Al igual que sacaba la mano por la ventana para ver si el día estaba frío o si llovía, cuando el calor de su cuerpo la saturaba sacaba el pie fuera de las mantas, recibiendo por ese apéndice el aire fresco que la aliviaba unos segundos y su piel bajaba la temperatura. Estaba acostumbrada a aprender estrategias ante las dificultades que encontraba en su vida.
No era persona de hacer dos cosas a la vez, aunque tuvo que doblegar su incapacidad cuando, aturrullados sus hijos le contaban algo. Quería atenderlos a todos y también escuchar sus pensamientos, o una noticia que salía por la televisión. Las cosas no le resultaban nunca fáciles ni venían ya servidas. Necesitaba siempre un abrelatas que no siempre estaba a su alcance. Pero todas esas dificultades le abrían espacios por los que poder desenvolverse más o menos bien. El arte del apaño lo tenía bien aprendido, siempre con claridad meridiana, pero estas pequeñas conquistas, esos pequeños detalles le ayudaban a sobrevivir. Por muchas vueltas que demos alrededor de las cosas, por mucha lucha para imponernos, no nos queda más que reconocer que, a no ser, de tener una extraña enfermedad que nos inhabilite para empalizar con los demás, todo lo que necesitamos es que nos quieran, saber que, cuando ya no estemos, alguien nos echará de menos, alguien nos recordará para bien alargándonos la vida.
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