Qué es
la vida sino un aprender a vivir con el miedo. Los primeros miedos, aquellos
grabados en nuestras células, los primigenios, los ancestrales. El niño llora
al estar indefenso, la oscuridad le aterra. El espacio abierto le angustia
porque su soledad se hace inmensa. Sólo al vacío se atreve, acostumbrado en el
seno materno a existir sin dimensiones de alto y bajo, un límite esférico donde
el horizonte no es el ignoto mundo.
Más
tarde aparecen los miedos vitales, el hambre y la sed; el dolor y el
sufrimiento físico y emocional. Miedo al frío, al fuego, ahora sí, al vacío, al
vértigo a las profundidades, sometidos a la gravedad bajo amenaza de ser
tragados por ellas. Persisten los miedos ancestrales a los espacios abiertos,
inmensos desiertos donde perdernos sin brújula que nos oriente. A la
muchedumbre que nos ahoga sin el espacio suficiente, sin la perspectiva ni la
distancia necesaria desde con nuestra vista alcanzar el destino, multitud humana,
bosque donde los árboles nos impiden ver el horizonte, sujetos a la tierra como
troncos perdidos sin este ni oeste, tan solo con el cielo por norte y el suelo
por sur.
Vendrá
cargando nuestras espaldas el saco de los miedos ambientales a la tormenta con
sus desahogos violentos de relámpagos y truenos, del frío y el calor, de un
amado y respetado abismo del océano. Las fuerzas de la naturaleza que desatan
su rabia contra nuestras frágiles prepotencias. De un cielo que se hace
infierno y el tormento desbocado de lo recóndito de las entrañas de la tierra.
Miedo del enemigo, del desconocido que nos rodea, de la amenazadora consciencia
del peligro externo que nos puede llegar de cualquier parte, del otro, de una
máquina, la simple rama que cae sobre nuestras cabezas, del tropiezo que nos
descalabra, del grito, de la bofetada y hasta de la risa irónica del que nos
ridiculiza. El miedo interno.
Miedos
circunstanciales, de una guerra, una enfermedad, una pierna rota o un dolor de
muelas, esa vulnerabilidad manifiesta de una seguridad tan esquiva. Miedo al
desamor, de la lanza de una palabra que nos atraviese el corazón, del pánico de
un silencio. De perder un refugio, un sustento, un confort y quedarnos al
amparo de los vientos que nos lleven a su antojo, como diminutas pelusas sin
ofrecer resistencia, hojas secas engañadas a participar en un baile, una danza
sin coreografía estudiada en un girar y girar, a veces sujetas a la deriva de
la dirección antojadiza del aire que ahora las eleva y luego las arrastra por
el suelo.
Aquellos
miedos y temores previsibles e incuestionables al perro rabioso, a ser blanco
perfecto en el centro de una sabana, rodeado de depredadores en la selva de la urbe.
Miedo a la inestabilidad de la felicidad, a los refranes que nos advierten que
no hay bien que cien años dure como no duraron los del mal. Miedo a la voz
oscura, a la mirada aviesa, a la sirena, al ulular del viento amenazante, al
diagnóstico irremediable.
Sentir
miedo de nuestros propios miedos y de los ajenos, contagiados los unos de los
otros como un círculo vicioso irrompible, en la costumbre de la supervivencia.
Somos
responsables y víctimas de nuestros miedos inventados, creando fantasmas y
monstruos donde no los había en principio que acaban apareciendo por arte de
magia traídos de sus ficticios mundos al nuestro con la esencia de lo real,
antes libres y ahora esclavos de ellos. Prisioneros somos también de los miedos
impuestos, instaurados por los otros, los allegados, transmitidos con la leche
materna, la dirección determinada por el dulce amor progenitor. Los comunes por
ser lo que somos, mujeres y hombres que comparten una misma sociedad. No
siempre necesarios, casi siempre evitables pero que lenta pero firmemente van
recorriendo las venas de nuestro ser, aceptando sin remedio sus estímulos
dirigiendo nuestros cerebros sin juicio previo, sembrando la desconfianza que
expresamos como actos reflejos ante la más mínima insinuación de un posible
sospechoso.
En ese
batiburrillo se mezclan los miedos reales y los imaginarios, se hacen un solo
cuerpo. Los miedos a lo desconocido y también a lo que por conocerse se temen.
Miedo a
la vida y miedo a la muerte. Miedo de ti y de mí mismo, porque es imposible
eliminar nuestros miedos para siempre, como la energía que no se destruye, solo
se transforma en otro miedo. A veces, no quedan más que soluciones intermedias
y limitadas, sujetas a cuestionables ayudas químicas, legales o no. Cuando el
miedo nos atenaza podemos tomar un camino radical e ilimitado, sin retorn, ni
desvío, la locura o el dramático suicidio.
Tristemente
no nos queda más que reconocer si las anteriores decisiones no nos convencen,
que debemos aceptar estoicamente vivir con nuestros miedos, lo más cuerdo y de
la mejor forma posible, conociéndolos a fondo, reconociéndolos cuando los
tenemos frente a frente, con honestidad, sin engaños, sin trampa ni cartón, tal
cual, ahí los tienes míralos a los ojos con valentía, sin enfrentamiento
absurdo sabiendo que tienes todas las de perder. Aceptemos resignados nuestra
fragilidad porque ellos siempre serán más fuertes.
Los
miedos dominan nuestras vidas, están tan presentes que hasta tememos por
diversión, jugamos con el miedo, lo generamos con nuestra fantasía, en los
sueños y para soñar y probar nuestros límites. Miedo por culpabilidad, pillado in fraganti, esconde el niño el cuerpo del
delito inútilmente. Siempre el miedo como espada de Damocles pendiendo sobre
nuestras cabezas, temiendo ser descubierto nuestro secreto, el error cometido,
el vicio que nos subyuga, la vergüenza que nos humilla, la desviación que nos
pierde y nos esclaviza, nos oprime y nos controla, el crimen que nos delataría.
Miedos
a nuestras imperfecciones, no hay mayor miedo que el descubrirnos que no somos
perfectos, que somos mortales, débiles criaturas que viven en un perpetuo
infierno con breves espacios en el purgatorio y apenas segundos en un paraíso
efímero que se desvanece como la oscuridad al encender una bombilla. El miedo
se expande por toda nuestra existencia como gota de tinta en un vaso de agua, y
toda la claridad se vuelve turbia y así miramos la vida a través de una lágrima
permanente que desdibuja el paisaje.
Tenemos
miedo a envejecer, a que no nos quieran, a que nos odien hasta causarnos la
muerte. Miedo a la crítica y a ser menos que el otro. Miedo al deseo. Existen
miedos cervales a volar, a las serpientes, al abismo o a ser perseguido.
También hay miedos superficiales que sin embargo nos amargan la vida con la
hieles de sus costumbres, son los nimios pactos sociales y los cánones
publicitarios. Pequeños miedos a un examen, a mirarnos en el espejo y no
reconocernos y nos cuestione, al grano subversivo, a nuestro reflejo en la
mirada del otro, a engordar, al jefe, a levantarse con esos pelos o quedarnos
calvos, a soñar que se nos caen los dientes, a no poder disimular las
apariencias, al pronóstico del tiempo que nos amargue las vacaciones, al virus
informático y a perder el internet.
Miedo a
la tierra y al cielo. Miedo al espacio infinito que el hombre intenta alcanzar
con insistente empeño, aunque no habría mayor logro para él ni mejor sueño ni
invento que lograr una vida sin miedo, porque hasta tenemos miedo del propio
miedo y como en el cuento, miedo a no tener miedo.
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