La piedra parece rígida e inflexible, inerte y fría, sin embargo, se
deja modelar por el mar y el viento. Los granos de arena pulen su superficie,
entregada dócilmente se ofrece a sus caricias que marcan surcos en su fisonomía.
Igual que si estuviera llena de vida, se modifica y va transformándose
a lo largo del tiempo. Como si mudara la piel, nunca es la misma y retiene en
su cuerpo el frio del hielo y el calor del fuego.
La piedra no se interpone en nuestro camino sino que lo bordea o es
parte del mismo. En su obstinación parece dirigirnos o quizás sitiar al
peregrino, pero simplemente nos protege del itinerario peligroso, evitando que
nos perdamos por recorridos desconocidos y, aunque nos provoque algún tropiezo,
siempre es para advertirnos que llevamos el paso equivocado, pues, tras
recuperar el equilibrio, nos hace reflexionar y tal vez fijar un nuevo
objetivo.
No es ella la que nos frena en el deambular de la existencia, sino
nuestros prejuicios y pensamientos, porque, generosa, nos dio la herramienta y
se inmoló en el arte. Nos ofrece su sincero apoyo y acoge nuestro reposo,
permitiéndonos recrearnos en el paisaje.
Cuando la vida nos ata con sus lazos invisibles pero certeros y nos
inundan ansias de libertad, salimos del espacio marcado y, elevándonos sobre
ellas o apoyando nuestro pie en la piedra saliente, saltamos los muros que el
hombre creó.
Por su textura y colorido, la tela nos llevó por sueños mágicos. Su
cuerpo flexible y sumiso nos sumerge en un océano de olas suaves y benévolas,
con sedosas caricias, como una segunda piel. En la orilla de su playa
encontramos también los filamentos de sus arenas. Toda una fauna se expande en
su territorio y un arcoíris de algas nos cubre con un manto blando, gelatinoso,
denso y cálido arropando nuestro cuerpo de sirena o monstruo marino.
La tela es dúctil y frágil, pero sólo en apariencia, pues si a la
piedra la modeló la naturaleza antes que la mano del hombre clavara en sus entrañas
el cincel y martillo, ella hace frente al viento y encauza el destino del
navegante y se ofrece en sacrificio mostrando heroica sus cicatrices con
puntadas de hilo.
De sus líneas rectas emergen frunces, volantes y colinas, se cubren de
adornos sus llanuras como frutos de un árbol, creando el hombre, como un dios
de la nada, un hermoso paraíso de formas y texturas diferentes. Si la piedra
engendró al rio y parió la montaña cayendo por abismos, la tela cubrió el
cuerpo desnudo, a falta de cueva hizo tienda y resbaló por contornos de otros
precipicios. Ambas, divinas y humanas, inventaron su propio lenguaje donde la
imaginación, siempre mística, pudo encontrar en unas manos su expresión.
Materia entretejida como se hilan las palabras, todo un paraíso de los
sentidos que engendra emociones y esboza la imaginación, embebida de energía: piedra
y tela crean otra forma de literatura.
La piedra forma una sociedad jerarquizada, pirámide de distintos
estratos. Bacteria mineral reproduciéndose en infinitos pedacitos, hijos fiel
imagen de su madre. Toda piedra es preciosa, hermoso el simple guijarro.
Elevada sobre el cuenco de una mano, calavera shakesperiana, llega a ser piedra
filosofal que crea sueños intentando responder a la eterna pregunta.
Construyendo mosaicos y tejiendo telares creamos otros mundos. Unir,
despedazar, construir, destrozar, el todo es infinitamente múltiple y en cada
fragmento podemos hallar el inconmensurable infinito.
Permanecerá el etéreo recuerdo de nuestra existencia
en la piedra marcada por nuestro paso
y dejará impresa su huella
en el esqueleto de nuestras vestimentas.
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