Llevo
dos o tres días que sueño con olores, y todo viene a raíz de haber cogido la
gripe. He estado recluido en casa y en la cama, acurrucado con el edredón,
durmiendo y comiendo y de vez en cuando reunía fuerzas para entrar al cuarto de
baño aunque no para ducharme.
Mi
mujer me cuida de maravilla. Cuando vuelve del trabajo me acaricia la cabeza y
me ha vuelto a hablar, como cuando comenzamos a salir, con ese tono siempre
dulce y cariñoso. Incluso cuando me riñe o se enfada por mi falta de aseo, me
lo dice con una voz como de mimo, como una madre comprensiva, cogiéndome la
cara y diciéndome: voy a tener que meterte en la bañera uno de estos días, que
ya apestas. Y me achucha. Pero no lo dice enfadada y entonces yo le hago
arrumacos y le lamo el cuello, aunque eso no le gusta demasiado porque dice que
le hago cosquillas.
Ayer,
cuando volvió de su trabajo me preparó una comida exquisita. Como me encontraba
algo mejor, nos sentamos para ver una película que echaban en la tele. Se puso
a comer galletas como una niña pequeña y a ratos me daba una, me froté contra
ella, con cariño y ternura apoyé mi cabeza en su regazo mientras ella la
acariciaba dulcemente y bajaba por mi espalda su mano suave, haciéndome estremecer.
Era extraña la comunión que sentíamos, estábamos disfrutando del contacto como
nunca lo habíamos hecho, o al menos hacía tanto tiempo que no gozábamos de esta
cercanía.
Así en
esta postura, ella comiendo galletas y viendo la peli, y yo apoyado en su
regazo, debo decir que agudizado mi olfato, olía su sexo y comencé a olisquear
su entrepierna. A ella le molestó pues sin decirme nada apartó mi cabeza,
aunque no enfadada pues me volvió a acariciar la espalda.
Yo me
sentía excitado aunque no podría decir que tipo de excitación recorría mi
cuerpo. La intensidad de los olores fomentaba en mí una nueva visión de las
cosas.
Cuando
acabó la película, me dijo de salir a dar una vuelta por el barrio, y me pareció
una idea estupenda, me puse feliz como un crio, dando brincos. Cuando salimos
del portal, un vecino se nos acercó iba con su perro y se nos unió al paseo. Me
pareció de mala educación pero muy a mi pesar, comenzó a caminar con nosotros. Eso
me molestó bastante, porque además sólo se dirigía a ella. Comenzó a hablarle
de su perro, que si le había enseñado tal o cual cosa, que si comía no sé qué,
que si aún no controlaba bien sus necesidades. Yo creo que por educación o por
seguirle la corriente, ella dijo que el suyo era muy inteligente y hacía las
suyas en el cuarto de baño. Se rieron un poco y yo no atinaba más que a
continuar a paso ligero y adelantado y de cuando en cuando ella me decía,
cariño espera. El tipo después de dejar que su perro orinara en cada árbol y de
paso plantara un pino que recogió con una bolsa de plástico, dijo a mi mujer,
bueno después de esto tengo que lavarme las manos. Y al fin, dijo que se
marchaba.
Yo
comencé a saltar de alegría y ella me habló como si nada pasara, yo tampoco
quise decirle nada sobre lo inoportuno del tipo y de su descaro, porque estábamos
tan bien en tanta armonía que no quería molestarla. Eso sí, antes de que él se
fuera, le dirigí una sonrisa mostrándole los dientes, ¡a ver que se piensa ese
ligón de perra!
Ya en
casa, mientras que ella se preparaba en el cuarto de baño, me metí en la cama y
con deseos de sentir su cuerpo, pero estaba tan cansado que me quedé dormido
sobre la colcha. Cuando me desperté amaneciendo, ella estaba a mi lado tan
calentita metida debajo de las sábanas que me introduje en ese nidito confortable
y empecé a lamerla, a subirme sobre ella, despertándola, con tan mal humor que
me tiró sobre la alfombra a los pies de la cama y gritándome me dijo, ¡déjame en
paz que estoy aún dormida! ¡Y quédate ahí quieto!. ¡Vaya, qué mal despertar!,
pensé. Así que me fui a la cocina y bebí agua de un cuenco y la esperé a que se
levantara y pudiéramos desayunar, con la esperanza de que no estuviera aún tan
enfadada conmigo. Por eso cuando entró en la cocina me acerqué con cuidado, rozándome
un poco contra ella, pero suavito que no la molestara demasiado.
Ella
empezó a desayunar y yo también: un gran tazón de unos cereales que sabían
raros pero estaban buenos. Ella me hablaba contándome que ahora aprovecharíamos
el sábado para dar un paseo e ir de compras al menos para ver escaparates. Yo
la miraba embelesado, me hacía sentir tan a gusto, tan compenetrado con ella, y
a ella la veía tan feliz conmigo, tan calmada, tan hermosa esta mañana, que le
perdoné inmediatamente que me lanzara al suelo de aquellos modos y que ahora ni
siquiera me pidiera disculpas, o me diera explicaciones.
Pero
antes de salir te voy a dar un baño, me dijo, que estás muy guarrete. Y yo todo
blandito me dejé meter en la bañera y que ella me lavara. ¡Qué gustazo! El agua
me molestaba un poco por la nariz y estornudé, ella se echó a reír y me decía
palabras cariñosas. Aunque no le gustó nada que me sacudiera los pelos
llenándole todo de agua y manchándolo. Le hice un cariño apoyando mi cabeza
sobre ella, percibiendo su olor corporal tan excitante, tan distinto por zonas,
me encantaba sobremanera el olor que desprendía su sexo y su cuello, y ese
aroma que la rodeaba, me hacía sentir bien pero también amarla de modo
diferente.
Cuando
salimos a la calle los olores eran tan intensos: los árboles y las flores eran
cosas normales de oler, pero es que olía a la gente que se cruzaban con
nosotros, el suelo, los coches, las cosas inanimadas las descubría con su olor
personal, sí, como algo propio de ellas. No sé si sería la primavera o la
gripe, pero el mundo me parecía totalmente distinto, era un mundo lleno de
olores, olores sin nombres, indefinibles, no podía hacer con ellos como con los
colores, que por contraste éstos, sin embargo, aparecían más apagados.
Mi
mujer estaba esta mañana radiante, ¡guau! Qué bella es. Caminábamos con paso
firme, yo al lado de ella, escuchándola hablarme, contándome cosas sin esperar
respuestas. Se quedó mirando un escaparate e intentó asomarse a la tienda, pero
la dependienta, le dijo que no podía entrar con perro. ¡Pero que perro ni ocho
cuartos! Ella me dijo, pequeño, debes quedarte un momento fuera. No sé, querría
ver algo tranquila o darme alguna sorpresa, mientras la dependienta no me quitaba
ojo, valiente estúpida, maleducada.
Al fin
mi mujer salió de la tienda, íbamos callados, a mí el asunto de la dependienta,
me había molestado y contrariado bastante. Pero ya el colmo fue cuando un chico
se acercó a mi mujer con el pretexto de pedirle fuego. Ese hombre me repugnaba,
me hacía sentir mis más bajos instintos, su olor provocaba mi rabia, pero me
contuve, por no provocar ninguna situación desagradable. Después de encender su
cigarro y exhalar una bocanada de humo girando la cabeza para un lado, le dijo
a mi mujer: que perrito más bonito, y sin pensarlo dos veces, le salté al
cuello, dándole un buen mordisco en el brazo. Entonces se armó tal barullo, el
hombre gritando, mi mujer gritando, los transeúntes diciendo dele con una
revista o algo. Mi mujer me cogió de la cabeza, hablándome: estate tranquilo,
no hagas eso, entre disculpas con ese tipo. Yo enfadado con él, con la gente y
hasta con mi esposa, aunque no sabía bien por qué había reaccionado yo así y
ella también.
Me
aparté del grupo que se había formado alrededor, y aún nervioso y sofocado me
apoyé en el escaparate de una zapatería. Al mirarme en su reflejo, en un primer
momento pensé que me estaba volviendo loco, luego enfoqué bien la vista y aquella
limpia y brillante vidriera, me devolvía en mi asombro la imagen peluda y el
rostro ofuscado de un perro, con sus mandíbulas salivando todo el cristal.
¡Fuera,
fuera de aquí maldito perro!, el dependiente con la escoba me empujaba y
después de morderle el palo, salí corriendo como un loco desaforado, tan
extrañado yo de mí, como la gente y tan confuso estaba que gritándome mi mujer:
¡ven aquí, ven aquí cariño! Crucé tan rápido la calzada que no me dio tiempo ni
a ver, ni tan siquiera oler, el autobús que venía.
Perdí
la conciencia. Por un momento todo era silencio. Entonces la vi a ella, apoyó
mi cabeza sobre su regazo, acariciándome, llorando a lágrima viva, suplicándome:
no te mueras, no te mueras, ¡ayúdenme! Yo no escuchaba nada, ya tampoco veía
pero aún olía su cuerpo lleno de amor hacía mí y lleno de ese inmenso amor, al
fin expiré.
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