Uno
recuerda cuando los televisores duraban más de veinte años. Y los muebles sólo
se cambiaban cuando el sofá estaba desvencijado, o la balda de la estantería se
veía combada, peligrando las figuras de porcelana distribuidas por la tabla,
entre algún marco de fotos y unos pocos libros.
Las
sillas, la mesa del comedor estaban allí desde que apenas alcanzara su altura y
más de una vez corriendo por la casa chocabas contra ella dejándote un buen
chichón por unos días.
El
colchón de papá y mamá lo estrenaron cuando se casaron y cuando saltabas sobre
él los domingos jugando, te clavabas los muelles, esos que crujían por las
noches de vez en cuando despertándote, de sueños adolescentes.
En fin
las cosas duraban una eternidad, más que el propio tiempo, ese que se ha
escapado por aquellos espacios tan rápido que apenas se ha dejado ver
mostrándose ante el espejo, como diciéndome ¡hala, estás hecho ya todo un
hombre!
Pero me
encuentro ahora en una casa con muebles y objetos decorativos que continuamente
sustituyo. Tengo electrodomésticos para todas las funciones, algunas necesarias
otras no tanto, pero los compramos porque se venden y todo el mundo los quieren
tener en sus casas. Apenas lo hacen suyos, duran un par de años a lo sumo
porque se estropean demasiado rápido o nos parecen viejos o algo anticuados y
pasados de moda.
A veces
un cambio de decoración, un nuevo diseño de la cocina o tal vez, el cambio de
color de las paredes te obliga a tener que modificarlo todo, desde la vajilla
hasta la colcha, desde el jarrón al cubo de la basura. La publicidad siempre
solícita te ofrece sus semanas fantásticas y sus repúblicas independientes tan
atractivas. Ves que ese o aquel mueble ya no le pega demasiado a la cocina o notas que
la maquinilla hace demasiado ruido. Te pregunta si, tal vez, debería comprar
esa plancha aunque normalmente utilizas prendas que no necesitan planchado y
cuando sí, las llevas a la lavandería.
Pero
uno debe contar con todo, estar preparado, ir a la última. En poco tiempo se
reemplazan por cansancio o por defecto.
Nos
pasa con todo, consumimos compulsivamente, lleno el frigorífico de cosas que no
como y tengo que acabar tirándola porque la mayoría de las veces como fuera de
casa. No sólo consumimos cosas materiales, cada fin de semana me llevo una
chica a casa, nos utilizamos mutuamente y hasta otro día, día que no llega
porque no apetece lo ya conocido, ansiamos la novedad y experimentar emociones
distintas.
Uno se
cansa pronto de lo repetido, de ver siempre las mismas caras, frecuentar los
mismos sitios. Hay cosas que son estáticas por necesidad, no quiero que me
falle el metro y espero encontrar abierta la tienda donde necesito comprar
algo. La familia se obstina en anclarte en costumbres que aborrezco, te insiste
con la pregunta típica para cuándo vas a asentar la cabeza. El trabajo es algo
con lo que necesito contar pero busco siempre lo variado y he conseguido que mi
puesto me dé la oportunidad de viajar.
En
realidad no tengo apego a nada, el sofá donde descanso por las noches, lo
cambio cada dos por tres, las cortinas, los cojines cada cierto tiempo
transformo su diseño y tejido, ahora negro y gris, otras rayas y topitos. Por no mantener costumbre alguna,
ni planta que tenga que cuidar en casa. En una ocasión los compañeros de
trabajo me regalaron un cactus que murió de inanición.
Nada
emocional nos une a las cosas y sin embargo, de un tiempo a esta parte, he
comenzado a obsesionarme más bien a encariñarme con todo. Los objetos de la
casa están adquiriendo una relación afectuosa para mí. Me encanta ver mis
libros, tocarlos, olerlos, se podría decir que los amo. Me ocurre lo mismo con
los pocos objetos que tengo de decoración, esa figura de madera con sus
contornos rústicamente limados que compré en un mercadillo por Marruecos, o esa
marioneta en un bazar de Turquía. El
robot de rojo brillante traído de Italia. Disfruto tocándolos, me maravilla
verlos ahí colocados frente a mí y los cojo un rato, los examino y los devuelvo
a su lugar. El otro día conocí una chica en la cafetería cuando tomaba el
desayuno en un descanso del trabajo. Comenzamos a hablar en la barra y nos
dimos el teléfono para quedar para salir, después de esa noche volví a llamarla
y hemos estado quedando. Ya hace un mes desde que la conocí, me gusta, me apetece
quedar con ella, volverla a ver, y esto es insólito en mí.
Curiosamente,
intentando buscar una explicación a esto que me está ocurriendo, he descubierto,
asociando detalles, el momento crucial. Creo tener localizado el punto que
marca un antes y después. Fue estando en casa de mis padres donde fui a comer
un domingo. Una cosa que jamás me hubiera ocurrido antes fue darme cuenta que
algunos cambios se habían dado en la casa. Faltaban cosas en las estanterías, el
salón estaba minimalista, algo insólito en casa de mis padres que guardan todo
desde siempre. Estaba todo tan cambiado que apenas parecía el hogar de mi
infancia, mi refugio parental. Qué desolación, era un lugar extraño e incómodo.
El colmo fue cuando me dirigí a mi habitación, mi antiguo dormitorio había sido
reducido a la mínima expresión, una cama y una mesilla, lo suficiente para
cuando te quedes en casa me comentó mamá. Pero ¿qué has hecho con mis revistas
y aquella foto donde estaba con mis amigos?, le pregunté. Las revistas, cariño,
las he tirado, imaginé que no las querías, cómo nunca te las llevabas... Y la
foto, no te preocupes, la guardo en un cajón para dártela y la tengas en tu
casa. Pero, mamá, ¿qué te estorbaban esas cosas?, por cierto, ¿dónde está todo
lo demás? ¿Qué más cariño? No sé, pero aquí faltan muchas cosas. Ya veo lo que
las echabas de menos, que ni siquiera te acordabas de ellas, dijo mamá.
Estaba
claro que mis padres se habían vuelto locos, no era propio de ellos, ese desapego
era propio sólo de mí. Les pregunté a qué se debía este cambio tan radical. Y
entonces recibí la explicación hecha a mi medida. Las cosas no sirven para nada
más que para estorbar nuestras vidas, esclavizarnos dándonos más trabajo que
alegrías y ahora que se hacían viejos, necesitaban soltar lastre.
Dios mío,
mis padres adquirían la mentalidad del consumismo, y una vez utilizado todo
para qué mantenerlo, era su principio. Aquello que estaba viendo, era el fiel
reflejo de mi vida.
La
clarividencia se presentó como una revelación. Sentí la tristeza que acompaña al
descubrimiento, ése que haces ante una existencia equivocada, absurda y
superficial. Era la conducta sin sentido que había vaciado la casa de mis
padres, con la que yo conducía mí vida. Si a estas alturas de sus existencias,
se desprenden de todo lo que siempre les había acompañado, lo acumulado durante
años, marcando toda una trayectoria vital. Sí perdían la memoria que guardan
las cosas, estaban perdiendo también parte de ellos mismos.
Con el
pretexto de ir a orinar, entré en el cuarto de baño y me eché a llorar como un
niño que le han tirado los juguetes viejos o rotos, pero que te gustaban tanto.
Esto era una costumbre que nunca habían tenido mis padres. Por suerte, ellos
siempre solían guardar en cajas nuestros juguetes cuando íbamos abandonándolos
con la edad. Me acordé de eso y enjuagándome la cara salí corriendo a
preguntarles por los juguetes guardados, en sus caras de sorpresa temí lo peor
pero era más bien porque estaban tan sorprendidos, tan atónitos por mi cambio
de actitud, que llegaron a preguntarme si tenía algún problema.
Mamá me
los llevo, todos, los de mis hermanos también. Por favor, tampoco tires nada sin preguntarme.
Anda
hijo ¿qué te pasa, estás enfermo? No mamá, ustedes sí que no estáis bien, yo
sin embargo acabo de ver las cosas tan claras, como nunca antes las había
visto. Las cosas son ramificaciones de nosotros, los objetos que vamos
adquiriendo a lo largo de nuestras vidas, forman parte de nosotros mismos, nos
acompañan, nos son fieles, se sufre si se rompen o si se pierden, porque cuando
olvidamos algo vivido y los vemos ahí en sus espacios destinados, veo mis
libros mis discos, me hablan de cuando los compré, dónde, por qué, qué hice y
cómo me encontraba. Los objetos de nuestros deseos forman parte de nosotros
mismos. Me he dado cuenta que me encanta mi sillón hundido, mis cojines
gastados, mi frigorífico que aunque viejo aún funciona, mi tocadiscos pasado de
moda, mis cortinas que no pega con el color de pared, los paños de cocina
gastados como las toallas, pero que secan mejor que una nueva. Las quiero, las
adoro, todas mis cosas que un día deseé y llegaron para satisfacerme. Y ahora
comprendo por qué están ahí y mientras no estén realmente estropeadas, sólo
entonces tendré que desprenderme de ellas y en algunos casos tal vez, pueda
guardar sus pedazos rotos. No es un apego insano, es el afecto que siento por
ellas, por su compañía, su servicio, sus recuerdos.
Además
gasto mucho menos, me bastan mis cosas que funcionan más o menos bien, que me
sirven y no necesito sustituirlas. Cuando algo se me estropea, intento
arreglarlo y si ha llegado su final las llevo a un centro de reciclado, donde
le darán una segunda vida. Me gusta imaginarme que parte de su espíritu,
incluso quién sabe parte de su materia puede que vuelva a mí lado con otra
forma, en otro producto, pero la misma esencia.
En fin,
no me reconozco, puede hasta parecer cursi esta nueva actitud mía pero incluso
debo confesar que tengo sobre la mesa del salón una piedra, una simple y pulida
piedra, que toco sintiendo la vida que surge de su sustancia inerte, sin
embargo, veo en ella todo el origen del universo. Tiene para mí, una
importancia aún mayor, porque esa piedra, con esa simple piedra, tropecé aquel
día que la conocí.
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