Hay una cuestión infalible,
que es la mortalidad, que me sitúa irremediablemente en ese espacio
indeterminado ante el fin de mi existencia. Sé con certeza que será mucho más
corto que el ya recorrido.
Confieso que he vivido, como
dijo el poeta, y ahora que ya podría, más o menos, cerrar el libro que contiene
mi vida, una la escruta como un microbio extraño bajo un microscopio, donde
sobresalen en ese elemento las partículas más inverosímiles, porque,
curiosamente, hall as en ese revoltijo acuoso de la memoria detalles
insignificantes que, sin embargo, se agarraron con fuerza a un cajón de tu
cerebro, como el polvo oculto en sus ranuras, atrapados con cierta obstinación,
marcando su presencia con determinante propósito a pesar de que tú los pasaras
por alto.
He tenido una familia, un gran
compañero, unos hijos sanos y felices, ahora estoy sola porque en este trayecto
viajo sólo yo, no hay protesta en esta condición, la acepto con la misma normalidad
que la sucesión de las cosas que esperas.
Inevitablemente quedaron
inquietudes irrealizadas, defectos de fábrica, no hay vida sin errores ni
frustraciones. Mi padre siempre quiso que yo hubiese sido un hombre. Ocurría
con frecuencia, mejor un hijo que echara una mano, que consiguiera triunfar en
la vida, superarlos para después poder ser ellos los protegidos. Sin embargo,
nací yo y, aunque en principio no cabe duda que aquello le fastidió, procuró
aficionarme a aquellas cosas que a él le gustaban y que hubiera preferido
compartir con un chico, pero a falta de…, ya sabemos, buenas son hijas.
Pero una niña puede hacer las
veces de un niño sólo mientras estés en esa edad indefinida donde los detalles
no te diferencian. Todo cambió cuando me hice mayor y el mundo entero, que podría
haber sido para mí, se me prohibió.
En duermevela aparece, bajo la
lente de una inconsciencia agazapada, la visión nítida de un día que, sobre la
arena del mar, escribí con orgullo, ya soy mujer.
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