A la
puerta del bar apoyado en el quicio, un hombre pequeño guardaba todo el aspecto
de un alcohólico. Su piel, enrojecida por los altos grados de taninos en
sangre, estaba flácida, marcado el rictus como en todos los borrachos. Los
ojos, también muy característicos, tenían la acuosidad exagerada, como si
confluyeran en el pozo de su mirada todas las lágrimas de su gran pena, tal vez
la que le lleva a beber.
Pasé
fugaz como el encuentro de su visión, una línea oblicua unió sus ojos con los
míos, mi coche nos cruzó, apenas unos segundos para contemplar su
desesperación, expresada en ese frágil cuerpo que apenas si se sostenía sobre
el marco de la puerta, de caer al suelo parecería un pequeño amasijo de
harapos.
Se
puede sentir todo el dolor ajeno en un instante, comprender la amargura impresa
en una existencia y me compadecí de su destino y el de la propia humanidad.
Todos anónimos, unidades excéntricas separadas, y sin embargo somos uno.
Girando vamos a una velocidad cósmica sin percatarnos. Quizá por eso estemos
todos perdidos, sin hallar la estabilidad que sólo promete la muerte, y andamos
buscándola cada uno como sabe o puede. Somos pobres criaturas que se creen
prepotentes y ante el espejo se reconocen débiles, pidiendo perdón por una
culpa que no es nuestra.
Aún
recuerdo en él todos los borrachos con sus mundos apocalípticos, buscando en el
líquido que les mata lentamente su particular paraíso. Los vi agresivos y a
veces tiernos, hubo ocasiones para lo cómico y lo grotesco. Su abismo
inundándolo todo, los ojos asustados de un niño aporreando una puerta ajena,
pidiendo ayuda a gritos, temiendo que el padre tire por la ventana el nuevo
dios que se paga a plazos
Y está
en mi memoria la invisible presencia de sus universos, cuando alguna vez me
encontré con algunos de ellos, José, Manuel, Antonio, Luisa, Juan, Carmen. A
veces además de sus alientos, olías el rancio olor de sus cuerpos a vómitos,
orines y heces, el vaso de vino sobre la mesilla de noche, las piernas amputadas
como tronco talado sobre una silla de ruedas, la suciedad que nos repugna. Es
la expresión más dura de su verdad, aquella que les llevó a esta destrucción de
todo lo vivo que dentro o fuera les pertenecía. Hasta consumirse toda su
esencia en un simple bulto corrompido, pura podredumbre del sufrimiento mal
encauzado. ¿Qué lleva a unos a enfrentarse con uñas y dientes al monstruo que
controla nuestras vidas; y otros se dejan capturar sumisos, sin lucha o se
convierten en sus débiles vasallos, frágiles marionetas entregadas a una fe que
hacen suya? Se bañan en su piscina de cuerpo sinuoso y sensual olvidando la
vida, olvidándose de ellos y de los demás. El mundo que les rodea les deja
indiferente, cegados por su dominio. Sin saber quiénes son ni de dónde vinieron
y qué más da hacia dónde irán.
Llegaron
antes de tiempo al ataúd, se corrompieron comidos por gusanos ante la presencia
de los vivos que los desprecian porque no los comprenden, porque se negaron a
ver otros caminos, porque aun comprendiéndoles no pueden mirar tanta
degeneración en un hombre, porque les hace sentir la vergüenza de su especie.
Aunque los lleguemos a entender, los que permanecen en la superficie sobre el
lodo de ese estanque, no podemos evitar compadecernos porque vemos en ellos el
sufrimiento que germina en lo más profundo de nuestro ser.
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