuevo.
El tiempo y las palabras son lo
mismo, algo etéreo aunque parezcan tangibles, nunca se llegan a poseer del
todo, sino que más bien andamos sujetos a sus dominios en un juego perverso de
hacernos creer sus dueños. Sólo su compasión nos protege para levantar una
realidad que en su ausencia no se sostendría. Esperando su entrega generosa
para sentirnos, por sólo breves segundos, dioses de un paraíso soñado, un
espejismo que nuestra frágil inteligencia construye para poder estar en el
mundo, alerta nuestros sentidos. Con sus pasos marcados e ingenuos nos dejamos
llevar de sus manos, manos que no son más que trazos de un fingimiento.
Hilar palabras, hilar años con la
quebradiza hebra de nuestro entendimiento, urdiendo un tejido, un cuerpo que
nos mantenga como pilares de una casa, donde la vida se mueve con familiaridad,
ligera en su íntima protección. Fortaleza a veces, prisión otras de un
martirio, por mimos conservada o enferma de abandono, receptora de su propia
nutrición o veneno. Así son las palabras y así se entretejen los años, creando
un relato, la trama de una historia que se configura al unir los conceptos y
acontecimientos de un todo que se edifica para que el testimonio tenga sentido
con una estructura activa, un organismo vivo, un proyecto que arranca desde el
origen primigenio, dibujando en un espacio que, por contenerlo, hemos
delimitado, donde la materia comienza su aventura, inicia su viaje, recorre el
denso bosque donde deshacer nudos, esquivar las trampas construyendo pespuntes,
buscando indicios en un mapa, uniendo puntos, señales que parecen indicarnos la
salida, para irremediablemente alcanzar el inevitable desenlace.
No pasa el tiempo sino mis
palabras que cambian de día y mes. Echarles el lazo y con ellas componer el
traje de los sueños hechos de rayos de luna. Mirar desde el cristal del tiempo
sus reflejos. La vida, a retazos, construye música a través de los silencios y
los sonidos. Como la boca bebe de la fuente, la palabra sorbe de la voz. Es el
llanto su verbo primero y creemos que duele nacer, balanza que se equilibra con
la risa, dulce melodía de la alegría. Nació la palabra y el tiempo surgió, sólo
entonces existió el mundo, decir presente, añorar el recuerdo de un pasado y
elevar nuestra mirada hacia el cielo para encontrar en el futuro la ilusión de
ver realizados nuestros sueños. Más nada dice la muerte que calla y vacía de
tiempo, ignora todas las palabras, así su nombre es sólo un fantasma que
atemoriza nuestras conciencias, vanos temores como aullidos del viento.
Mientras tanto, surquemos el
tiempo descubriendo nuevos mundos a través del universo de las palabras.
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