Julia
venía del trabajo cruzando la calle camino a casa con su uniforme blanco y una
rebeca negra que cubría el desabrigo de unas mangas cortas, por otro lado tan
imprescindibles en las duras jornadas laborales que aún en invierno eran
necesarias con el continuo trajín limpiando suelos que le hacían a una entrar
en calor tan rápidamente, en un sofoco intenso sobrándole todo lo que llevara
encima.
Venía
hablando sola con un leve movimiento de labios y una gestualidad enfurruñada, a
saber qué historia rondaba su cabeza en esos momentos, alguna discusión en el
trabajo, un problema con alguien o preocupada con qué poner de comer. Ahora le
tocaba continuar trabajando en casa, los niños estaban a punto de volver del
colegio y el marido que solo tenía una hora para almorzar y volver al taller.
Anoche
apenas pudo dormir y el cuerpo le dolía como si sobre él hubiera caído una
montaña de piedras, pero iba andando ligera, entretenida con su monólogo
interior, tan abstraída en ese mundo mental que tuvo que pitarle un conductor.
Desde la ventana Carmen, la vecina, sufrió el sobresalto del peligro al que
estuvo expuesta y ahogó un grito convertido en su nombre, Julia, ten cuidado
mujer que te van a atropellar. Pero Julia iba erre que erre con su tema en
cuestión que, como si nada hubiera pasado, siguió su camino sin inmutarse y ni
se enteró de lo que la vecina le gritaba.
Cuando
abrió las puertas de su casa, con el desorden de la mañana aún intacto, comenzó
como una autómata, metida en su papel acostumbrado, a recoger pijamas tirados por
ahí, la mesa con algunos restos del desayuno. A una velocidad de vértigo hizo
las camas y, con las cosas más o menos en su sitio, cogió una fiambrera del
congelador y mientras se calentaba en el microondas, puso la sartén y en unos
segundos picó el ajo y sofrió unas judías, colocó los platos sobre la mesa,
fregó los pocos vasos y tazas de la mañana y todavía tenía brazos para ir
removiendo el guiso y echarle un continuo vistazo a lo que tenía en el fuego.
Con
todo controlado, suspiró y fue corriendo a la puerta cuando con insistencia
llamaban los niños, bulliciosos, alegres y hambrientos y subiendo los últimos
escalones llegaba Antonio con el mono azul, lleno de grasa hasta la frente.
Anda, lávate esa cara y las manos y ponte a comer, le dijo cariñosamente
mientras cerraba la puerta tras de él y se dirigió al comedor para atender a
los críos.
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