Se ocultó bajo una falda de Dafné y una blusa de Couthier, vagabundeó anónima entre la
multitud que en las calles luchaba por llegar a sus proyectados destinos. Un
ecosistema animado de materia viva o inerte, indiferenciada; saturado y urgente
por sobrevivir. Llamó a un taxi, en ese tráfico infernal logró parar uno. Sólo
dijo Gran Avenida a la altura del número cincuenta y cinco.
El conductor tomaba calles
distintas, realizando giros y parando en algunos semáforos. Durante esos breves
instantes observaba la gente cruzando por delante a paso aligerado,
esquivándose entre ellas. El trayecto le dejaba admirar un exótico paisaje de
elevados edificios, parques concurridos y, como desde el fondo de un ojo de
patio, veía a lo alto un cielo turbio pero que permitía dejar pasar los rayos
de un potente sol de otoño.
El taxista, un hombre
callado que masticaba nerviosamente un chicle que olía a menta, escuchaba la
radio, un conjunto de voces que se superponían irrespetuosas unas sobre otras,
debatiéndose por algo que no determinaba bien sobre qué se trataba. Pensó que
era demasiado ruido, para qué añadir una voz más. De pronto, comenzó a
disfrutar de aquel caos, dejándose llevar; sin fricción, ni lucha, bailó con él
acompasadamente, abandonando su eterna frustración.
Pocos minutos después estaba
frente al portal, subió las escaleras de la entrada al edificio y llamó a la
puerta con la letra A, a la izquierda conforme entraba en el entresuelo. Un
hombre le abrió y ella se lanzó con una súbita energía hacia el fondo del
pasillo, entró en el dormitorio y se sentó al filo de la cama. Él, sorprendido,
no emitió ninguna palabra, ni siquiera sonido alguno que se le pareciera, nada
que sonara a un saludo, un nombre, una frase como qué haces aquí. De su boca,
tan sólo los músculos se pusieron en movimiento para dejársela abierta,
incrédulo, como un pasmarote.
Ni una mirada le cruzó ella.
Él cerró la puerta, no antes de mirar afuera, por si alguien la acompañaba.
Extrañado, corrió en su busca, y la encontró sentada mirando hacía la puerta,
esperándole quizá. Él la observó y en ese momento se cruzaron sus miradas. Qué
haces aquí, quién eres. No seas tonto, soy tu mujer. La contempló asustado y
admiraba por primera vez su belleza, pero no pudo contestar. Sólo un instante
después evaluando la situación, le dijo, estás loca. Ella se levantó y le rodeó
el cuello con los brazos, besándole en los labios. Él turbado, no pudo más que
responderle con la misma pasión.
Aquella noche dos seres perdidos
en la inmensidad del absurdo, se abrazaron y lucharon con sus deseos. Fue un día
de un octubre luminoso pero frio, un hombre y una mujer solitarios y
desconocidos, materia de un orden vasto frente al orden estrecho y pequeño de
la vida y de un mundo también limitado y minúsculo, donde los acontecimientos
se imponen al hombre, que son vividos por sus destinos. Advirtieron
maravillados que el universo, el cosmos infinito, juega a la magia con sus
elementos y la propia entropía, esboza su equilibrio, en un bello garabato
armonioso aunque simple pero coherente. Porque a pesar de nuestra limitadas
perspectivas, nuestras miopes miradas, existe la inconmensurable certidumbre
más allá de nuestros limitados horizontes.
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