lunes, 1 de febrero de 2016

Miseralandia



Blando y macerado, con la boca abierta como un pez muerto, emerge como titán de las aguas, entre vísceras que el bisturí mostraba como ventanas abiertas, desde el tétrico hogar de aquel vientre abultado.
En los ojos de su madre se intuye la tenue luz que se va perdiendo en las profundidades de la eternidad. Se adivina en su blanco turbio también la muerte, ella, que le dio la vida, que alimentó entre las ruinas de su pobreza, se ha cavado su propia tumba.
Escenas de un mundo cruel, injusto, condenado desde su origen se te ofrecen distantes desde el frío marco de la pantalla. ¡Maldito sea, hombre o dios, quien permite semejante dolor! A quien pertenezca ese oficio y beneficio le digo que olvidó tal vez en el camino la decencia. ¿Dónde está el equilibrio? Es tan grande su ambición que orgulloso camina con las manos sucias, manchadas de horror y muerte, sin remordimientos, procurando este horrendo espectáculo. ¿Qué juicio castigará al mal y repartirá el bien a las víctimas inocentes, cuando este jurado está ya amañado, corrompido de raíz, detrás de esta fachada de formas absurdas y engañosas? Sólo queda tierra, muerte y vida en un ciclo similar al del agua, una reproducción de seres anónimos, surgiendo y desapareciendo en esta gelatinosa realidad, donde sólo el privilegio es hereditario.
No se puede entender, porque no hay razón que entienda, por qué unos tanto y otros tan poco.
No hay palabras de ánimo, ni calor humano, no recibe masajes en su espalda la parturienta, no la acompaña ningún ser querido que la consuele en este duro trabajo. Sólo hay prisas por salvarla, con la mediocridad de los elementos, un escaso instrumental limitado y defectuoso. Un contexto anacrónico para un progreso mal repartido. No hay asepsia, un mínimo escenario, chocante y destartalado.
No hay tiempo para ternuras, la muerte apremia y blande contra ella su frágil arma, y la vida, ante su débil e inútil fortaleza, se rinde. Ante su cruel ataque, flaquea, apenas si lo intenta y se entrega al sacrificio.
El pequeño ser inerte que sacaron de su vientre era un cuerpo igual de digno que cualquier otro bebé al que espera el cobijo seguro de unos brazos, el ajuar cuidado con mimo, el colchón mullido de una engalanada cuna. Un cuerpo que crecerá, que podría llegar a dominar territorios, acumular poder y dinero, alcanzar las cotas más altas del mundo, pero también ruindades, fracasos, frustraciones personales. Cuerpo igual uno que otro para llegar a ser genio o asesino, ser que deambula por la vida entre tropiezos y un caminar seguro. Podría crear belleza, añadir bondad al manantial de las vilezas, pasar hambre de pan y amor, ir llenándose de saberes, construyendo sueños con la esperanza de alcanzarlos. Padecer enfermedades, pecar de simplezas y sufrir por ellas.
Toda una vida negada, y, antes de ni siquiera intentarlo, se le cierra la entrada para salir del mundo por la puerta servicio, como un trapo sucio manchado de sangre. Sucumbe porque el mundo hostil que lo acogía ya se encargó antes de torturarlo.
Pobre niño, hermoso en su muerte, no habrá familiares aguardando en la sala de espera, porque eso ocurre en otro mundo más amable y compasivo.
Pequeño frágil y lánguido, la rigidez de la muerte frenó su hielo en el lecho cálido de aquel vientre, pero inocente, putrefacto fuiste carcomiendo al ser que hizo tu cuna y tu mortaja, sin culpa, porque que culpa tiene la muerte.
Sobre la plancha fría del quirófano se abandona la madre al destino, no hay júbilo para ella, ni palabras de ánimo y cariño, nadie seca el sudor de su frente. Exhausta, se vence, hilvanan su vientre con urgencia, ya vacío como el fondo de su mirada que va perdiendo el hilo de la vida.
Lejana sentí su dolor y agonía, una mantis religiosa la devora con avidez, pronto será alimento de la tierra de su panza.
Marchan las últimas voces, abandona la vida el sonido, no lloró este hijo, en casa dejó los ecos de las risas de los huérfanos, quedaron a la espera de la madre, que jamás volvió.

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