jueves, 22 de mayo de 2014

La palabra



La palabra nace con el llanto primigenio. Va implícita en la esencia del ser vegetal o animal, en sus múltiples expresiones. Me atrevería a decir que se halla incluso en la sustancia inmaterial.
El niño llega al mundo, llena sus pulmones de aire y éste al salir impulsado hacía la boca provoca la expresión misma del sufrimiento y la angustia del parto. Ya cuando apenas era unas minúsculas células multiplicándose, cuando el desarrollo evolutivo le dio herramientas para oír la palabra que como una semilla comenzaba a germinar en una tierra reconocida, como cuando uno se reencuentra con lo conocido. Ese pequeño ser, aún sin alas, en el vientre de la madre, en un simulacro, en un tímido juego de iniciación, comienza a agitarlas y desentumecerlas con torpes movimientos que le llevará ya maduro a emprender, el vuelo.
El llanto es la expresión universal del sufrimiento al igual que la risa es del placer, pero ambos parten de un impulso físico desde nuestros pulmones hasta la ventana de nuestro ser por donde se abre al mundo, la boca. Reflejo que refleja un impulso aún no localizado por la ciencia, donde la trayectoria histórica puso en el corazón como el cerebro de las emociones pero conectado con el hígado, el páncreas, los intestinos, la corriente sanguínea o eso ya místico que llamamos alma o espíritu, un halo que recorre nuestro ser físico, perifísico, extrafísico y metafísico.
El llanto de ese pequeño ser que nace a un espacio de seres como él mismo que en su memoria ancestral, reconoce su voz, no sólo como sonido, sino como palabra, es para la ciencia un simple reflejo físico, un impulso regido por las leyes físicas y químicas, pero que curiosamente es reconocido con el dolor universal. El grito del llanto, el gemido, la gestualidad contraída, es la expresión de sufrimiento reconocida en el otro, que empatiza y simpatiza con él.
El llanto sin lágrimas, no es menos llanto, sigue siendo una manifestación del dolor, el profundo dolor implícito en el vivir. Muchos especialistas opinan que el bebé no hace más que dejar escapar el aire que se abre paso a través del instrumento fonador humano. Pero la palabra existe antes que su sonido, está dentro de nosotros, vagabundea por nuestros pensamientos, y mucho antes por nuestro cuerpo, y por el universo, aunque no siempre fuera reconocida ni recogida por un diccionario.
Qué fue el ¡ay! Antes de ser interjección, fue un suspiro, una angustia, un dolor, que a fuerza de repetirse es reconocida, después llegó todo lo demás, llegaron los lingüistas que iban por el bosque de las palabras con sus cazas mariposas.
El primitivo, el hombre primero no hizo más que repetir sonidos reconocidos por otro cercano a él, en los que la distancia iba poniendo pequeñas variantes, ese fruto encontrado en un lugar es llamado con un nombre, tal vez que no será el mismo de encontrarse en otro sitio. Pero ambos guardarán una íntima relación con la sorpresa que causó su descubrimiento, en el placer de su sabor en la boca, su color, su tamaño, su textura,  emoción expresadas en sonidos hechos sonoridad, como notas musicales. El dedo lo señaló, una mano lo cogió, y guiado por el impulso básico de supervivencia, lo hizo suyo. Lo come  para conocerlo, para tener la experiencia mística, de hacerse uno con  nuestro ser. Y el verbo se hizo carne y habitó entre nosotros.
Los sonidos hechos palabras que a fuerza de ser repetidas son reconocidas. Sin embargo,  la palabra ya estaba ahí, antes de ponerle voz. Las palabras pueden tener distintos sonidos que sólo la usencia del objeto nos puede confundir, pero si un alemán me dice Ich liebe dich mirándome a los ojos y acariciándome con ellos yo reconozco la palabra, no al sustantivo, ni al determinante, ni la forma verbal o sus declinaciones, puedo no entender quizá su semántica o su sintaxis pero reconozco el amor, porque es más que un vocabulario unidos con una sonoridad reconocible en el lenguaje del amor. Pensar que puedo ser engañada pero no por la palabra sino por su mal uso, por su manipulación engañosa, por subterfugios de la seducción en un idioma conocido.
La palabra no es sólo sonidos, eso ya lo sabemos y vinieron los expertos a confirmárnoslo, para otorgar a la palabra autoridad y grandeza. La palabra es la esencia que toma distintas formas, es más que la mezcla de sonidos aleatorios, es la expresión visceral de nuestras existencias, es un organismo vivo que como tal ya estaba en la materia cósmica, nació, creció, se multiplicó pero que nunca muere se transforma permaneciendo como la materia, eterna.
Luego vinieron los doctos señores del lenguaje intentando meter en sus encorsetados tratados unas sí y otras no, queriendo encarcelar a la libertad misma.
Pero la palabra recorre los espacios como el llanto del niño y el otro semejante lo reconoce, porque es vital para la supervivencia. El niño llora y la madre le da el alimento, el calor de una piel, y el amor del mundo. El niño después aprende a que con pequeñas modulaciones ese llanto se hace risa. El placer es parte del dolor primigenio de la existencia que empieza a descubrir las pequeñas alegrías del vivir.
A veces los sentimientos expresados se confunden, las palabras escogidas, suenan huecas, es entonces cuando recurrimos a la esencia de la palabra, la emoción aún no hecha pensamiento siquiera y basta entonces un abrazo, un beso, una mirada de amor y aliento.
Poco importa que fonema escojamos para reír o llorar, unos ríen con la “i” otros con la “e” o tal vez lo hagamos con la “u” y la más jocosa la “o”, porque la palabra ortodoxa arrastra con ella múltiples significados. Es cursi reírse con la “i”, decimos. De tontos hacerlo con la “u”, es sincera nuestra risa con una hermosa y abierta “a”, paradigmática o estandarizada la risa con la “je” y es Navidad si escuchamos un profundo y sonoro “jo, jo jo”.
La palabra es la vida misma, pulula por el aire, la tienen las nubes del cielo, las hojas y ramas de los árboles, la tierra, los seres que la habitan, todos, aunque no los escuchemos porque la palabra necesita de un canal autorizado, formado y educado para recibirla, está ahí, flotando en el aire, llevada por el viento, como el amor, decía una canción; pero también el dolor, el miedo, la ira, las emociones eternas en su lenguaje universal. Por ello decimos la ira de la naturaleza cuando se expresa cruel e implacable con toda su fuerza y la brisa que salpica su humedad en nuestro rostro, es la caricia de su ternura.
¿No es el grito la manifestación dramática en su expresión más simple, en un único sonido? La angustia, el miedo el horror a veces nos dejan sin palabra, pero la palabra también es silencio, un silencio que nos habla, que dice mucho más que miles de palabras escogidas por su excelente significado, por sus formas bellas, por su musicalidad. Podemos vestir la palabra con sus mejores y más hermosas galas, pero si no es palabra verdadera, forjada de la materia prima, no nos dirá nada, será palabra vacía, cáscara sin fruto, máscara que oculta su verdadero rostro. La palabra que surge del universo, es fecunda y debe ir enlazada como en un estrecho abrazo con la existencia inmortal, conseguir una relación íntima con la verdad de los sentimientos, de los elementos animados e inanimados. La verdad que llevamos dentro todos los seres del universo. La palabra desprovista de su esencia es sólo ruido, no dirá nada, pasará desapercibida más aún que los ladridos amenazadores de un perro protegiendo su propiedad. Pero la palabra también a veces es invisibilidad, aunque esté delante de nosotros mismos podemos no verla, ni oírla pero no por ello deja de existir. Insisto, la palabra, el verbo, la expresión de la existencia que nos hace ser lo que somos permanece siempre en nosotros. Porque quién sabe si no trasciende la muerte, porque la palabra es eterna, y  tal vez, la voz sólo sea silenciada, para nuestros sentidos, como la del árbol, la lluvia, el sol, la luna y las estrellas, pero también por qué no, a veces cuando no oímos una mirada.
Hoy en día donde la palabra florece en sus múltiples y tecnológicas manifestaciones, está peligrando, no ella en sí misma sino sus variantes, su prole. En este mar de comunicaciones nunca antes brilló más la incomunicación, pero sin negar el progreso, sin obviar sus ventajas, la palabra siempre ha recorrido terrenos a veces angostos y difíciles, pero su hostilidad nunca la vence en su batalla, porque nunca podremos matar la palabra, porque no se puede quitar la vida a la vida misma.
Pero la actualidad informativa le hace a uno recapacitar sobre ciertas conductas que se realizan con las palabras. Está hoy en el punto de mira la expresión políticamente correcta. Un insulto, una palabra, una frase puede condenarte y en cierto modo reconocemos que debe ser condenable todas aquellas expresiones de odio y que vulnera la dignidad humana. Pero ocurre que la gente y esta vez sólo para los humanos, ignoro como irá por el reino animal y vegetal, siempre ha expresado odio al igual que amor para con sus iguales. De esas expresiones surgieron el racismo y la filiación. Es evidente que la palabra hace al hombre y no el hombre a la palabra aunque pensemos que sí. Nos enaltece o nos denigra según qué palabra usemos y está claro que en este devenir tecnológico, hemos colocado un gran altavoz a nuestras palabras, y aquello que quedaba en nuestro pequeño círculo hoy trasciende más allá de nuestras pequeñas, caseras y claustrofóbicas esferas. Entonces la emoción, según sea, se hace más cruel e injusta, o más dulce y verdadera a gran escala. La palabra educa y por lo tanto debemos procurar un mundo más civilizado, donde la palabra vaya formando a hombres más libres y más dignos, con sabiduría para respetar a toda la humanidad.
Pero no podemos aunque lo pretendamos, poner coto a la palabra, porque como ya he dicho la palabra tiene vida propia, aunque se valga de nuestra voz. La palabra es la expresión misma de lo que somos, hemos sido y queremos ser. Más allá de las palabras que quieran ponernos en la boca, con sangre o sin ella, la palabra busca sus resquicios, y no es culpa de la palabra que produzca daño u ofensa, tal vez debamos más pensar en por qué decimos a veces las barbaridades que se dicen, por qué piensan como piensan algunas personas, por qué se callan algunos mientras otros sin embargo abanderan sus estúpidas palabras. El problema no es decirlas y que vengan a castigarlas, porque no se encarcela a la palabra se hace prisionero al hombre. La palabra permanecerá siempre libre.
Si yo fuera juez, no castigaría con penas al injurioso, sino que le mostraría la belleza de otras palabras, lo sumergiría en la fuente pura de las palabras, que quita la sed del que odia, sana al enfermo que se envenenó con aguas contaminadas. Le mostraría el verdadero manantial que forma el rio de las palabras que a veces se desborda y hace sus márgenes más fértiles, no del que arrasa con todo. Si fuera sociólogo bebería del océano salado, del mar de las palabras no dulces, no correctas, incluso crueles e inhumanas para entender cuál es el curso que lleva la corriente de las malas lenguas, que cuando se extiende por el terreno social produce muerte y destrucción.
Primero fue la palabra, después se hizo con ella la filosofía y la política, más adelante cirujanos la diseccionaron; artesanos de la palabra la embellecieron, la corrompieron, la enaltecieron o la humillaron y de todo ello nació el arte como expresión de la palabra, de su esencia íntima y universal, en un simple tomar y tragar llegó a formar parte de nuestras células. En un círculo tautológico de vida, como el ciclo del agua, se convierte en un ciclo vital conocido y reconocido para la supervivencia pero también para la propia existencia.
La palabra es un descubrimiento constante de una realidad o irrealidad más allá de nuestros límites conocidos, una realidad cósmica.
El arte sería la expresión humana de la palabra, el átomo del conocimiento. Una expresión a veces sublime, cercano a lo divino, pero inevitablemente imperfecto. El arte tiene algo de encuentro pero también de búsqueda que debe hacernos siempre mejores.
La voz, nace de la palabra, y la palabra ya existía mucho antes que nosotros.  Antes, probablemente, que el universo conocido. Tal vez fue la palabra la que explotó en sus infinitas ramificaciones en aquel lejano big bang. Y su explosión llegó a nosotros millones de años después recogiéndola nuestros oídos, y unos escucharon dios, otros yahvé, alá o dinero; madre, padre, hermano o pan. Pero es realmente la palabra, lo que mueve todo, lo que se extendió por los confines del espacio sideral.
No nos prestó su sonoro y contundente runnnnnnn la tormenta, que nos trajo la velocidad de la luz y otras velocidades más terrenales. Acaso el tambor primitivo no nos obsequió con su festivo y a veces amenazante tan, tan. No se inundó nuestro corazón de susto con el
ju ju  del búho. Del trino del pájaro no hicimos la palabra más melodiosa. Tal vez no creímos en fantasmas cuando el viento aulló por los resquicios de la ventana y el miedo colocó un fuerte aaaahhh en nuestra garganta cuando repentinamente cerró la puerta. ¿Y qué decir de canalizadas malas intenciones de las hienas para cierto estado de humor?
Para la agradable sorpresa el perro nos prestó su voz hecha palabra. Las olas del mar o las gotas de lluvia inventaron la palabra soledad o melancolía. La palabra callada, la noche o los copos de nieve, que se hicieron susurro posados leve y lentamente en el suelo. Nos prestó la palabra la máquina más rudimentaria o el cohete supersónico. ¿Pero de verdad creemos que por no haber aire en el espacio no hay palabra en su silencio?
La palabra paz se aprendió del gorjeo del agua en una fuente, el fuego nos dejó muchas palabras, desde calor hasta el fuuu de un soplido, la tierra seguridad, imaginación el cielo. Las múltiples palabras que me enseñó el día, su amanecer o su ocaso. De la espina de una rosa aprendí el ay. De unos labios unidos el mua de mi correo electrónico, de una caricia, deseo y del sonido de dos cuerpos, una mirada, una abrazo, miles de besos, una  intimidad compartida, la excitación y la calma. El amor, en definitiva.
¿No nos puso un olor un hummm en la boca y el gusto un aggg? Un barco surgió de un chelo y todas las primaveras de todos los instrumentos.
Es todo ecos de la palabra, transmitida por las ondas del espacio infinito, en cada elemento. El movimiento se llamó mar, y del mar nació el azul, el verde  y el gris del cielo. Del blanco la espuma, el todo y la nada.
La palabra se hace balbuceo y como en un cuadro se va definiendo pincelada a pincelada, lo que ya estaba ahí. Lo que ya existía. El mundo entero balbucea la palabra y en el otro encuentra el significado.
El bebé ha descubierto el sonido universal, juega con el ma ma ma, pa, pa, pa y el otro se la completa, le dio el significado que aún él no tenía, sólo probaba, sólo intuía la palabra.   
Y así, en una monótona retahíla interminable, cansina y angustiosa sirena que repite el mismo sonido como una agonía, así es la palabra, millones de ecos en el universo. Porque la palabra no se hace palabra por ser nombrada aunque necesita escucharse en el otro, como nos reconocemos ante un espejo. De igual forma uno adopta la postura, la mueca, el gesto del otro, pero no olvidemos que nosotros somos el espejo y la palabra como aquel hermoso cuento, existe al otro lado.
La palabra no es el signo, éste es simplemente el dibujo que aleatoriamente hemos acordado un grupo.
Como la palabra nunca se agota, sólo nosotros nos rendimos, tras este batiburrillo de sonidos, después de este caótico juego de palabras robadas a la duramadre, no me queda más que añadir, tan sólo fin.














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