El miedo tiene su sonido particular, bueno, más bien sus
sonidos, una puerta que chirría, un rugir de un objeto no localizado, un
portazo…
También tiene sus movimientos. En esto, suele ayudarle
bastante el viento. Una corriente que empuja una puerta lentamente a cerrarse,
otras bruscamente; una ventana que se abre y se cierra, un libro que cae, una
sombra que nos aparece de soslayo o frontalmente sobresaltándonos.
No hay sentido que se precie que no caracterice al miedo, un
leve roce con algo sutil nos recorre de escalofríos todo el cuerpo. Hasta un
olor a podredumbre nos amenaza con una desagradable sorpresa. El miedo no es
dulce ni salado, su gusto es agrio o amargo, y, a veces, su amenaza nos seca la
boca.
Y qué decir del sentido por antonomasia: el sentido común,
el único ausente, es el más afectado, de nada sirve aquí la lógica y lo lógico,
no hay razonamiento aceptable cuando el miedo se diluye y se desplaza a través
de los sentidos y por perder, perdemos hasta el aliento. Cuando los sentidos
nos hablan, el sentido común se bloquea y sólo la mente argumenta horrendas
historias que atrapan nuestros miedos ancestrales, presentes y futuros.
Percibimos sus formas, sus tactos, sus olores, sus gustos, sus sonidos, aunque
sin verlo lo veamos transformado en horribles monstruos mitológicos y hasta
humanos.
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