Una puerta nos separa de dos espacios no siempre definibles o
claramente delimitados, pero sí que advierte a la persona que cruza su umbral
de encontrarse en otro contexto distinto.
A veces nos sentimos inmunes, defendidos, libres por una puerta
cerrada a cal y canto porque el mundo exterior puede ser nuestro martirio,
nuestra cárcel y desamparo. Sabemos que abriendo y cerrando una puerta traspasamos
la línea que separa lo protegido de lo peligroso, pero también el lugar del que
huimos de la libertad.
Una puerta existe incluso sin ese recuadro hecho de madera, acero o cortina;
trazar una simple línea en el suelo confirma su validez. No es sólo su figura
geométrica, sus materiales o los elementos que la adornan, ni su variopinto
sistema de cierres y alarmas, ni siquiera su variedad de llamada, desde el
clásico puño cerrado que golpea su dura y opaca fibra, hasta los elementos más
sofisticados de sinfonías musicales.
La única condición para ser puerta es que abra o cierre, deje entrar o
salir, separe o conecte los espacios, de lo contrario no sería puerta sino
muro.
Cruzamos las puertas del cielo en el tránsito de la vida a la muerte o
cuando recorrimos el camino inverso desde la nada a la vida terrena, abriendo
la puerta del útero materno.
Decisiones a veces insignificantes, a veces trascendentales, las marca
una puerta: entrar o salir de una calle, de una casa, de una amistad. Abrir la
cerradura de nuestro armario para dejar salir el aire viciado, dar el paso
hacia una nueva relación o clausurarla para siempre y arrojar las llaves al
fondo del océano.
La puerta representa un elemento enigmático, con magia y misterio, de
refugio o riesgo, de paz o angustia. Puede llegar a ser el abismo donde se
encuentren los monstruos de nuestro inconsciente, o, tras decir “ábrete sésamo”
descubrirnos un tesoro.
Es también una metáfora para definir nuestra personalidad, si
permitimos entrar en nuestra intimidad o nos replegamos sobre nosotros mismos.
Es espejo social y su estructura funcional así lo refleja: Aldaba en
puerta de castillo. Amplias vidrieras en puerta de palacio, bien guardado con
puertas de hierro electrificadas y perros rabiosos. Puerta militar abierta de
par en par, bastan los ojos de sus metralletas para custodiarla. Ventana
pequeña en portón de casa vieja. Ascensor en la modernizada. Puerta del pobre
que para qué cerrar si ya nada le queda. Puertas de contrachapado pintado sobre
pintado y chabola con puerta de tela.
Y aunque el refrán diga que no se pueden poner puertas al campo,
“vallas” sí las tiene.
Quién sujeta su desvanecimiento sino esas cuatro bisagras, quién te
descubre al amigo y te aleja poniéndote a salvo del peligroso desconocido. Un
simple ojo prismático te deja ver y a la vez te oculta descubriendo al otro
lado la caricatura de un rostro.
A la distancia de un pie separa lo propio de lo ajeno, lo seguro de lo
incierto. La puerta sella lo privado e íntimo, resguardándote de lo extraño y
público, echando cerrojos y dando tres vueltas a la cerradura, tranquilizando
tus más recónditos temores, tu desconfianza en el otro.
Tres vueltas de llaves para protegerte y también proteger tus bienes,
lo verdaderamente hermoso de ser salvado, tu mundo y tu burbuja de oxígeno al
que sólo permites acceder tras mostrar la patita por debajo de la puerta.
Puedes colgarle el cartel de bienvenido, rezar que dios bendiga cada
rincón de esta casa o instalar la foto de un perro furioso con boca llena de
babas; colocar una pequeña plaquita que demuestre que es tu propiedad y justificar
al mundo que es tu nido; y colocar por ello con florecillas o campanitas,
corazones o guirnaldas el cursi y siempre tierno, hogar dulce hogar.
Confín de mi territorio, mi patria y mi única bandera. Puerta de mi
refugio, línea que marca el dentro y el afuera. Puertas del paraíso, soy dios
de ese universo maltrecho donde es mi única defensa.
El miedo, no siempre real, trajo
la desconfianza. Tengamos, pues, jornadas de puertas abiertas, porque lo desconocido
no siempre es enemigo y al final la sinrazón no tiene puertas sino fronteras.
Y cuidando no darles en las
narices cierro muy despacio esta puerta.
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