Pensaba
inútilmente qué podría hacer con su vida. Sentía que le ardía la frente y un
escalofrío le recorría el cuerpo. Podía escuchar sus neuronas impactando como
los coches choques de la feria. Chispas que desataban un caos de sentimientos.
La sangre realizaba su circuito emitiendo llamaradas de fuego que buscaban
salida por sus ojos, avivado por lágrimas que se negaban a apagarlo.
Había
salido de allí pensativa caminando lentamente, resonando aún en su cabeza las
palabras del médico. Palabras que escuchó dejando perdida la mirada en la
imagen que veía a través de la ventana situada detrás de él. El cielo estaba
gris, anunciando lluvia y sin embargo la tormenta se había desatado dentro.
Bajó
las escaleras casi midiendo cada paso, con un andar seguro, como si pusiera
todos sus sentidos en ese mecánico acto. La gente con la que se cruzaba eran
meras sombras indefinidas, tan ausente se hallaba de la propia realidad que se
sentía ajena a todo lo que ocurría a su alrededor. El mundo avanzaba a su lado
como los postes del tendido eléctrico que ves pasar cuando estás en un tren,
sentada en la dirección contraria a la que lleva sin ver venir el paisaje, sólo
viéndolo marchar.
Frente
al hospital se encontraba un pequeño parque alargado que seguía en paralelo la
calle. Espacios verdes con pequeños arbustos y árboles seguidos por un camino
de arena anaranjada. Repartidos sistemáticamente, bancos de hierro forjado,
ocupados por viejos que comparten silencios, entretenidos en ver la gente pasar
y de vez en cuando conversan sobre el tiempo, que hoy era especialmente frío.
Esperó a encontrar uno que no estuviera ocupado y algo apartado para poder
reflexionar y arreglar aquel destrozo provocado en su cerebro. Se cruzó con
unos jóvenes bulliciosos y provocadores repartidos por el banco entre respaldo
y brazos, como siempre con la mirada rebelde de lo establecido, cualquier lugar
mejor para sentarse que el impuesto. Un poco más adelante en otro banco, un
hombre joven solitario comía un bocadillo, tal vez en un descanso del trabajo
en alguna de las oficinas repartidas entre los pisos de aquellos edificios que
engullían todo un muestrario de empresas, desde agencias de seguro, consultas
de médicos o dentistas, bufetes de abogados o de empresa organizadora de
eventos. Entre tantos carteles anunciadores no faltaban ahora más que nunca los
de Se Alquila. Allí en una de
aquellas ventanas un rótulo con el dibujo de un camino que se perdía en el
infinito, el anuncio de una funeraria Tu
Último Destino. Qué cabrones, pensó no sin sentirse intimidada por sus
propias palabras.
Buscaba
el discurso adecuado para comunicarles la noticia, pero por más que intentaba
colocar las palabras en su justa medida, no hacia más que evidenciar su torpeza
y su propia debilidad. Optó por el silencio, la voz que calla para ocultar una
realidad horrible.
Sumergidos
sus pensamientos entre una melodía de un melancólico Blue Nile, sentía como la vida no es más que esto, una rutina
salpicada de vez en cuando por agradables y desagradables sorpresas que
inyectan el veneno en tu piel y agitan tu mundo como la piedra la planicie de
un estanque. Quería trasladarse a aquellas emociones que provocaron esta misma
canción hace ya mucho tiempo en el refugio de su habitación. El tiempo había
modificado el espacio de su vida en muchas cosas maravillosas. Aunque ahora ese
mismo espacio parecía derrumbarse bajo sus pies.
A
pesar de la oscuridad del día, la luminosidad del atardecer conseguía atravesar
la humedad del aire. Un sol que no se rendía, con actitud valiente aún sabiendo que la batalla ya la tenía
perdida con la llegada de la noche.
Sola
en aquel banco, sentía que había demasiados pájaros en su árbol. Sintió unas
ganas inmensas de llorar, soltar aquel torrente que le oprimía el pecho. Como
el agua irrumpe de la roca con ímpetu y rabia. Derrumbar por un instante la
fortaleza que la asfixiaba. Buscar un lugar oculto donde esconderse de las
miradas y golpearse la cabeza, tirarse en el suelo y patalear. Gritar y llorar
como una niña indefensa que no entiende la tiranía de la vida.
Vinieron
a ella soledades pasadas, días llenos de tristezas y melancolías, de paseos por
calles solitarias, de sufrimientos propios de un corazón joven. Todo aquello
parecía ahora insignificante y sin embargo la tristeza de estos momentos se
enlazaba con aquellos, dándose la mano como niñas en un corro quedando sola y
desamparada, confundida y perdida en el centro, rodeada por toda aquella
alegría de jóvenes corriendo y gritando. Risas esparcidas como semillas en
aquel minúsculo jardín exiguo, de un mundo que iba y venía con sus asuntos. Un
día más estaba acabando y todos sabíamos que de nuevo mañana volvería a
amanecer, por eso nos empeñamos en no parar.
Disimulaba
agachando la cabeza, mirando al suelo terroso, donde unas hormigas se
disputaban un pequeño trozo de pan, cien veces mayor que ellas, compitiendo en
fuerza por arrastrarlo hacía otro lugar. Ojala tuviera ella esa fuerza capaz de
tirar de ese peso que se anclaba hacía apenas unas horas en su corazón, pero
que parecía cargar sobre sus espaldas, hundiéndola, casi aplastándola contra el
suelo.
El
tiempo fue pasando como la gente, que paso a paso marcaban sus huellas en la
arena del camino.
Se
intuía en el horizonte los primeros instantes de un crepúsculo incipiente, que
en breve sería anulado por el encendido de las farolas, limitando su belleza y
el dulce placer de su presencia clandestina.
Avanzaban
unas negras nubes que oscureció tenebrosamente la tarde, una noche prematura.
Pensó que ya era hora de retomar el camino a casa, había dejado dicho que iría
a tomar café con una amiga. Él no estaría preocupado por su retraso y ella aún
no estaba preparada para volver.
Comenzaba
a llover, primero gruesas gotas caían lentas que se precipitaron cuando se
abrazaron las nubes en el cielo. La gente huía buscando algún cobijo. Llovía
tanto que temió por las frágiles ramas de los árboles, sus escasas hojas de
otoño no podían soportar la furia del agua, y sin embargo algunas de ellas con
fuerza secreta se aferraban a las ramas.
Se
dejaba empapar por el agua y recordó aquel romántico pasear por las calles de
una ciudad. Entramos en una panadería, compramos unas enormes magdalenas,
especialidad de la casa. La suavidad del aire acariciaba nuestros cuerpos que
parecían elevarse de la realidad hacia un mundo mágico de sabores mezclado con
besos.
La
lluvia la protegía, tenía la soledad tan deseada. La gente teme el agua y se
protegen en sus casas con temores absurdos.
Ella
que siempre era el hilo conductor para desahogos, angustias, indecisiones y
secretos, quién prestaría su oído ahora para sus miedos.
Se
protegió del chaparrón en la parada de un autobús. Aspiró como el aire, la
belleza de la tarde, la calidez que se intuía en el interior de la cafetería
que tenía al lado, viendo tras los cristales la gente tomando sus bebidas,
conversando, algún solitario tomando notas en un bloc, en la barra una chica
consultaba su móvil. La soledad con móvil no es la misma soledad, pensó. De
pronto como por arte de magia sus emociones cambiaban de rostro, qué extraños
estímulos invisibles las manejan. Este largo paseo para tan corto recorrido
había servido para entender que todo aquel mundo que la rodeaba, aquella
burbuja contenía toda la eternidad. El tiempo aparentemente efímero, crea una
medida distinta donde simultáneamente puedes vivir tu vida, tu muerte y la
muerte de todos. Puede que el mundo no sea más que una de esas muñecas rusas,
donde un mundo contiene otro mundo y así infinitamente.
Esos
estímulos que atraen emociones, que atraen recuerdos. Recuerdos caprichosos que
a veces se esconden y no se dejan coger. Si pudiera recuperarlos como se coge
del cajón de los calcetines o de la ropa interior. Sacar la percha del ropero
de donde cuelga nuestro recuerdo preferido. Recuerdos que se perdieron en los
rincones ocultos del armario que llamamos cerebro. Sabemos que están ahí, los
vivimos, los sentimos pero queremos traerlos al presente y se escabullen, se
escurren entre los dedos como el agua. Sabemos que están pero necesitamos el
mapa correcto, seguir el itinerario que nos lleve a ellos, y cogerlos,
atraparlos, retenerlos. Disfrutar de nuevo de aquellas vocecitas, aquellas
sonrisas, aquellos llantos que tratabas de calmar entre tus brazos. Se fueron,
se esfumaron como el humo con el viento. Dispersas quedaron sus partículas, si
pudiera de nuevo juntarlas. Es la vileza del tiempo que todo lo vuelve pasado,
un instante, un deseo siempre es memoria. No valen estrategias, mentiras de la
psicología, si se esconden, si se encierran en sus escondrijos, ya tomes rabos
de higos no vienen a ti mansos dejándose coger. Sólo tal vez una melodía, un
gesto, una leve brisa nos lleva a sus lugares secretos y entonces no es solo un
recuerdo es todo un cúmulo de sensaciones de olores y sabores, no es un
recuerdo, es un volver a vivir.
Se
puso en camino, no podía retrasar más el encuentro. Ahora se sentía más fuerte.
El aire era fresco tras la lluvia todo parecía como más limpio y bello. El
brillo del asfalto y el olor que impregnaba el ambiente creaba una belleza
inevitable de eludir. El mundo aparecía en plenitud y mi tristeza, mi dolor, mi
miedo, había salido del tiempo presente. Sabía que volverían a ella, pero ahora
se embebía de esta paz.
Entró
en el portal. Pulsó el interruptor de la luz, y al momento se arrepintió, no
quería encontrarse con nadie. Era capaz de subir los dos tramos de escaleras
con los ojos cerrados sin tropezar. Pero qué tonta, es que si bajara alguien
encendería la luz, se recriminó. Asomaban por el buzón los extremos de algunos
folletos publicitarios. El que estaba a la derecha era el de Renate, la vecina
del tercero que murió hace un mes. Su buzón estaba repleto, sobres y folletos
sobresalían por la boca del buzón, que parecía vomitarlos. Es triste pensar
como nos sobreviven las cosas. El pobre marido se fue a vivir con la hija y
apenas pasa ya por aquí, probablemente queriendo evitar el doloroso recuerdo,
Y, sin embargo, aún existía para alguna gente. Se acordó que ella guardaba
todavía apuntado en un trozo de papel el teléfono de Ana. Lo llevaba arrugado
entre los pliegues de su cartera. Pobre Ana, tan joven, ha pasado tanto tiempo.
Guardar su teléfono es como mantenerla aún viva, por eso, nunca he querido
tirarlo. Desprenderme de él era como matarla aún más, eliminarla de mi mundo,
perder su memoria, confirmar que algún día formó parte de mi vida. Y ese simple
detalle, arrastra todos los recuerdos que conservo todavía de ella.
Recuperados
los folletos de la prisión del buzón, que componía la bella imagen de cerrar la
puerta de un calabozo tras salir el reo, retenía el mogollón de papeles entre
las manos, ahora carcelero improvisado, para darles en casa la libertad, el
cubo de la basura, vamos como la vida
misma. Subía ahora las escaleras, pesadamente, cómo horas antes bajó aquellas,
con el mismo equipaje pesado, aunque en este trayecto parecía haberse
aligerado.
Iba
pensando qué hacer y se acordó de la típica pregunta, con la que la gente se
pone ante el abismo de la vida y la muerte, ¿Qué harías si te quedara un mes de
vida? Lo normal es soltar las típicas respuestas: dar la vuelta al mundo, vivir
una aventura excitante y maravillosa, hacer el amor sin parar (qué locura),
comer y beber todo lo que te apetezca y también hacer lo que te venga en gana.
Por fin, olvidar las obligaciones, las
servidumbres mundanas y cotidianas, permitirte saltarte las normas
establecidas, cometer una infidelidad…Mira que estúpidos somos los humanos, si
tanto nos incomoda nuestras vidas, nuestras obligaciones y esclavitudes, por
qué mierda no lo cambiamos, es que acaso somos eternos. Pobres crédulos
inmortales. No es que a ella no le apeteciera entrar de pleno en el mundo de
los deseos, saltarse las prohibiciones que coartan la libertad y por lo tanto
la felicidad de vivir nuestras vidas sin tantas ataduras. De todo lo anterior
la única que no le apetecía, y no por una moralidad mojigata, fuera engañar a
su pareja, para qué, estaba con la persona que quería, la persona que había
conseguido hacerla feliz, a pesar de tenerlo tan difícil. Ella era bastante
complicada. Y, sin embargo, ahora iba a tomar el camino si no más fácil, sí el
más corto, el continuar su vida.
Cambiar
para qué, variar, el qué. La vida no es un prospecto de un medicamento con sus
instrucciones de uso y su utilidad, sus contraindicaciones y reacciones
adversas. Más bien sólo sea útil el conocer su intoxicación por sobredosis.
Así, que conforme subía escalón a escalón, iba alcanzando la cima de la
confianza y la tranquilidad. La certeza necesaria, qué lo únicamente indispensable
que hay que hacer para sacar provecho a la vida, es exprimirla en el día a día.
Al menos, para la gente normal, la que sólo cuenta con su trabajo. Aquellos
otros, los privilegiados que nos prestan en forma de deseos lo que ellos si
pueden realizar, esos ya llevan a cabo nuestras fantasías sin necesidad de tan
morbosa pregunta.
La
cima la tenía enfrente en forma de puerta, desde la que le venia las voces de
los que estaban en su interior. Escuchó la dulce voz de su hijo llamando a la
hermana, y de la cocina la bronca de su marido a los críos, qué habrían hecho
estos hijos míos. Sintió unas ganas irrefrenables de entrar corriendo y
comerlos a todos a besos. Introdujo las llaves en la cerradura, tomó un buen
sorbo de aire, no quería ser héroe pero tampoco mártir, tan sólo quería poder
disfrutar de todo lo que le había dado la vida.
Nada
más abrir la puerta, aquellas voces se convirtieron en abrazos, abrazos
alrededor de sus piernas y su cintura y del cálido y confortable beso del
hogar, que me ofreció su boca y que yo saboreé con la inmensa felicidad de las
pequeñas, cotidianas y esenciales cosas de la vida.
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