lunes, 18 de mayo de 2009

Espacios tangenciales


1

Con el tiempo damos pie a nuestro organismo a desarrollarse y deteriorarse, distribuimos nuestra vida en orden al tiempo, marcamos acontecimientos, cumplimos responsabilidades, o desatendemos compromisos, comemos, trabajamos, acudimos a citas, fallamos a alguien, damos y recibimos amor y placer, dolor y odio; el tiempo que controla la parturienta de contracción a contracción, que le acerca a la vida de sus entrañas, el tren que nos aleja de un punto y nos acerca a otro, nuestras entregas generosas, nuestras pérdidas conscientes e inconscientes. El tiempo de nuestro aseo, de aprendizajes y estudios, el tiempo que diseñamos y al que tanta importancia otorgamos: “no tengo tiempo”, “el tiempo me pilla, se me escapa, se me hace eterno”; el tiempo que no está en ningún lugar, pero que domina nuestras vidas, el tiempo construido, metido en pequeñas cápsulas de cristal, embellecido, denostado y alabado, incontrolable, el Frankenstein que nos destruye, producto de nuestra creación. Víctimas de él, esclavos del tiempo, a veces nos sobra tiempo y a veces necesitamos más.

Aprendimos evolutivamente a través de la sucesión de experiencias, que las cosas desaparecen y a veces vuelven a aparecer. Un día, alguien de la tribu dejó de respirar. No comía, no lloraba, no emitía sonidos, no se levantaba y poco a poco desaparecía envuelto en hedores y gusanos. Buscamos hacia dónde iban esos restos, que conformaban aquella figura, y empezamos a imaginar que tal vez en otro lugar volviéramos a encontrarnos, y, entonces, viendo que yendo de un lugar a otro, no nos lo volvíamos a encontrar, pensamos que quizás estuviera en espacios lejanos, no de esta tierra, no de este mundo; quizás llevados por aires y espíritus a aquellos lugares, donde algún día también uno marchase. Esta búsqueda está marcada por recuerdos y símbolos, que nos ayudan a recordar a aquellos que algún día desaparecieron. Para establecer espacios del antes y del después de, de ir de un lugar a otro en su búsqueda, imaginamos fijándonos en elementos que permanecen y se repiten, la sucesión de nuestras acciones, aunque similares no siempre las mismas. Y distinguíamos cuántos soles y lunas transcurrían en ese ir y venir de una acción a otra, de un ser a un no ser, fuimos aceptando o asimilando esas ausencias y llegamos a comprender que ya no volveríamos a encontrarnos con ellos, al menos en este mundo. Y así llegó la conciencia de la muerte e inventamos esa palabra para que todos la temieran o desearan, pero sobre todo, con ello se creó el tiempo, el paso de elementos que permanecen frente a los que no, combinándolos, agregándolos y concentrándolos en espacios, que nos advierten que aquí estoy y aquí no, y es nuestro afán de supervivencia controlarlo y no permitirle ventajas y sobre todo saber que ahora escribo y tengo sed y que sacaré el café del microondas y después, cuando sean las ocho prepararé la cena y sobre todo sé que el reloj me dice que sigo viva y aún estoy en la tribu, en cada segundo, minuto y hora que yo he distribuido, comiendo, sintiendo, respirando con ellos, aunque sin percibir sabores, aletargado por la morfina y apenas sin aire, sigo viva.

2

Entró en la habitación en penumbra, el sonido del oxígeno marcaba un compás similar a una pequeña fuente de agua. Tenía la boca entreabierta, definiendo una mandíbula senil. La ausencia de dientes desdibujaba su boca de labios finos y expresión firme, que adquiría cuando colocaba su dentadura postiza.

Cualquier movimiento le recordaba que su padre estaba ahí, en ese cuerpo desvalido, inhumanizado por el lío de cables, tubos, parches… Miró su nariz, a la que el tubo de alimentación daba un aspecto de bruja. Sin embargo, la caída de su cabeza hacia un lado y su cuerpo, apenas definido bajo las sábanas, su boca entreabierta, representaba la agonía del cristo de un cuadro de Velásquez.

Su boca, seca, sin saliva, sin dientes, sin alimentos y sin aliento. El aire le entraba por un tubo incrustado en su cuello. En ese espacio entre la vida y la muerte que cualquier fuerza, fallo, podía modificar de un lado a otro. El informe del médico te sumía en la más terrible confirmación del final, como a veces, cuando veías que ellos no tenían la última palabra, sentías un aire de ilusión y el mundo, el día, la atmósfera se transformaba en esperanza. Y te entraban ganas de cantar y de creer.

La sedación lo sumía en períodos de sueño, con pequeños despertares en los que volvía al mundo, una visita, una mirada, un hacerse entender. El tubo de su cuello había cortado la salida del sonido, y sus palabras enmudecían antes de llegar a su boca. A veces, lo entendíamos y otras no, provocando su frustración y su enfado, y a veces, su resignación.

Tenía un pañal enorme y una sonda que emergía del lateral. La postura dañaba su espalda y su culo, día y noche, semi-incorporado, para quitar mayor presión a sus pulmones. Su cuerpo frío, hinchados brazos y piernas, sin hablar, sin saborear texturas, sin el placer de comer. El lo pedía por señas. Gesticulaba con su mano acercándosela a la boca, arrastrando con ella los cables que la unían a los tubos de cristal colgados de su percha metálica fría de color y material.

Vendido su cuerpo, perdida la dignidad que nos reserva nuestro espacio vital, nuestras intimidades y secretos, nuestra razón de ser, de ser una persona que desea, quiere y hace.

Era mi padre y era un hombre dañado por la vida y amenazado por la muerte. Y ese hombre convertido en ese ser vivo enfermo, moribundo, resurgía en toda su dignidad, en toda su esencia de ser con su cúmulo de experiencias, de recuerdos, de vida vivida, de saberes e ignorancias, de todo aquello que nos identifica, y en esos momentos que intentaba retener la vida y no permitirle a esta más agravios, cogía un reloj, un reloj con su cadena rota que ató con un trozo del cordón del pijama a su muñeca, y que, de vez en cuando, cuando podía más su química interna que la externa, miraba para saber la hora, en ese intento de controlar la vida y algo tan humano como es el tiempo, el paso de horas y días, y el conocimiento personal de ese avance que realizas junto a él. Tiempo y tú, tú y tiempo, marcando el aire frágil, escaso, entrando y saliendo de un trozo de plástico y ver que antes eran las dos y ahora son las cinco, y estás ahí.

Entonces señala su oído y le decimos, ¿el teléfono? ¿Qué si ha llamado alguien? No, dice con su cabeza. La radio, que quieres que te la ponga. Y te confirma con satisfacción, con un leve movimiento vertical y te alegras de haber acertado, y él de ser entendido. Así que buscas su emisora preferida y pones el transistor entre sus piernas. Y de nuevo cierra los ojos, pero oye, y está ahí, entre nosotros, aunque a veces no con nosotros, a veces quién sabe dónde está, quizás pensando que cuando salga pondrá una cadena nueva a su reloj.

Allí, en el hospital, la noche pasada soplaba un fuerte viento de levante y sentí miedo. No quería que viéndote tan herido de muerte, te arrastrara a esos lugares donde no te encuentre, a esos lugares donde ya no buscamos y tendría que aceptar tu ausencia y mi muerte. Cuando el niño pequeño dice “¿cuándo me darás el muñeco, en dos minutos?”, esos dos minutos representan para él, no ese espacio físico que hemos creado, sino la distancia existente entre tenerlo y no tenerlo. Llevar el reloj atado a la muñeca con un hilo te ata al hilo de la vida que aún te queda, y tus ancestros te enseñaron que estás aquí todavía .

3

Vivía en el número 5 de la calle Júpiter, paralela a la calle Zurbarán, justo donde se hallaba el hospital.

Llevaba años viviendo allí, pero la noche pasada, un fuerte dolor de muelas lo mantuvo en vela, y al asomarse al balcón observó, uno de los grandes ventanales del hospital, le llamó la atención que, siendo tan tarde, las cuatro de la madrugada, se hallaran tanta gente en aquella habitación.  Las siluetas se situaban alrededor de la cama. Pensó que, probablemente había un duelo. El movimiento de personas no paró en toda la noche, y, para distraer el dolor comenzó a imaginar posibles historias. Quién estaría yaciendo en la cama, cuál sería su dolencia, o la causa de su muerte. Su dolor parecía ahora insignificante ante la imagen que se intuía tras aquellos ventanales.

El día diluía el interior de la habitación, como una varita mágica hacía desaparecer todo aquel universo cada noche recobrado, inventando argumentos en aquel escenario sin voz, sólo de imágenes. Llegó a obsesionarse, dejó de dormir de noche, así que los días se volvían pesados y taciturnos. En la mesa de la oficina, una mañana se quedó dormido, tuvo que inventar una historia, que había caído en una depresión a raíz de su divorcio, que según el psiquiatra, el estrés post-traumático había aparecido más tarde. Al parecer solía ocurrir que cuando la persona está viviendo la situación conflictiva, no reacciona y sin embargo, al final, esa energía negativa acumulada y no canalizada, salía cuando se suponía todo superado. Y esos casos son más difíciles, porque se ha enquistado el problema y al pasar desapercibido ha ido enraizando, y claro, ahora el tratamiento sería más lento y costoso. La medicación era la causa de este adormecimiento, su jefe le aconsejó que tomara la baja laboral por una temporada, hasta que se encontrara mejor.

Al principio, el juego de sombras y figuras alimentaba su imaginación, pero decidió comprarse unos potentes prismáticos. Así, la imagen fue más nítida, los movimientos de labios y gestos los interpretaba a su antojo. A veces sorprendiéndose, escandalizándose y enfadándose con ciertas cosas que alguna de aquellas personas decía. Al enfermo no llegaba a verlo, pues la cama quedaba más abajo del campo de visión.

Llevaban un mes en aquella habitación, desde aquella noche que su imagen cautivó su atención, la historia, su historia, le había atrapado de tal manera que, gracias, a los prismáticos podía seguir también de día. Comía delante del balcón, no cogía el teléfono y no abría la puerta si alguien llamaba. Sólo se ausentaba unos segundos para ir al baño, fue abandonando incluso su aseo, cogía alguna lata de la despensa y rápidamente volvía al sillón, desde el que continuaba su historia. La situación continuaba allí detrás del ventanal de la habitación del hospital. Y él fue quedándose sin provisiones.

Dormía cuando irremediablemente le vencía el sueño y despertaba enfadado con él mismo por permitirse tal fallo. Una meada colmó el vaso de lo irracional. Aguantó tanto que terminó haciéndoselo encima. Así que tomó una importante decisión, iría. Contó el número de ventanas, calculó cuál sería la habitación y después de una buena ducha, que hacía tiempo había abandonado, salió del piso, bajó el ascensor y cruzó la calle, tan absorto en la idea que no vio aquel coche que venía por su derecha.

Despertó en una habitación desconocida y, en milésimas de segundo, su cerebro conectó las distintas percepciones, informándole que estaba allí, en el hospital que tanto había observado, él era ahora el puto enfermo, llamó al timbre y la enfermera acudió. Baje las persianas, por favor, fue lo único que dijo y quedó dormido, agotado por el cansancio y los analgésicos administrados.

4

“Un nuevo instrumento científico del observatorio W. M. Kech, en Hawai, está ayudando a entender el fenómeno de las novas… Este innovador descubrimiento hace que los científicos puedan observar estos objetos, ya que suprime la luz de la estrella, y así es posible estudiar los fenómenos que se crean a su alrededor”

Tenía cuarenta y pocos años, aunque aparentaba algunos menos. Dejó su trabajo cuando a su marido lo trasladaron a otra ciudad. Ahora, después de su traumático divorcio, consiguió, no sin muchos fracasos, encontrar este empleo precario, pero que le permitiría remontar su vida, aunque sólo fuese económicamente.

Cuando llegó aquella mañana, la oficina le pareció aún más destartalada que cuando la entrevista. Unas pocas empleadas, todas mujeres, se distribuían aburridamente con la escasa disposición para el trabajo cotidiano, y sin el desayuno, con escasas energías. Todas rondaban la década de los veinte, ella venía a sustituir a una joven embarazada. Una chica morena se acercó y tras las presentaciones comenzó a explicarle cuál sería su trabajo. Su mesa quedaba a un rincón y en la ventana algunos post-its con anotaciones que alguien había dejado allí. Miró distraída hacia la calle, lloviznaba y las luces de los coches reflejadas en el suelo brillante dibujaban un bello paisaje.

Esperaba nerviosa, y sin embargo, trataba de disimularlo intentando mostrar seguridad y desenvoltura, pero, inevitablemente, con pésimos resultados. Pensaba si sería conveniente intervenir en la conversación de las chicas o preguntarles algo y en ello se encontraba pensando, mientras sacaba del ordenador un listado de empresas para enviarles un fax. Estaba entretenida con la pantalla cuando entró él. Pantalón de pana fina, camisa y jersey, tras el saludo se dirigió a ella. Se presentó. Soy Antonio Ruiz, el director.

Se sentía como pez fuera de la pecera, desfasada, sin nada en común con las compañeras de trabajo, y en su interior, guardando íntimamente su secreto, que desdibujaba o marcaba su personalidad.

Quiso eludir la comida de empresa, con excusas no muy creíbles, no sabía mentir y tanto le insistieron que no le quedó otro remedio que prometerles que iría.

Mirarse al espejo le suponía una influencia negativa para su ánimo, que no conseguía levantar hasta el día siguiente, siempre tirando de ella, para evitar una recaída; pero estuvo probándose ropa, ésta le hacía gorda, aquella le favorecía poco, la camiseta evidenciaba mucho. Al final escogió el pantalón negro y una camiseta blanca y ancha con brillo.

Estaba vestida, preparada para salir, se miró de frente, de perfil, observó la simetría de sus pechos, se acercó, se alejó, se sintió y se vio bien, cogió el bolso al hombro y salió para el restaurante donde habían quedado. Fue una noche bonita y divertida, la gente se relaja en estas ocasiones. Bailó y bebió más de la cuenta, pero estuvo controlando, sólo lo suficiente para sentirse menos extraña. Estuvo bailando con él y fue muy atento con ella toda la noche. En un momento que quedaron solos la conversación pasó de lo trivial a lo más personal. La miraba y ella se sentía intimidada, pero se permitió mostrarse relajada y coqueta olvidando sus inseguridades. No estaba en su intención mantener ninguna relación con nadie, y menos con ese treintañero, pero interpretar un poco el juego de seducción nunca está de más.

Atrás quedaron aquellos días tristes con olor a yodo del hospital. El día a día dirigido por los turnos de comida y limpieza. Ahora han traído la pastilla para el desayuno, que será dentro de media hora, luego las limpiadoras aseaban la habitación y el baño, después la cura y, por último, la visita del médico de guardia, un intervalo tranquilo hasta el almuerzo alrededor de la una y media. Los días transcurrían asomándose a los grandes ventanales del hospital y abajo el ajetreo de gente que entraban y salían, de coches que, como en un baile sincronizado, rodeaban la rotonda, en la que confluían cuatro entradas y salidas. Su marido fue reduciendo las visitas, y un día dejó de venir. Hacía tiempo que lo sentía distante, que la trataba con cariño, como una amiga o una hermana, ya no demostraba deseo, amor sensual. Más tarde supo que, por aquel entonces, había conocido a alguien de la que se había enamorado. Intentó no hacerle daño, pero fue inevitable. Su madre y sus hermanas la visitaban con frecuencia, siempre y cuando se lo permitían sus rutinas cotidianas. Algunas escenas cómicas le hacían reír, como cuando tuvo que mantener una conversación a tres bandas: su hermana por el auricular comentándole no sé qué cosa, su madre diciéndole otras a su hermana a gritos, que no se enteraba de nada y ella escuchando a una y a otra en medio de aquel caos.

Los días en el trabajo iban generando mayor seguridad y también con sus compañeras. De vez en cuando salían a tomar el desayuno. Aunque el trato con ellas era amistoso, sin embargo una parte era sólo para ella, tal vez era una parte demasiado importante que impedía dejarla ver; pero todo el mundo guarda secretos, pequeñas parcelas que no muestra a los demás y no por ello les impiden relacionarse y mantener distintos roles.

Aquella noche después de la cena, al acompañarla a casa, le invitó a subir, es lo que se espera después de una cita, estaba harta de verlo en las películas americanas. Mirar las cosas a plena luz nos abruma, y siempre le gustó la percepción de los espacios a través del espejo retrovisor, confiere a la realidad una perspectiva diferente y cinematográfica… y ahora no había distancia entre ellos, por eso apagó la luz y comenzó el juego del conocimiento mutuo y ver con los demás sentidos.

Descubrió el vacío en su pecho, tocó su seno cortado, palpó su cicatriz, pero también descubrió su alma amputada que en esta penumbra se iba regenerando tímidamente para darse plenamente a él. Igual que los secretos se cuentan en voz baja, o en la intimidad de un rincón, así la oscuridad nos descubre lo que la luz nos oculta. Su secreto le ayudó a establecer contacto con los demás, sin miedo, sin miradas indiscretas y de compasión, sin sentirse no deseada. Ahora se mostraba, podía ser ella, con sus miedos a cuestas, sin esperar ser aceptada, porque era ella quien se estaba aceptando. No sólo era permitirle entrar en su intimidad física, sino también en lo más profundo de su ser. Un desnudo frágil que mostraba su fortaleza, que la liberaba de ese lastre con el que se movía por la vida, con él su reflejo no le asustaba. Supo de dolores físicos, más destructores que la propia muerte, no había más oculto, su verdad era plena para él, nadie más y un aire fresco recorrió su cuerpo y sabía que era dueña de su secreto y que tenía el poder de controlarlo para seguir siendo ella, íntimamente.

Él la abrazó y reconoció también su muerte. Allí en la penumbra de la habitación con el sutil reflejo de las luces de la calle, llenándose de amor, parando los relojes, escapando del tiempo, del no ser y de fondo la canción de Lou Reed, I’ll be your mirror. Dos supervivientes de esta ficción reinventando la vida

5

A tres enfermos de la planta cuarta del hospital San Pablo les han dado hoy el alta, aquella mañana del viernes, de un día soleado de abril, son las doce de la mañana, la afluencia de personas está en su hora punta, personal, visitantes y algunos pacientes que deambulan por los pasillos para ejercitar los músculos del cuerpo y del espíritu y distraer la vista, conversar con otros enfermos y ampliar horizontes. Las cuatro paredes anodinas de la habitación, con esos horrendos cuadros, que no inspiran ninguna paz, si es que lo pretenden, a veces parecen engullirte. Aquellos que sus capacidades físicas y mentales se lo permiten, también por qué no decirlo, a veces, su falta de pudor, prefieren escapar de aquella cárcel y creerse la ilusión de continuar el pasillo y coger escaleras o ascensor abajo, salir corriendo de aquel ambiente sórdido, monótono y deprimente, aunque desgraciadamente necesario.

El hospital carece de celoso control y a la vista del visitante ocasional podría pasar por un lugar alegre con tanto movimiento y aquellos rayos de sol entrando con fuerza por los altos ventanales.

Cada uno, recogidos los bártulos y acompañados por algún familiar o amigo salen sin mirar atrás, con sus pensamientos, con sus vivencias, su sufrimiento y agonía, sus soledades y recuerdos. Se despiden de compañeros de habitación y algún que otro auxiliar o enfermero. Recogen la notificación del alta en recepción, se acercan al control de enfermería y se despiden agradecidos por sus cuidados. Bromean con alguna frase y lo típico “a ver si nos vemos por la calle, no aquí”; otro, más irónico, le dice a la pelirroja, “¡no te quiero volver a ver!”. La chica secunda la broma con el mismo desprecio fingido. La de la 421 se despide sonriendo con un simple, “gracias por todo”.

Dos vienen de un ala de la planta, la tercera del ala contraria de la misma. Se cruzan en el punto donde se divide a la izquierda las escaleras y a la derecha los ascensores. Se miran y apenas se ven, incluso se disculpan para poder pasar. El mayor anda con dificultad y coge el ascensor junto con el otro hombre más joven. Ella, baja las escaleras.

Unos segundos y estas personas confluyeron en un espacio, estuvieron tan cerca sin saberlo y si el azar los uniera de nuevo, seguramente no se reconocerían.

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